Un paseo por el cementerio:cuando las grandes historiasempiezan por el final

Por El País  ·  12.08.2023

El camino que lleva a la Sacramental de San Justo -un cementerio madrileño que comparte muro con el más antiguo de la ciudad, el de San Isidro- es arduo y tortuoso. No sabemos si lo fue para los que descansan en él, pero desde luego así se presenta para los que han de subir su empinada cuesta de entrada, especialmente en una tórrida mañana de verano. Por suerte, Paloma Contreras se las sabe todas y aguarda a los pies de la pendiente con su coche para salvar ese tramo. Una vez atravesado el portón que da acceso al primer patio, el más viejo del conjunto -circundado de nichos, porque en el siglo XIX se rehuían las inhumaciones en privilegio de las alturas, situadas un paso más cerca del paraíso-, la guía especializada en arte funerario y fundadora del blog Entre piedras y cipreses empieza a soltar carrete y desvela algunos de los innumerables secretos que residen a perpetuidad en este señorial camposanto inaugurado en 1847. «En el siglo XIX, lo importante era tener las tres P: el palacete, el palco en el teatro y el panteón en el cementerio», detalla sobre sus orígenes. «Pero a partir de que, en la Guerra Civil, se empezó a fusilar en las tapias de los cementerios, se devolvió la muerte a estos espacios».

Contreras comienza el recorrido por la lápida blanca de Sara Montiel, la actriz y cantante que reposa así, con su nombre de diva inscrito en la piedra y sin fecha de nacimiento. Luego van apareciendo las últimas moradas de Larra, Espronceda, Ramón Gómez de la Serna, Jerónima Llorente, los hermanos Álvarez Quintero, Manuel Altolaguirre, Julio Camba… Por nombrar solo a algunos de los numerosos artistas, políticos y personajes ilustres que yacen entre estas paredes. Vestida de negro con una calavera estampada en la camiseta, el pelo corto y rubio, gafas de sol y abanico en mano, para Contreras, no obstante, sus historias fulgurantes no poseen mayor valor que las que custodian las lápidas de nombres desconocidos.

A investigarlas y difundirlas, junto a los tesoros artísticos que decoran estos a través de su asociación (que lleva junto a su socia Ainara Ariztoy), Funerarte. «Son las historias que más nos gusta contar en nuestras guías», defiende. Más adelante, geométricos, se explayará en algunas de esas anécdotas que, aun separadas por miles de kilómetros, recuerdan en espíritu a las que cuenta un libro de reciente publicación.

De niño, el periodista y escritor escocés Peter Ross solía visitar a sus abuelos en la ciudad de Stirling, en el centro del país. Sobre su casco antiguo, a la sombra de un imponente castillo, se esparce un bucólico cementerio en el que aquel muchacho pasaba las horas. «Esto era a finales de los vagar por allí», recuerda Ross por teléfono. Aquellos paseos con un amigo entre cruces y lápidas avivaron su conversación interior. «Hay quien piensa que pasar el tiempo en un cementerio es algo morboso, pero yo lo encontraba fascinante, como un relato», sostiene. «Además, caminar entre las sepulturas definitivamente mejoró mi vocabulario, cuando veía palabras y expresiones arcaicas como ‘remembranza’ y ‘dejad que los niños se acerquen a mí».

De aquel deslumbramiento infantil maduró un interés que ha llevado a Ross de visita por decenas de cementerios de Gran Bretaña e Irlanda. Como Contreras, ha acumulado datos de algunos de sus moradores más célebres (en esa línea, Cees Nooteboom escribió un libro en el dio de sus sepulturas,Tumbas de poetas y pensadores, editado por Siruela) pero, sobre todo, ha querido rendir homenaje a aquellos que no encontraron hueco entre las páginas de los libros de historia. Ellos son los protagonistas de Una tumba con vistas (Capitán Swing), un ensayo del que la guía funeraria dice entre risas: «Me he enamorado exageradamente, porque es mi vida». Editado originalmente en inglés en la antesala del confinamiento, el autor se congratula de la acogida que recibió en aquel momento peliagudo. «Creo que se debe a que no solo trata de la muerte, sino también de la vida. Y más concretamente, del amor. Pienso que la gente encontró consuelo en el libro, porque en vez de negarlos, aborda los grandes temas. Y en el fondo, eso es como una vacuna, con la que, para atacar la enfermedad, te inoculas un poco».

