No había leído ningún libro de la editorial Capitán Swing, cuando desde su departamento de prensa me escribieron para ofrecerme El arte de perderse (2005), un ensayo de la norteamericana Rebecca Solnit (San Francisco, 1961). Recordaba que hace unos años sonó de esta autora el libro Los hombres me explican cosas (2015), que me quedé con ganas de leer en 2016 o 2017. Al final acordamos que me enviarían los dos. He empezado por El arte de perderse, que aunque ha llegado más tarde a España, en realidad fue escrito una década antes.
Este libro está formado por nueve textos interrelacionados. La relación es tan fuerte que, de hecho, los capítulos (o relatos, o pequeños ensayos) impares tienen todos el mismo título: El azul de la distancia.
En la contraportada se habla de «ensayos autobiográficos» y, como explicaré a continuación, Solnit juega a la hibridación de géneros, puesto que en algunas páginas sí que desarrollará ideas, como uno espera al leer un ensayo, y en otras hablará de su vida, como uno esperaría al leer un relato autobiográfico. La tensión que consigue entre estos dos extremos será uno de los grandes atractivos de su propuesta.
Normalmente yo leo narrativa, y cuando me decanto por el ensayo suelo leer libros de economía, que uso para mis clases en el colegio donde trabajo. Así que cuando abrí El arte de perderse no tenía muy claro con qué me iba a encontrar. El primer texto, de unas veinte páginas, se titula La puerta abierta y en la primera página, cuando Solnit nos habla de la primera vez que se emborrachó, con unos ocho años, tuve la sensación de estar leyendo una narración de Charles Bukowski o de Jack London, dos escritores que han tratado este tema en sus libros autobiográficos. A continuación empieza a hablar de tradiciones judías (su padre es descendiente de una familia de judíos del Este europeo que llegaron a América a principios del siglo XX), y entonces empiezo a pensar en Henry Roth o Philip Roth. Así que la apuesta de Solnit me lleva a pensar en algunos de mis referentes en narrativa norteamericana. Sin embargo, la pura narración da pie al ensayo cuando la autora antepone las ideas y la reflexión a los recuerdos (aunque siempre los acaba entrelazando). Coincido con su idea del placer que le causa perderse de forma controlada, avanzar por una ciudad o un bosque sin saber exactamente dónde está. A partir de ahí, una idea obsesiva y recurrente recorrerá las páginas de este libro: «Me encanta salirme del camino, ir más allá de lo que conozco y encontrar el camino de vuelta recorriendo unos cuantos kilómetros de más, por un sendero diferente, con una brújula que discute con un mapa, con las indicaciones contradictorias y poco rigurosas de desconocidos» (pág. 15). Frente a la rapidez y la eficacia capitalista de los tiempos modernos, Solnit nos propone la mirada desde los márgenes, sucumbir al deseo de no saber dónde estamos, algo que le recuerda a la libertad de la infancia. «Esas historias que hacen que lo familiar se vuelva otra vez extraño, como las que me han revelado paisajes perdidos, cementerios perdidos, especies perdidas alrededor de mi propia casa» (pág. 15). Además de proponer este arte de perderse de una forma física y real, Solnit también nos invita a perdernos dentro del pensamiento y la reflexión, ya que el artista es aquel que «deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad» (pág. 8).
Me han llamado mucho la atención las reflexiones que se vierten aquí sobre el rescate de personas perdidas en las Montañas Rocosas, y cómo lo contrasta con el deambular por territorios desconocidos de los pioneros americanos. Nos perdemos en la naturaleza, nos dice Solnit, porque ya no sabemos leer su mapa, no sabemos posicionarnos por las estrellas, ni conseguir alimentos. «Parece que los pobladores de la Norteamérica del siglo XIX rara vez se perdían de una forma tan calamitosa como la de aquellos a los que encuentran, vivos o muertos, los equipos de búsqueda de rescate» (pág. 15).
En este libro acabarán teniendo una gran importancia los mapas, pero no aquellos que nos guían sin dudas, sino los antiguos, los que contienen referencias a la terra incognita. Hasta el siglo XIX, la California natal de Solnit se representaba como una isla o un territorio aún no explorado. Éste será un símbolo que recorrerá el libro, un libro lleno de citas y referencias. En este primer capítulo se hablará del poeta John Keats, o de los narradores Henry David Thoreau o Virginia Woolf, expertos en perderse física o mentalmente.
En el segundo ensayo se nos empieza a hablar del color azul, que será el color del horizonte para los pintores del Renacimiento, pero también el color del anhelo. Las reflexiones sobre el color azul entroncarán con ideas del primer ensayo, cuando Solnit se adentre en la tierra de un lago seco buscando el horizonte, disfrutando como ya sabemos de estar momentáneamente perdida.
