Para el periodista Peio H. Riaño (Madrid, 44 años), el Museo del Prado es algo parecido a una segunda residencia. Historiador del arte y colaborador de EL PAÍS, circula por sus salas con la familiaridad de quien las ha recorrido cientos de veces. “Por eso, porque considero que este museo es mi casa, me he permitido criticarlo”, explica Riaño, autor de Las invisibles (Capitán Swing), un ensayo donde propone un análisis de género de la colección. “El Prado sigue paralizado en un modelo de hace 200 años”, opina Riaño, convencido de que esa “visión patriarcal” sigue silenciando a las mujeres.
Ya en la fachada, una sola mujer, la escultora barroca Luisa Roldán, figura en el listado de grandes artistas que decora la puerta de Velázquez. La colección cuenta con 46 obras de 36 mujeres, aunque solo 11 piezas de seis autoras están presentes en las salas, sobre un total de más de 1.700 obras expuestas. La última en llegar a ellas ha sido El Cid, de Rosa Bonheur, el retrato de un majestuoso león desenterrado de los archivos del museo en 2019 por petición popular en las redes. “No sé cuánto se puede hacer, pero sospecho que más”, responde Riaño. “Por ejemplo, es falso que no haya obras de mujeres en el mercado. Existe una oferta, pero se desatiende, favoreciendo las compras millonarias de los autores de siempre”.
Un paseo por el interior del museo deja a la vista los tropos misóginos de muchas de las pinturas. Riaño se planta frente al Retrato de la Marquesa de Villafranca, que Goya pintó en 1804, que presenta a su protagonista como una musa pasiva y la reduce a su estatus de esposa, pese a haber sido pintora y académica por méritos propios. El autor también denuncia el subtexto antifeminista que desprende el mito de Juana la Loca, retratada por Francisco Pradilla en 1877. Aparecen desnudos que parecen pensados para que los hombres se recreen en ellos, incluso cuando reflejan violaciones. A veces, van acompañados de títulos eufemísticos que indignan a Riaño, como el de El rapto de Hipodamía, de Rubens, que propone cambiar por otro más explícito. Su tesis es que ningún museo es neutro. “No surge por combustión espontánea, sino que es una construcción cultural que atiende a intereses bien definidos y legitima un pensamiento de género, de raza y de clase, que luego se adopta como si fuera natural”, defiende.
Las invisibles se inspira en los textos de historiadoras del arte como Linda Nochlin o Griselda Pollock, que introdujeron un enfoque feminista en esta disciplina. Riaño admite haber llegado tarde a sus enseñanzas y reivindica el adjetivo de “converso” que le dedicó el escritor Arturo Pérez-Reverte en Twitter. “He nacido en una sociedad machista y soy producto de ese machismo. Soy heterosexual, blanco y de clase media. No tengo más que privilegios. Pero me he quitado la venda y quiero compartir esos privilegios para vivir en una sociedad mejor”, señala.
El autor defiende su trabajo como un análisis del pasado desde el presente. “Cada generación tiene derecho a realizar ese ejercicio para definirse a sí misma. No he practicado la interpretación, la tergiversación o el anacronismo. He contextualizado cada cuadro a nivel histórico, político y social para entender quién lo pintó y cuáles fueron sus intenciones”.
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