No debe dejar de admirarse el trabajo de la realizadora Leni Riefenstahl por la cercanía que haya tenido con el régimen nazi o por cómo Hitler usó su cine para hacer propaganda del proyecto ideológico totalitario del Tercer Reich. De la misma forma debe tomarse el arte de Dziga Vertov (otro gran documentalista), por mucho que haya comulgado con los preceptos bolcheviques y Lenin. Impulsado por el ansia renovadora que fomentó la revolución rusa, Vertov (1896-1954) se convirtió en pionero sin parangón de las capacidades sociales del cine (deplora todo lo que sean herramientas de ficción y de comercio en una apuesta necesaria por «unos filmes dirigidos hacia la vida y exigidos por la vida»).
Aunque en aquellos tiempos hubo otros autores que alcanzaron mayor relevancia, como Pudovkin, Eisenstein o Dovzhenko, menos perjudicados por la burocracia soviética, es quizá la obra de Vertov —con la de Eisenstein— la que ha mantenido mayor capacidad de infl uir en el arte y el pensamiento contemporáneos, en especial con la teoría del cine-ojo y su película El hombre de la cámara. Parte de la vigencia se la debe a su gran valedor Jean-Luc Godard, pero hay que decir que su eco va mucho más allá del círculo no siempre permeable de las vanguardias culturales. Con Eisenstein, con quien mantuvo sus disensiones, Vertov es uno de los pilares del cine, el padre del documental moderno: su arma fue la cámara frente a la fe que el autor de El acorazado Potemkin puso en el montaje. Vertov fi aba todas sus naves a la verdad-realidad. Capitán Swing recupera sus Memorias de un cineasta bolchevique, libro abandonado desde que Labor lo editó en 1954 y al que se añaden otros textos esclarecedores.
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