Desde València hasta el Ártico hay una distancia de 4.500 kilómetros. Quizá por ello, usted no le da demasiada importancia al deshielo. Es difícil encontrar una relación directa entre el bloque de agua congelada que se desploma hacia el mar y la gota fría que inundó en 2019 parte de la costa mediterránea española. También habrá quien piense que eso de frenar el calentamiento global no está en sus manos; que lo hagan los gobiernos, vaya. Algunos mirarán con dudas esas recomendaciones que hablan de cambiar los hábitos de consumo para salvar el planeta. Otros, se escudarán en aquella vieja excusa del “a mí no me afecta” o “no llegaré a vivir la destrucción del planeta”.
Con la crisis climática toda la población peca de negacionista. Unos más y otros menos. Entender las razones, no en vano, es el primer paso para dejar atrás la culpa climática y pasar a la acción. Así lo entiende el ambientólogo y divulgador Andreu Escrivà en su nuevo libro Y ahora yo qué hago (Capitán Swing), un análisis completo de la coyuntura ecológica que viven las sociedades del presente. El ensayo, alejado de los clásicos recetarios que buscan decir cómo actuar, aborda las causas que han llevado a la humanidad a estar en uno de los puntos climáticos más adversos del momento.PUBLICIDADAds by Teads“Es necesario romper con la imagen de que somos los buenos de la película”
“Es importante saber de donde vivimos para saber a donde queremos ir”, advierte a Público Escrivà. El camino que ha recorrido el ser humano ha sido largo. Han pasado muchas cosas desde que hace más de 120 años el científico Svante Arrhenius calculase lo que le ocurriría al planeta si se duplicaran las cantidades de CO2 en la atmósfera. Sin embargo, el triunfo del liberalismo y el individualismo con el tándem Reagan-Thatcher ha sido determinante para comprender cómo la desaparición de los valores colectivos, en pro del individualismo, limitó la capacidad de acción climática del planeta entero.
Sin embargo, este ensayo se aleja de la narración clásica que confronta a los malos –las multinacionales y los gobiernos– de los buenos –la sociedad–. De esta forma, otorgando a cada actor social su responsabilidad dentro de la crisis climática, Escrivà se centra en las masas. “Es necesario romper con la imagen de que somos los buenos de la película. Sin restar importancia a lo que haya podido contaminar Exxon Mobil, los individuos también tenemos responsabilidad en esto”, explica el autor.
En cierta medida, estas páginas tratan de buscar una respuesta a aquellos que, desde la frustración, se preguntan por qué han de llevar una vida cotidiana más sostenible mientras las multinacionales contaminan con el beneplácito de las instituciones. Las soluciones individuales, sin embargo, no son transformadoras, asume el autor, pero son el primer paso hacia el cambio. El problema, para este ambientólogo valenciano, no radica en las soluciones individuales, sino en pensar que sólo podemos actuar como individuos.”El neoliberalismo ha triunfado y ha conseguido que pensemos que sólo podemos hacer cosas si actuamos de forma individual”
Es en ese punto, cuando, la propia inercia del cambio de hábito –el transporte en bici, separar los residuos, limitar el tiempo bajo la ducha, etc.– puede llevar a muchos a avanzar hacia lo colectivo. “El neoliberalismo en su versión salvaje ha triunfado y ha conseguido que pensemos que sólo podemos hacer cosas si actuamos de forma individual, pero podemos ir más allá y no entender nuestras acciones como algo aislado”, agrega el escritor. En otras palabras, la lucha social contra el cambio climático puede servir para resucitar aquellos valores perdidos en la segunda mitad del siglo XX, lo común, y popularizar estilos de vida sostenibles.
Dialogar, ejemplificar, empoderar, debatir, crear grupos de consumo o, por ejemplo, convencer a tus vecinos de un cambio en el edificio para mejorar la eficiencia energética, son algunas de las recetas que Escrivà da para lo que llama “escapar de la culpa climática”. Después, toca exigir. Unirse para transformar pasa también por la movilización, por “no confiar en que el modelo de producción cambiará de manera espontánea”.”No podemos pregonar el fin del mundo y esperar que la gente actúe”
En su análisis, se reclama una dosis de imaginación: eso que los ecologistas resumieron con el eslogan “pasar de la distopía a la utopía”. El panorama presentado por la ciencia y los medios de comunicación es negro. Ese abismo futuro es contraproducente a la hora de tejer acciones, tal y como opina Escrivà. “No hay que confundirlo, la crisis climática contada sin analgésicos es muy grave, pero no podemos caer en catastrofismos porque es contraproducente. No podemos pregonar el fin del mundo y esperar que la gente actúe”, analiza.
“Estamos empapados de un derrotismo que ha conseguido carcomer todas las instituciones del mundo y que todo se vea desde el prisma del ‘yo’ y en términos de rentabilidad. Todo esto nos impide poder imaginar un horizonte a futuro”, comenta. El catastrofismo, a menudo en titulares que simplemente se ajustan a la realidad de los informes científicos, genera una sensación de un futuro negro, lo que puede ensalzar esa suerte de carpe diem contaminante; “para que voy a cambiar mi forma de vida si el planeta terminará siendo inhóspito”.
En virtud de ello, imaginar un futuro diferente y sostenible, por muy ilusorio que parezca, se presta tan esencial para luchar contra la crisis climática como disminuir la ingesta de carne y organizarte socialmente. Todo ello, encaminazo a desmaterializar el deseo. “El capitalismo se aprovecha mucho de esa rápidez y ausencia de progreso, nos ofrece la sensación de plenitud a través de cosas materiales que no necesitamos y que además refuerzan la catástrofe a la que nos dirigimos”, enfatiza.
“¿Qué queremos? ¿Huir despavoridos de un futuro que no ha llegado o construir o empezar a construir el sitio al que queremos ir, aunque no sepamos cómo ir?”, zanja.
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