De todos los títulos que anoté que tenía que buscar después de leer En contacto (una selección de cartas de Paul Bowles), éste es el que más se me resistía. Había una edición de Numa ediciones del año 2000, pero estaba ya descatalogada. Afortunadamente, Capitán Swing la ha vuelto a llevar a las librerías, en una edición muy cuidada que contiene una introducción de Paul Bowles y un glosario, pues la novela está salpicada de palabras árabes que Bowles decidió no traducir, limitándose a transcribirlas fonéticamente. De todas ellas, Uaja debe de ser la más repetida, una coletilla que arrastré yo mismo un tiempo y que significa De acuerdo, Vale, Está bien.
A life full of holes se publicó originalmente en inglés en 1964, fruto de los esfuerzos de Paul Bowles por preservar la cultura oral magrebí. Muchos de los amigos del escritor eran analfabetos, pero que no supiesen leer ni escribir no significaba que no tuviesen buenas historias que contar. Bowles las recogió en un magnetofón. “He seguido traduciendo largos pasajes de textos grabados en magrebí. […] Me produce una agradable satisfacción trabajar en ellos, aunque soy consciente de que es una clase de creatividad indirecta”, escribía Paul en una de sus cartas. No todas esas historias están editadas en castellano. En casa, junto a ésta de Driss ben Hamed Charhadi (seudónimo de Larbi Layachi), tengo las novelas Amor por un puñado de pelos y Mira y corre de Mohammed Mrabet, pero todavía quedan libros por traducir al castellano, entre ellas varias de Mrabet y las dos últimas de Larbi Layachi (Yesterday and Today (1985) y A Jealous Lover (1986)), publicadas cuando éste ya residía en América, a donde huyó, acompañado de W. Burroughs, por miedo a la reacción del Gobierno marroquí a la publicación de Una vida llena de agujeros.
Todas estas colaboraciones literarias entre Paul Bowles y sus amigos marroquíes (mi favorita es Amor por un puñado de pelos, la deliciosa e hipnótica novela corta de Mrabet), tienen una serie de similitudes: son autobiográficas o seudobiográficas, beben de la picaresca española, retratan la dureza de las calles del Tánger de mediados del siglo XX, y la miseria, el kif (cannabis), los hechizos y sortilegios y los pequeños delitos aparecen por sus páginas. También el tipo de vida que llevaban aquellos “nazarenos” que se afincaron a ese lado del Estrecho.
Es una literatura en la que predominan las acciones sobre las descripciones, donde el verbo vale más que el adjetivo, que está hecha para ser escuchada, como si el narrador estuviese sentado con nosotros en un café o nos mirase desde el interior de uno de esos corros que se forman en algunas plazas marroquíes.
“Volví a bajar a la playa, encendí el fuego y preparé un té. Luego, cené algo y me fui a dormir. A la mañana siguiente hice mi trabajo. Esperaba ver a Zohra, pero no vino por la mañana ni por la tarde. Pasaron cuatro días y no la vi. Zohra tiene algún problema, pensé. Me pregunto que será. Quizá su familia la vio conmigo y le han pegado.
Pasó el quinto día, y seguía sin venir. Cuando se hizo de noche cerré el café y subí hasta el Marshan, hasta la calle donde se encontraba la casa de Zohra. Tenía una ventana que daba a la calle. Durante más de una hora caminé de un lado a otro y no vi a nadie. Entonces miré una vez hacia la ventana y Zohra estaba allí, asomada. Me quedé parado en mitad de la calle. Ella me hizo señas con la mano, y yo le respondí de la misma forma, en silencio”.
***
“Era la primera vez que pasaba un brazo alrededor de su cintura. Bajamos así los escalones hasta llegar al valle. Y continuamos así, con nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, por la carretera que iba a la playa. No había luna. Estaba muy oscuro, pero yo conocía cada piedra y cada árbol a lo largo del camino. Cuando pasamos por delante del pozo, me dijo: Este lugar en donde vives me asusta.
El océano golpeaba las rocas.
No, le dije. Para mí es mejor que cualquier otro sitio. Aquí no hay nada que temer.
Llegamos a la puerta de mi habitación, al lado del jardín. Entra, le dije.
Está oscuro.
No tengas miedo, entra. Encenderé la lámpara”.
