Una periodista judía se infiltra en las redes de supremacía blanca

Por The Objective  ·  07.02.2022

Talia Lavin es una periodista estadounidense judía y bisexual que encontró que su imagen era la primera en aparecer si alguien tecleaba «gorda sebosa judía» en los buscadores. Ella es una autora y periodista con residencia en Nueva York que ha escrito para The New Republic, The New Yorker y el Washington Post, entre otros, centrándose principalmente en la extrema derecha. Ha sido columnista de MSNBC Daily y colaboradora de GQ. Como escritora decidió seguir indagando en el submundo de trolls, extremistas, trumpistas, supremacistas y aceleracionistas de derechas durante más de un año y el resultado es el ensayo La cultura del odio: un periplo por la dark web supremacista (Capitan Swing, 2022).

Se fusionan varios elementos en este interesante ensayo que lo hacen destacar con respecto a similares indagaciones en la dark web como la de la periodista Angela Nagle que van más allá de ser la última actualización sobre el tema. Por una parte, la tradición del periodismo infiltrado, Lavin como el mejor Günter Wallraff navega con destreza entre webs de citas nazis, y por la otra, una corriente de ensayo emocional en el que la autora expresa los resultados de su experiencia en su psique.

«Quería hablar con gente de a pie, con hombres normales y corrientes que por casualidad se veían atraídos por una web de citas exclusiva para blancos […]. Sus aproximaciones rara vez eran abiertamente sexuales. No, lo habitual era que se mostraran considerados porque buscaban una pareja blanca para propagar la raza»

Talia Lavin en ‘La cultura del odio’

En este sentido muchas de las emociones que quedan plasmadas en el ensayo son capaces de encoger el corazón porque, en silencio, Lavin presencia numerosas veces como en grupos de Telegram se comenta la posibilidad de violarla, o por los ataques virales de los que fue víctima al filtrar en su Twitter mensajes de las redes incel. 

El ensayo empieza con una sensación de peligro generalizado en la autora a causa de los mensajes de apología del asesinato recibidos mientras escribía reportajes acerca de los movimientos de la extrema derecha. Como hay mucho contenido antisemita en esos mensajes Lavin dedica el primer capítulo a rastrear históricamente este fenómeno de odio. Relaciona la pandemia y la reacción antiasiática con el antisemitismo: los judíos fueron culpados por la Peste Negra y encerrados en pogromos. La autora explica el importante rol de chivo expiatorio que injustamente sufrieron sus ancestros y señala una falsa conspiración de mezcla racial como simple pretexto para el odio. También asegura que los neonazi se han infiltrado a propósito entre los antivacunas. 

A partir de 2019 las grandes redes sociales empezaron a prohibir cierto tipo de contenido que se refugió en Telegram. Lavin entonces decide infiltrarse en hasta noventa canales que descubre están segmentados profesionalmente por edades y que son cuentas generadoras de memes que posteriormente se comparten por otros canales. Hay también algunos grupos en los que estos elementos se mezclan con la cultura preparacionista y se convierten en guías de supervivencia en caso de su esperada guerra racial.

En esos canales encuentra planes para violarla, los siegeheads que siguen al neonazi James Mason, muchas referencias a su libro supremacista Siege, terroristas convertidos en santos, memes crueles de 8chan y propuestas para la construcción de Estados étnicos. Se topa también durante su periplo con los aceleracionistas de ultraderecha y sus planes de guerra civil, aunque olvida mencionar a Nick Land y todo el trasfondo de la corriente aceleracionista que incluye también movimientos de izquierdas. 

Por supuesto, Trump y sus seguidores juegan un importante papel en todas esas redes, pero Lavin descubre algo muy curioso: comentarios contra el yerno del expresidente, Jared Kushner, que es judío, inician un movimiento contrario al presidente en redes demostrando que es difícil de satisfacer las demandas más extremistas incluso para el gabinete de Trump.

Todo ese odio contra los judíos tiene clones igualmente de terribles con las mujeres y los homosexuales. Aunque siguen culpando a los mismos: el plan de feminismo y el llamado globohomo es una disolución cultural que forma parte de la guerra racial judía. Hay muchas demostraciones de cultura de la violación, una crónica del GamerGate (campaña de acoso en línea, inicialmente realizada mediante el uso del hashtag #GamerGate, que promovía el sexismo y el antiprogresismo en la cultura de los videojuegos) y una constante degradación sexualizada al hablar de mujeres. 

«Los participantes del GamerGate afirman que el feminismo y toda causa progresista intenta asfixiar la libertad de expresión, uno de sus valores más preciados. Reaccionan así contra lo que consideran la dominación del mundo por parte del multiculturalismo global y aborrecen el auge del feminismo popular»

Talia Lavin en ‘La cultura del odio’

En este punto, el ensayo entra en una nueva fase muy gonzo. La autora decide crear una cuenta en una red de citas para supremacistas en las que se hace pasar por una pequeña cazadora rubia preocupada por la preservación de la raza («tu cita podría evitar un genocidio») y recibe miles de mensajes de hombres preocupados por tener hijos blancos y una pareja que cumpla con los estereotipos de género, preferiblemente que se quede en casa encargada de la crianza. La gota que colma el vaso cae en el momento en el que empieza a hablar con nazis europeos y termina intimando con un terrorista ucraniano. 

Superada esa pesadilla, con muchas dosis de paranoia, esta vez decide infiltrarse en las redes de incels haciéndose pasar por un joven mozo despechado. Ese es el nombre que emplean los célibes involuntarios, como si formaran parte de una guerra cultural en el que las mujeres han dejado de atender la oferta del mercado sexual mientras crecía la demanda. Sienten el sexo como un derecho que les ha sido negado y cuentan con numerosos atentados terroristas (contra mujeres) a sus espaldas. Aquí Lavin descubre que estas redes están segmentadas por razas porque en realidad hasta un 40% de los incels no son blancos estadounidenses. 

«Los ínceles han transformado esos impulsos humanos naturales en una visión integral y grotesca del mundo basada en dos pilares: la misoginia y el odio a uno mismo. Su odio a las mujeres, indistinguible del deseo y la nostalgia, es visceral; también lo es el odio que proyectan hacia sí mismos y su desesperación»

Talia Lavin en ‘La cultura del odio’

Hay muchos momentos durante la lectura del ensayo en los que indudablemente el lector se preguntará cómo la periodista pudo soportar todo aquello. Pero su misión aún no termina: para finalizar se infiltrará en las redes más místicas del supremacismo. Allí descubre toda la reinterpretación nazi del paganismo tradicional (que en Europa tiene la figura de Varg Vikernes) y la escisión supremacista de la corriente principal del Thelema de Aleister Crowley. El sorprendente final de esta etapa llega cuando los miembros de estas redes quedan en el bosque para pelearse como si fuera El club de la lucha (Fincher, 1999) con la finalidad de recaudar fondos. 

Incluso más allá de sus particularidades está claro el enorme valor del ensayo de Talia Lavin como testimonio de ciertas corrientes ocultas actuales que aportan contexto tanto a la geopolítica mundial y a muchas de las guerras culturales del presente. La cultura del odio es un testimonio de sinceridad desbordante, a menudo incómodo, que aunque se centra en Estados Unidos y sus tribus sin duda puede servir para establecer todo tipo de paralelismos en similares comunidades cercanas. 

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