10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
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Siempre me han interesado los personajes o personas que huyen de la civilización y acuden a la naturaleza: las montañas, los mares o los desiertos, para así aprender más de sí mismos, y mejor si dejan un testimonio de sus experiencias. Y digo personajes por recordar ahora mismo la excelente película de Sidney Pollack Las aventuras de Jeremías Johnson de 1972 sobre la que en su momento reflexioné sobre ella y escribí al respecto. En ella, el personaje principal interpretado por Robert Reford huía a las montañas, en busca de una nueva vida y lo único que sabíamos de él, era que venía de una guerra y no quería volver a vivir en una ciudad.

Pues bien, al comenzar a leer este libro: El solitario del desierto, con subtítulo – una temporada en los cañones-, es bastante inevitable el que se active todo el gran imaginario que poseemos de las películas del oeste o de vaqueros; la majestuosidad de los paisajes semidesérticos y el desierto, pues la narración se desarrolla en el Gran Cañón del Colorado, en la esquina donde confluyen los estados de Wyoming, Utah y Colorado, y es que el autor trabaja como guarda del servicio nacional de parques en el Monumento Nacional de los Arcos ( 1956-1957)  que llevará a repetir la experiencia en los parques nacionales de Casa Grande (1958-1959), Canyonlands (1965)  Everglandes (1965- 1966), Lees Ferry ( 1967) y Araviapa (1972-1974).

Este hombre es el autor de la novela El vaquero valiente (1956), que fue llevada posteriormente al cine, bajo el título “Los valientes andan solos” en 1962 donde el papel protagonista lo interpreta Kirk Douglas, que por cierto acaba de fallecer este mes de febrero. Pero volviendo a este texto, lo que nos narra E. Abbey con una prosa entre irónica y amarga, es su trabajo y su día a día, deteniéndose a contemplar la luz del desierto, los magníficos atardeceres y las variaciones de intensidad de la luz, así como la vegetación, con un conocimiento de plantas bastante sorprendente y con todos los sentidos a pleno rendimiento. Pero además, describe la vida que impone el desierto donde según sus propias palabras: “el tiempo pasaba con una lentitud extrema, como debería pasar el tiempo, con los días estirándose, largos, espaciosos y libres como los veranos de la infancia.”

Si hay un color que baña suavemente el libro y lo dota de profundidad, es el misticismo que lo va salpicando aquí y allá como las gotas de una tormenta golpean al polvo: “sueño con un misticismo duro y brutal en el que el yo desnudo se funda con un mundo no humano y sobreviva, sin embargo, de algún modo intacto, individual, indiferenciado. Paradoja y lecho de roca”.

De todas las excursiones que realiza a través de este vasto territorio, hay un capítulo dedicado a Havasu, una región de los indios havasupai, donde experimenta un mayor aislamiento y al que llama el Edén, de cataratas y huertos de cactus donde se dedica a no hacer absolutamente nada, solo contemplar y pasear. Es donde la narración gira hacia la búsqueda: “me volví nativo y me pasé días soñando en la orilla de las cataratas, y vagué desnudo como Adán bajo los álamos. Los días se volvieron salvajes, extraños, ambiguos, un elemento siniestro empapó el fluir del tiempo. Viví horas narcóticas en las que como el taoísta Chuang-Tse me preocupé por las mariposas y por quién estaba soñando qué. Me deslicé por grados de lo lunático, yo y la luna, y perdí hasta cierto punto, la capacidad de distinguir entre lo que era yo mismo y lo que no: mirando mi mano, veía una hoja temblando en una rama. Una hoja verde. Pensaba en Debussy, en Keats y Blake y Andrew Marwell. Recordé a Tom OBedlam. Y todos aquellos perdidos y nunca recordados. Daba paseos… daba paseos y en uno de ellos, el último que dí en Havasu recuperé lo que parecía estar desaparecido.”

Hay quien afirma que este libro en definitiva es como un rezo, y que la espiritualidad que lo atraviesa es muy sincera y rudimentaria. Yo lo constato, pero entre la variedad de sabiduría que destila está el ser escrito en 1968, la época en la que los estudiantes se reunían en Woodstcok y que comenzaba el debate conservacionista, sin embargo E. Abbey aquí ya había vaticinado lo que vendría, el debate sobre los parques nacionales y el turismo, y así en septiembre del presente año la revista National Geographic titula un artículo: El gran Cañón amenazado por el turismo y el desarrollo. Así que 50 años después de la publicación de este libro y planteándose Abbey las serias amenazas que veía para un entorno tan especial  el debate continúa y acertó en conocer las verdaderas amenazas: el crecimiento, el desarrollo y los intereses económicos. Precisamente titula un capítulo, polémica: el turismo industrial y los parques nacionales, donde dice: “estamos preocupados por el tiempo. Si pudiésemos amar el espacio tan profundamente como nos obsesionamos ahora con el tiempo, podríamos descubrir un nuevo significado de la expresión vivir como hombres.” Una frase verdadera como la que tuvo Teddy Roosevelt cuando visitando en 1903 el Gran Cañón dijo: “dejémoslo como está. El tiempo ha hecho aquí su trabajo, y el hombre sólo puede estropearlo.”

Además, aquí tiene cabida hablar de los indios navajos y de las problemáticas que tenían en aquella época para poder medio integrase en una sociedad consumista. Los puntos de vista que sostiene son de gran interés.

Ninguna parte del libro carece de interés, pasando por la época en la que existieron minas de uranio, hasta un suceso trágico que más bien parece sacado de una novela negra, pero sin dosis de morbo, sólo mostrado la dureza del entorno y las bajas pasiones humanas. Pasando por un encuentro de lo más curioso con un caballo solitario. Pero donde gana intensidad el texto es en la narración de cómo puede ser el calor del mediodía. “La hora del mediodía aquí es como una droga. La luz es psicodélica, el seco aire eléctrico narcótico. Para mi el desierto es estimulante, excitante, exigente, no siento ninguna tentación de dormir o de relajarme en sueños ocultos, sino más bien el efecto opuesto y agudiza y potencia la visión, el tacto, el oído, el gusto y el olfato. Cada piedra, cada planta, cada gramo de arena existe en sí mismo y para sí mismo con una claridad que ninguna sugerencia de un reino diferente oscurece. Solo la luz del sol mantiene las cosas juntas. La del mediodía, es la hora crucial: el desierto se revela desnudo y cruelmente sin más significado que su propia existencia.”

Un libro que posee la misma textura que la película de Sam Peckinpah La balada de Cable Hogue probablemente su obra maestra. Una vida tan marcadamente agreste y tan a la altura del desierto que tanto amaba, que  a la hora de morir pidió ser metido tan solo en un saco de dormir y enterrado al pie de un enebro (del que tanto le gustaba el olor que desprendía cuando lo quemaba en las hogueras) al que su cuerpo serviría de alimento. Fue su última transgresión humana. Así pues, todas las mañanas, el sol y el enebro se saludaran a través del negro vacío de ciento cincuenta millones de kilómetros.

Eduardo García Fernández – Psicólogo clínico