***
“Después de cenar me acosté. Me despertaron en mitad de la noche. Alguien aporreaba la puerta. ¡Daf! ¡Daf! ¡Daf! ¡Daf! Y yo estaba tan dormido que ni siquiera sabía de qué puerta se trataba. Me levanté y miré por la ventana. Lo único que pude ver fue la luz de una linterna. Me dije: No sé quién puede estar ahí con una linterna. Y yo no voy a abrir la puerta. Entonces oí una voz que decía: Aquí no hay nadie, vámonos.
Cuando ya se habían ido, abrí un poco la puerta y miré por la rendija. Había un jeep en la carretera. Pero no vi a los hombres. Es un jeep de la policía, pensé. ¿Qué quieren de mí?”.
***
“Ven a mirarlo, dijo el inspector. ¿Quieres verlo? A ver si así luego puedes seguir mintiendo.
Entré con él en otra habitación. Znagui estaba allí. Tenía la cara negra por las moraduras, y un pie vendado. ¡Alá!, pensé. Nosotros no hemos hecho esto. Pero nadie nos creerá. Yo hago lo que puedo por alejarme de los problemas, pero los problemas me siguen a cualquier parte que vaya. Y esta vez me han cogido.
El inspector le dijo a Znagui: ¿Es éste uno de los dos?
Sí. Es el que me ató. Y el otro, Mustafa, me pegó con una porra. Y mientras me pegaba, éste llevaba un cuchillo en la mano. Dijo que me mataría si gritaba.
¿Yo? ¿Yo hice eso?
Sí. Tú me hiciste eso, dijo él.
Me quedé pálido. Pensé: Fíjate en cómo una mentira puede caer de pronto del cielo y golpearte”.
En una de esas cartas de En contacto, fechada el 11 de diciembre de 1962, Paul Bowles le escribe a Jane Bowles desde Nueva York haciendo la siguiente referencia a Larbi Layachi y Una vida llena de agujeros:
[…] No te preocupes por Larbi. Quiero decir, dale dinero si realmente lo necesita, pero no demasiado, porque entonces su crédito se acabará y ya sabes cómo son los marroquíes sobre el dinero gastado. Nunca dan la impresión de contarlo. Lo que les interesa es el futuro inmediato. Hoy he firmado el contrato para su libro y recibirá unos trescientos dólares cuando yo vuelva a Tánger, y más cuando entregue el manuscrito definitivo. Pero no le menciones sumas. Limítate a contarlo todo para que yo sepa cuánto te debo y cuánto me debe él. ¿Puedes hacerlo sin que ello suponga una carga excesiva para ti? Sé que las cifras son lo que te resulta más difícil. […] Espero que el contrato de Larbi se firme sin problemas porque, a pesar de que yo lo he firmado, William Morris aún encuentra cosas que objetar en él y, por supuesto, Grove Press no ha firmado ni enviado un cheque como anticipo de los derechos. Sin embargo, sé que están entusiasmados y sólo tienen elogios para él, por lo que también estoy agradecido. Observé en la carta más reciente de Larbi que ha dejado de trabajar para Stuart, sobre lo cual comenta: gracias a Dios. Y me pregunto si no será porque piensa que ahora puede vivir sin trabajar. Espero que no sea estúpido hasta este punto. En cualquier caso, estaré allí tan pronto que no hay mucho de qué preocuparse. Se lo explicaré todo. Si realmente está necesitado… si su mujer da a luz al niño o necesitan comida, es natural que reciba lo que creas oportuno. Supongo que cinco mil por semana estará bien. Sólo cobrará un poquito menos cuando yo vuelva. Pero no temas que me dé un ataque si cobra demasiado. Lo que debe recibir en particular es la promesa de más dinero a mi regreso, a fin de que no desaparezca. Sería trágico que lo hiciera en estos momentos. Es de locura ver estos contratos impresionantes con derechos cinematográficos, de televisión, internacionales, etc., todos con su nombre inventado en la primera página. ¿Te lo imaginas? Y después ir a Grove Press y ver su publicidad anticipada del libro y recordarle a él y su taguia*. Todo es muy gracioso.
*pequeño gorro marroquí.
