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Una historia particular

Por El Progreso  ·  12.03.2010

La historia de la literatura tiene sus peculiaridades. Puede ser cruel, y convertir a los venerados en vida en cadáveres literarios dignos de un donoso escrutinio como el que el ama y el cura llevan a cabo en la biblioteca de Don Quijote.

En ocasiones toma el disfraz de una crueldad particular, como es la ironía. Uno de los casos de ironía literaria más curiosos que conozco es el de Daniel Defoe.

De origen modesto, dedicó la mayor parte de su vida con la pluma a la escritura de diversos opúsculos y libelos. Solamente en 1719, a los cincuenta y nueve años de edad, escribió la historia del marinero Alexander Selkirk, perdido en el archipiélago chileno de Juan Fernández. Es Robinson Crusoe. El triunfo le había llegado con algo que nunca había escrito… y que no es lo mejor que escribiría. En 1722 compuso el ‘Diario del año de la peste’, pieza maestra de la novela histórica.

En 1726, el ya famoso Defoe agarró la pluma para retomar el estilo panfletario que tantos años le había sostenido y componer la ‘Historia del diablo’, que ahora reedita Capitán Swing, una editorial joven, con una trayectoria interesante que incluye obras de Friedich Engels o Henri Pirenne y con algunos pecados, como elegir un traductor que desconoce el uso de las mayúsculas en español.

No esperen encontrar un tratado de esoterismo digno de una feria. Los escritores que —como Defoe, Giovanni Papini o Vicente Risco— escriben sobre el diablo se lo toman muy en serio. Tanto que se cuenta que Risco prohibió la reedición de su obra sobre el personaje por miedo a su destino en el más allá.

Defoe hace un repaso en dos partes acerca de las peripecias del Enemigo. Por la primera vemos desfilar en largos pasajes al poeta John Milton y su ‘Paraíso perdido’ y al Diablo en su vestidura más tradicional, la de tentador de Adán y Eva. La erudición de Defoe en materia religiosa, como puede comprobar cualquiera que haya leído su ‘Robinson’ en una versión no expurgada, era enorme y luce aquí de manera especial, a despecho del carácter lúdico de la obra.

En la segunda parte, el anglicano autor carga las tintas contra la jerarquía católica, de manera que el avisado lector acabará la obra con la conclusión de que el diablo no solamente existía sino que en esa época se encarnaba en los próceres de la Iglesia.

No nos quedemos, en cualquier caso, con ese negativo final sino con el valor de una obra plena de ironía que satisfará a todos aquellos que pretendan acercarse a las obras más heterodoxas de la siempre interesante literatura inglesa del siglo XVIII.

Javier Nogueira

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