Desapercibido hasta que de repente Contreras lo menciona, en la Sacramental de San Justo suena un hilo musical. Como suto como este, con banda sonora. Atraída por los cementerios desde joven, al igual que Ross, ha leído su libro con auténtica devoción. Reconoce una enorme cantidad entre los camposantos británicos e irlandeses y los españoles. Una salta a la vista: esta mañana, en San Justo apenas se ve un alma caminando entre las tumbas. Una mujer solitaria acude a visitar a su marido, fallecido seis años atrás, mientras un hombre se preocupa por el destino de los huesos de sus padres, enterrados en una decir, el entierro de huesos identificados por el equipo argentino de antropología forense, que durante 30 años habían estado en una fosa común. Entonces me di cuenta de la importancia personal e histórica de los cementerios en países que han sufrido masacres», comenta.

Con la mirada entusiasta del flâneur, esto es, sin intención antropológica o histórica, Enríquez aprovecha sus estancias en lugares como Nueva Orleans o la isla de Martín García para perderse entre sepulturas. «Cuando cuento un cementerio es porque tiene alguna historia o característica destacada, o porque algo me pasa a mí en ese lugar, alguna narrativa», dice. No piensa la escritora que resulte necesaria una particular sensibilidad o personalidad para disfrutar de los relatos de los camposantos. Si acaso, una «inclinación estética». «Por supuesto que hay gente que les tiene miedo, pero no entiendo por qué», zanja.

En sus visitas, Contreras bordea todo lo relacionado con el más allá. Lo mismo que Ross enUna tumba con vistas: no les interesa lo sobrenatural, ni lo siniestro, sino lo luminoso. Aquello que respira vida. Lo que no significa, por descontado, que no se topen con historias desgarradas por el dolor, muy en especial, las de los bebés enterrados a escondidas por no haber llegado al bautismo que recoge Ross en su libro. O las de aquellos niños que, en San Justo, descansan en nichos con sus nombres cincelados en diminutivo y entre exclamaciones -» ¡ ¡ Pepito ! ! «; » ¡ ¡ Palomita ! ! «-, tal y como era costumbre hace cien años.

Con la creciente burocratización de la muerte, las secciones modernas de los cementerios resultan cada vez más indistinguibles las unas de las otras. Apenas se erigen nuevos panteones ni tumbas singulares como la de Agustín Mansó, uno de esos personajes anónimos que tanto le gustan a Contreras. «Él fue como un precursor de El Corte Inglés», ilustra la guía. «Veinte años antes que Ramón Areces, él tenía una tienda de importación de ropa inglesa cerca de la Puerta del Sol que se llamaba New England. Cuando este hombre se murió, al poquito tiempo abrió El Corte Inglés en la misma zona».

A pesar de las transformaciones, los cementerios continúan siendo un espejo de la sociedad a la que acompañan: en San Justo, no hay más que fijarse en las tumbas austeras e idénticas de unos religiosos fallecidos todos en fechas similares, en torno a marzo de 2020, en el inicio de la cementerios nos decían que nos íbamos a morir, el memento mori famoso. Por eso, las decoraciones eran calaveras, tibias, guadañas…», resume Contreras. «Después todo eso cambió y se empezó a pensar en el ‘yo estuve aquí’ y ‘recuérdame’. Y a mí cuando te olvidan, mueres por segunda vez», concluye la guía.

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