Peter Ross concibió la escritura de este libro dentro de su amor a los cementerios durante la reciente pandemia que ha asolado al mundo porque el único lugar donde se podía mantener al aire libre la distancia preventiva de 10 metros entre las personas era en los cementerios. Su interés se basa en que, deambulando por los cementerios, se le ocurrió pensar que “si la imaginación es un músculo, los cementerios son su gimnasio”. El asunto puede parecer macabro, pero lo apruebo. Uno de mis libros favoritos es el de Cees Nooteboom en busca de las tumbas de los grandes escritores (en Siruela). Pero Ross confiesa que su intención no es buscar el lugar de reposo de los grandes hombres; lo dice en el cementerio de Kensal Green, “el Valhalla de Inglaterra”, el de más alto rango de los siete magníficos de Londres. En él, tras venerar las tumbas de Wilkie Collins, Thackeray y Trollope, confiesa que prefiere ocuparse de las de los desconocidos, que son las que verdaderamente lo empujan a ejercitar su imaginación.
El libro es una verdadera recopilación de trato entre los muertos que yacen apaciblemente confiados en que un día volverán a reunirse con los suyos y aquellos que, ya tranquilos, sólo esperan disfrutar de su “tumba con vistas” sin molestar a nadie y sin otras aspiraciones que mantenerse en reposo eterno, aunque, como cuenta el autor, no están exentos de accidentes naturales que los mezclen y los revuelvan; Ross hace un repaso de lo más entretenido, que va desde el primer cementerio-jardín (Kensal) a los horrores de los enterramientos a pelo con montoneras de huesos debido a la falta de espacio; porque ese es un asunto serio: no habría sitio para tantos muertos si ahora no fuera costumbre mayoritaria incinerar a los muertos.
El cementerio de Glasnevin contiene millón y medio de personas, más que los habitantes del Dublín actual
El volumen de Peter Ross es como un libro de cuentos e historias y, a poco que se apoya en la imaginación, lo convierte en amena literatura. Hay de todo: desde el cementerio de la isla en el lago Shiel, al que hay que acceder por barco, hasta el cementerio de Glasnevin en Dublín, que contiene millón y medio de personas, más que los habitantes del Dublín actual. Visita la tumba de Lilias Adie, La Bruja, que sólo puede verse con marea baja, o la de Peter, El Niño Salvaje. Bajo la iglesia Holy Trinity descubre su cripta de los Huesos protegida por un aviso: “Huesos frágiles / Se ruega no tocar / Estos son nuestros antepasados / de hace 700 años / Respétenlos”. Y qué decir del cementerio de Crossbones, el lugar de reposo de las trabajadoras sexuales que habían recibido autorización de la Iglesia para ejercer su profesión.
Es un anecdotario sin fin que recoge toda suerte de historias desmitificadoras. La literatura ha creado camposantos como Spoon River o Comala. Lo cierto es que los cementerios, si uno tiene el alma en paz, son un recurso de la imaginación para acercar los mundos de acá y los mundos de allá y para relajarse y disfrutar de la belleza y tranquilidad con que se comunican serenamente la vida y la muerte bajo el cielo de la realidad.
Estoy seguro de que al autor de este libro le habría encantado descubrir la inscripción en una lápida española que recogió el gran periodista Luis Carandell: “Aquí yace don fulano de tal / En su vida hizo el bien y el mal / El mal lo hizo bien / y el bien lo hizo mal”. Hasta el humor visita estos encantadores recintos.
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