Virginia Woolf (1882-1941) quizá merecería ser una figura legendaria. Estaba en el momento oportuno y en el sitio adecuado. A saber, vivía (y, sobre todo, escribía) en Gran Bretaña en el período que los angloamericanos denominan modernism. O lo que es lo mismo, pertenecía a una de las tradiciones narrativas más sólidas de Occidente en una época de absoluto esplendor para las letras europeas. Por si fuera poco, fue ella misma la que puso fin a sus días. Este último detalle puede parecer un tanto frívolo, pero la posteridad, ay, también se nutre de elementos biográficos. Con todo, conviene no olvidar lo esencial: Virginia Woolf tenía talento.
Los escritores y artistas que integraban el modernismo literario se caracterizaron por su deseo de innovación formal, por una búsqueda casi obsesiva de la pureza artística que les sirviese, entre otras cosas, para distinguir sus productos de las meras mercancías; para combatir, a su manera, el tipo de sociedad que el modo de producción capitalista estaba transformando irreversiblemente. Siempre que se piensa en figuras insignes en lengua inglesa correspondientes a este período son otros los nombres que surgen: James Joyce, T. S. Eliot, Ezra Pound… Pero he aquí que el irrepetible Erich Auerbach, a la hora de concluir su Mímesis –quizá la mejor obra de teoría literaria de todos los tiempos, en la que cada capítulo está consagrado a un autor y obra– no dedicó sus páginas finales a ninguno de ellos. No, la protagonista de “La media parda” –así se llama ese último capítulo– no es otra que Virginia Woolf.
Muchos de los frutos del modernismo han terminado por ser obras canónicas (Ulysses, La tierra baldía, los Cantos). Pero quizá porque su gestación se produjo en un ambiente dominado por la crisis y, por qué no decirlo, por el fanatismo (por lo nuevo, por lo auténtico, por el lenguaje mismo), leídas hoy en día han perdido gran parte de su vigencia. O, dicho de otro modo: ya no funcionan. Pero aquellos hombres –y mujeres, allí estaba también Gertrude Stein– eran dueños de una inteligencia sutilísima, un genio que les hizo reescribir la historia de la literatura para siempre (también la que les precedió). Y, si bien su creación ha quedado algo lastrada por estar tan ligada a aquel momento histórico particular (a pesar de pretender estar escribiendo la novela o la poesía definitiva), eso no sucede con su legado ensayístico-crítico.
Así, tanto los escritos críticos de T. S. Eliot como su particular teoría de lo literario conservan hoy en día todo su poder. De modo análogo, leer los ensayos de Ezra Pound es una experiencia mucho más refrescante que tratar de sacar algo en claro de su hermetismo lírico. Algo parecido sucede con Virginia Woolf. Por eso no nos ocuparemos aquí de cómo usa –o más bien fragmenta– el punto de vista narrativo, de su manejo del ritmo y del tiempo o de su intento de leer el significado –es decir, el sinsentido– de la vida moderna en lo más lateral y anecdótico. No hablaremos, en fin, de la carga simbólico- alegórica que concede a lo banal (elementos todos estos muy de la época y, por tanto, absolutamente presentes también en James Joyce). Quien se interese puede acudir a La señora Dalloway, Al faro o Las olas y tratar de disfrutar –o refutar– algo de todo esto (por cierto, Vargas Llosa realiza una magistral reseña de Mrs. Dalloway en su excelente La verdad de las mentiras. En cualquier caso, lo que aquí nos ha traído es la faceta ensayística de Virginia Woolf.
Una ‘outsider’
Para que no queden dudas, diremos que la señora Woolf nos parece una excelente escritora de este género a caballo entre lo filosófico y lo literario (algo que recuerda también a la Susan Sontag de Contra la interpretación) y que desde luego no necesita ser rescatada apelando a su condición de mujer o a su supuesto lesbianismo. Sus textos se sostienen por sí mismos, y si bien no podemos mostrarnos tan categóricos a propósito de sus novelas, creemos que por lo que respecta a sus ensayos caben pocas dudas respecto a su calidad y a su vigor. En la contraportada de su colección más famosa, The common reader (El lector común), figura una frase que la define a la perfección: “Virginia Woolf lee y escribe como una outsider”. Pero, ¿qué significa ese lema? Pues que se aproxima a la literatura desde fuera, sin rastro de pose o impostura, sin creer- se portavoz de ningún canon ni academia, haciendo caso omiso de todo aquello que no sea su pasión. Y su pasión era la literatura.
Estando como estamos hartos de tanto tópico acerca de la grandeza de la Grecia clásica y su legado, resulta muy gratificante leer un texto como “Acerca de no saber griego” en el que la autora admira, a través de esa lengua que no es la nuestra, un mundo extraño. Un cosmos que reconstruimos a partir de lo inmediato, genuino y sensorial de su épica, su drama y su filosofía. Un frescor e intensidad que Virginia Woolf echa de menos a su alrededor. Sus ensayos nos permiten también, decíamos, releer la historia literaria. En “Ficción moderna” nuestra autora reflexiona acerca de la va- guedad y la oscuridad, de la tira- nía que la tradición o la autoimpuesta fidelidad a un estilo (o a un género, o a una estructura) ejercen sobre el contenido (el te- ma, el argumento; la historia, en suma). ¿Cuál es ese objeto que, según el sentir de Virginia Woolf, la literatura debe tratar de delimitar con la mayor precisión? La vida misma, ese espíritu que fluye y nos rodea, ese enigmático halo reñido con la exactitud y el sentido.
El placer lo controla todo
Sus ensayos están llenos de perspicacia, humor e ingenio. Vamos, que se leen de corrido. No nos extraña, por tanto, que precisamente al comienzo de sus reflexiones acerca del ensayo moderno (“Modern Essay”) anticipe cuál es la ley que gobierna el aparente caos en que consiste tan indefinible género. El placer, claro. “El principio que lo controla consiste, simplemente, en que ha de proporcionar placer; el deseo que nos impele cuando lo cogemos de la estantería es simplemente el de recibir placer. Todo en un ensayo debe estar reducido a ese fin”. Su propio magisterio en esta forma de escritura hace que la perdonemos casi todo (¿cómo se puede hablar mal de Stevenson?).
Explotando la característica autorreflexividad de la literatura modernista (y contemporánea) podríamos decir que en los ensayos de Virginia Woolf aprendemos a leer a la propia Virginia Woolf. Así, en “¿Cómo debería uno leer un libro?” nos viene a decir que lo primero con lo que hemos de hacernos a la hora de leer es con un criterio propio. Porque leer es juzgar, y ello exige libertad. Pero, como acabamos de apuntar, se trata de una libertad encaminada al goce. “Quizá la forma más rápida de comprender los elementos de lo que el novelista está haciendo no consista en leer sino en escribir; llevar a cabo tu propio experimento con los peligros y dificultades de las palabras”. Virginia Woolf hizo sus propios experimentos acerca de la diversidad de impáctos, efectos y experiencias que la literatura puede proporcionar. Posiblemente por eso, porque sabía de lo que hablaba, sus ensayos siguen siendo aún hoy tan eficaces.
Enlaces recomendados:
» Virginia Woolf o el amor a lo femenino libre (Diagonal » 29.03.2011)