Podría tratar de hacerme el interesante y contarles más cosas acerca de esta novela, pero Paul Bowles ya lo contó todo en el prólogo que escribió para el libro. Así que mejor me callo y leen ustedes sus palabras:
INTRODUCCIÓN
Paul Bowles
La persona que inventó este libro y, junto con él, el nombre de Driss ben Hamed Charhadi, es un musulmán norteafricano de carácter reservado y apacible. Sus antepasados proceden de una lejana región montañosa en la que, sin embargo, se habla más el árabe magrebí que la lengua bereber. Es totalmente analfabeto. Su forma de hablar el magrebí es correcta y clara. Como la de un campesino, está salpicada de proverbios y de locuciones propias de la vida en el campo. El hecho de que la traducción y compilación de esta novela no haya ofrecido excesivas dificultades se debe sobre todo a la seguridad que demuestra el autor cuando cuenta una historia. Sabe de antemano lo que va a decir, y lo dice de manera sucinta y convincente.
Este libro nació de una forma inesperada. Charhadi solía hacer un alto en su camino para visitarme, normalmente por las tardes, cuando volvía a su casa del cine. Una de esas tardes había ido a ver una película “histórica” egipcia. La gente en esta parte del mundo tiende a confundir las películas con los noticiarios de actualidad. ¿Cómo era posible, quería saber Charhadi, que la ciudad de El Cairo hubiera sido totalmente destruida sin que él hubiese oído la noticia en la radio?
Cuando le expliqué cómo se hacían las películas de ficción y el propósito que éstas tenían, lo que le impresionó especialmente fue el hecho de que no estuviera prohibido “mentir”. Le dije que nadie consideraba el cine en esos términos. “¿Y los libros, como los que tú escribes?”, prosiguió. “¿También son mentiras?”.
-Son historias, igual que Las mil y una noches. Cuando Tú te refieres a ellas no las llamas mentiras, ¿verdad?
-No, porque son verdad. Sucedieron hace mucho tiempo, cuando el mundo era diferente de como es ahora, eso es todo.
No quise entablar una discusión sobre ese asunto. En lugar de eso, le pregunté: “¿Y qué me dices de las historias que cuentan a veces los campesinos en la plaza del mercado? ¿También son verdad?”.
-Ah, eso son sólo historias. Todo el mundo sabe que son únicamente para divertir.
-Lo mismo que mis libros. Y lo mismo que las películas. Todo el mundo sabe que son sólo historias.
-Y no está prohibido -dijo, hablando a medias para sí mismo-. ¡Pero entonces cualquiera tendría derecho a hacer un libro! ¡Yo mismo, o mi madre! ¡Cualquiera!
-Exacto. Cualquiera puede hacerlo, si tiene una historia que contar y sabe cómo contarla.
-¿Y no tiene que enviarlo al Gobierno para que dé su autorización?
-No en mi país -le dije.
Unos días más tarde me llamó por teléfono. “¿Puedo verte esta noche? Se trata de algo importante”.
Acordamos la hora y vino a mi casa. Tardó en abordar el motivo de su visita. Por fin, dijo: “He estado pensando. Quiero hacer un libro, con la ayuda de Alá. Tú lo podrías traducir a tu lengua y dárselo a la fábrica de libros en tu país. ¿Estaría eso permitido?”.
-Ya te dije que está todo permitido. Pero hacer un libro supone mucho trabajo. Llevaría mucho tiempo.
-Entiendo. Y tú no tienes tiempo.
-Lo tendría, si el libro fuese realmente bueno. La única forma de saberlo es que me cuentes alguna historia. Ven mañana por la noche y probaremos.
Cuando llegó Charhadi a la noche siguiente, dijo: “Estuve pensando ayer por la noche antes de dormir, y ya sé todo lo que quiero contar”.
Se sentó en la m’tarrba* junto a la chimenea. Coloqué el micrófono delante de él y conecté un magnetofón. Al cabo de un buen rato, empezó a hablar.
Me di cuenta enseguida de que, fuera cual fuera el resultado de la historia, su forma de contarla no dejaba nada que desear. Era como si hubiese memorizado todo el texto y hubiera pasado semanas ensayando; no había ningún indicio de que lo estuviera improvisando. Aproximadamente una hora después, ya teníamos grabado “El cable” en su totalidad.
-Esa historia no es el principio -dijo-. Pensé que te la contaría en primer lugar, para ver si te gustaba.
-¿Y a ti, qué te parece? -repliqué.
-Creo que es una buena historia, pero a lo mejor no hay nadie más que lo crea.
-Suena muy bien en magrebí -dije-. Pero no puedo decirte nada más hasta que la traduzca al inglés.
Cuando hube traducido la primera media docena de páginas, le dije que, en mi opinión, debíamos continuar.