En el tercer ensayo (o capítulo), Solnit nos hablará de las raíces judío-europeas de su familia paterna. De cómo aquellas personas que no llegó a conocer del Viejo Continente se lanzaron a lo desconocido a través de un viaje de miles de kilómetros. Como ya he comentado antes, hay momentos en los que las páginas de Solnit parecen una narración de autoficción, como un cuento de Lucia Berlin.
En más de una ocasión me he encontrado pensando en los cuentos de Modo linterna del argentino Sergio Chejfec, unos cuentos en los que más que la tensión narrativa propia de un relato corto, primaba la reflexión. Aunque algunas de las páginas de Solnit son más abiertamente ensayísticas que las de Chejfec, sí que he sentido una conexión en su deseo de encontrar propuestas híbridas entre géneros. De hecho, en sus cuentos (o ensayos, o como queramos llamarlos), Solnit va enlazando ideas, engarzadas a veces de un modo sorprendente, que consigue que confluyan al final, en efectivos y hermosos cierres, que aúnan las ideas de un ensayo y además conversan con las de otros.
A Solnit le gustan las narraciones testimoniales y autobiográficas, y en El arte de perderse hay más de una referencia a narraciones en las que, por ejemplo, un norteamericano (o más bien norteamericana) se convierte en cautivo de los indios, y cómo esto supone una transformación para esa persona, que deja de estar perdida al transformarse en otra. También se hace referencia al testimonio casi fantástico de Cabeza de Vaca y su exploración por el sur de Estados Unidos, donde convivió con varias tribus nativas, sufriendo mudas de piel como una serpiente. «Hay quienes reciben de nacimiento una identidad que les resulta suficiente, o que al menos no cuestionan, y hay quienes emprenden el camino de la reinvención, por supervivencia o por placer, y viajan muy lejos. Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en la que habitan; algunos tenemos que prender fuego a esa casa, encontrar nuestro terreno, empezar a construir desde cero, pasar por una especie de transformación psicológica. Cuando la transformación es cultural, la transición es mucho más dramática», nos dice Solnit en la página 65. En más de una ocasión se insinúan los problemas en la infancia de la autora, que la han obligado a convertirse en otra persona mediante un proceso de pérdida o de búsqueda.
Si bien la juventud de Solnit está asociada a las ciudades de la década de 1980, unas ciudades que ya mostraban una decadencia postindustrial, con multitud de puertos o edificios abandonados, donde parecía lógico abrazar los presupuestos oscuros del punk, en su madurez ha preferido perderse siempre en los bosques, o más bien en los desiertos. Son muy bellas las páginas en las que describe la vida que bulle en los desiertos, convirtiendo El arte de perderse en un libro de clara vocación ecologista. En relación con las ciudades decadentes y el punk, es emocionante el retrato que hace de una amiga de aquella época, que dilapidó su talento, juventud y belleza en el quemar de las noches y los excesos. «¿Qué son las ruinas, al fin y al cabo? Son construcciones hechas por el hombre que se han abandonado y han quedado a merced de la naturaleza salvaje: son lugares donde uno puede esperar encontrar lo desconocido, con todas sus revelaciones y todos sus peligros» (pág. 70).
El azul de la historia del blues y el folk, el azul de los cuadros de Klein, el azul de la lejanía en el desierto. «Las protagonistas en los ensayos son las ideas que a menudo evolucionan de forma muy similar a como evolucionan los personajes, incluidos los desenlaces sorprendentes» (pág. 113).
Ya he dicho que en más de uno de los ensayos, el impulso de Solnit es puramente narrativo –al estilo de la autoficción–, pero la lógica del relato tradicional se rompe aquí porque la autora no juega con la idea de la tensión narrativa, ni de la economía de medios del relato, sino que deja su mente divagar o perderse. Así que la experiencia de leer estos ensayos acaba siendo diferente a la de leer un relato, la tensión narrativa se sustituye por el misterio de las ideas que se asocian con otras, algo que crea momentos de gran belleza y que asocia sus textos con el deslumbramiento de la poesía. Se cita al poeta norteamericano Robert Hass, del que leí un libro hace años, y ese espíritu de la poesía intelectual norteamericana está en Rebecca Solnit. El arte de perderse es un libro muy bello que nos invita a abandonar el camino seguro y a perdernos sin considerar que estamos en realidad perdidos, un libro profundamente ecologista, evocador, misterioso y bello. Una gran lectura.
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