-Hamdoul’lah -dijo Charhadi-. Gracias a Dios.
Unos dos meses más tarde había acabado de traducir al inglés “El cable”. Desde el principio supe que mi traducción debía ser literal, para preservar el estilo cuanto fuera posible. No era necesario añadir, suprimir ni cambiar nada.
Durante ese tiempo, mientras revisábamos el texto oral palabra por palabra, Charhadi venía a verme varias veces por semana. El material apócrifo que descubrimos mediante esas revisiones tenía en sí mismo un notable interés etnográfico y filológico, y habría bastado para llenar todo un libro.
Un día, cuando faltaba poco para que completáramos la traducción de “El cable”, Charhadi me pidió que volviera a ponerle la grabación desde el principio. Cuando iba por la mitad, me gritó: “¡Por favor, para la máquina! Quiero decir algo más aquí, si te parece bien”. Lo que insertó no era un incidente suplementario: era una secuencia que otorgaba al relato una sensación de paso del tiempo. Con la certeza intuitiva de un consumado narrador, la colocó precisamente en el lugar en que produciría el efecto deseado. A lo largo del tiempo en que dictó el libro, no insertó en el texto original más de media docena de fragmentos de este tipo.
Uno de ellos fue el breve episodio de “El pastor”, en el que el protagonista insiste en pasar la noche en la tumba de Sidi Bou Hajja, para ver si aparece el “toro con cuernos”. Después de añadirlo y tras haberlo escuchado en el magnetofón, decidió que no era interesante y que debía ser eliminado. Fue la única ocasión en la que discutimos. Yo quería incluirlo porque, aun siendo un pasaje incidental, era una clara ilustración de la persistencia de una creencia preislámica: la aparición de un antiguo dios en un lugar cuyo carácter sagrado ha sido establecido por la fe usurpadora. -En algunas celebraciones campestres, todavía decoran el toro con flores, cintas y medallas, y lo llevan por las calles al lugar del sacrificio-. Le expliqué el motivo por el que creía que debíamos incluir el pasaje, sabiendo de antemano que desaprobaría cualquier insinuación de que sus antepasados pudieran haber tenido otras creencias antes de abrazar el Islam. Por fin, aunque sin excesivo entusiasmo, me permitió incorporar el episodio y ya no volvimos a discutir sobre el tema.
Un buen narrador es capaz de mantener la tensión casi por igual en cada una de las partes de su relato. Esto lo conseguía Charhadi aparentemente sin esfuerzo. No dudaba nunca; tampoco variaba nunca la intensidad de su elocuencia. Cuando en más de una ocasión le pedí obstinadamente que me diera su opinión personal sobre el comportamiento de alguno de los protagonistas, se mostró reacio a ello. Es posible que al haber creado a sus personajes a partir de gente que conocía en la realidad, se resistiera a emitir un juicio moral sobre ellos. De vez en cuando, repetía algún pasaje antes de que lo grabáramos. Puede que, en esos momentos, mis reacciones influyeran en su decisión de incluir o eliminar ciertos detalles, pero yo no hice ninguna sugerencia en un sentido o en otro. Aparte de las excepciones mencionadas y de los escasos pasajes cuya inteligibilidad dependía de una mínima elaboración, el procedimiento que seguí en mi trabajo fue el de considerar que, una vez grabado el material en la cinta, éste sería definitivo e inalterable.
*tipo de colchón.
Incluso una vida llena de agujeros, una vida en la que no hay nada salvo la espera, es mejor que ninguna vida.
Comentario de Charhadi a un proverbio magrebí que dice que es mejor no vivir que tener una vida llena de agujeros.
Ojalá Capitán Swing se decida a editar los títulos que todavía no han sido traducidos al castellano, empezando por Five Eyes, un libro de relatos de Abdeslam boulaïch, Mohamed Choukri, Larbi Layachi, Mohamed Mrabet y Ahmed Yacoubi, editados y traducidos por Paul Bowles y publicados por Black Sparrow Press, Santa Barbara, en 1979.
Nota: Los textos aquí reseñados de Una vida llena de agujeros de Larbi Layachi, pertenecen a la edición de Capitán Swing de abril de 2012. La traduccion es de Javier Talayero. Los textos de En contacto, pertenecen a la edición de Seix Barral de 1994, con traducción de Pilar Giralt Gorina.
Autor: Pedro Delgado Fernández
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