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Un hacha para romper puertas

Por Crítico Estado  ·  12.01.2018

Vivimos unos tiempos en los que, por fin, se ridiculizan comportamientos que llevan ahí toda la vida contra los cuales no teníamos defensa. En los noventa, cuando tu cuñado te preguntaba en la cena de Navidad que cómo podías estar ahí sentado comiendo marisco si eras de izquierdas, podías irritarte, podías tratar de razonar con él, pero no tenías la mejor arma: el cliché. Esa persona, hoy día, es un cliché y, como tal, se ha vuelto inofensiva. Lo mismo podemos decir de ese compañero de trabajo que te explica cosas que sabes desde siempre, que te explica incluso cuál es tu naturaleza femenina porque él, por supuesto, lo sabe mejor que tú. Eso es lo que denominamos ahora mansplaining, término que fue acuñado a partir de un ensayo de Rebecca Solnit de 2008 que fue traducido al español junto con otros ensayos suyos en el libro Los hombres me explican cosas (Capitán Swing, 2016) en el que la autora hablaba de ese fenómeno tan común consistente en que un hombre se siente compelido a dar su opinión sobre cualquier cosa, especialmente a una mujer –que habitualmente no se la ha pedido– a la que cree que debe instruir.

Aunque ese es el hito más importante de Rebecca Solnit y su artículo más leído y buscado, tengo que decir que yo la conocí por su libro Wanderlust (Capitán Swing, 2015), un ensayo de 472 páginas acerca del hecho de caminar y todas sus posibilidades. Es una obra maravillosa que te hace desear pasar días enteros andando y logra que te plantees tu ritmo de vida. Con esa pretensión, la de replantearme ciertos elementos de mi existencia, decidí leer Esperanza en la oscuridad (Capitán Swing, 2017), una obra que trata sobre la esperanza, pero no como “un billete de lotería que puedes tener apretado en la mano, sintiéndote afortunado sin moverte del sofá” sino como “un hacha con la que romper puertas en caso de emergencia”, una esperanza que “debería empujarte a salir de casa”. Esta es la premisa del libro: se trata de no caer en la desesperación, de no pensar que el activismo está condenado desde el principio y que la lucha es cosa de otros, pero no de caer en la indolencia de pensar que todo se solucionará sin nuestra intervención.

Los primeros capítulos son introducciones –lo digo en plural porque hay varias– acerca del tema del activismo y el propósito del propio ensayo: “Mi deseo es iluminar un pasado que casi nunca se reconoce, uno en el que el poder de los individuos y de la gente no armada es colosal (…), en el que las cosas sorprendentes que han tenido lugar pueden reforzarnos de cara a introducirnos con audacia en ese futuro oscuro”. Son capítulos muy cortos, casi artículos breves y cada uno aborda una cuestión relacionada con la lucha activista como la desesperanza o lo importante que es saber contar las historias adecuadas. Después, bajo el epígrafe “La llegada del milenio”, nos resume momentos clave para los activistas como la caída del muro de Berlín, el levantamiento de Chiapas, el movimiento antiglobalización o las manifestaciones contra la guerra de Irak. Aquí, a mi parecer, debería haber incluido más datos objetivos sobre los logros de estas concentraciones que no se resumieran solo en un cambio en cuanto a la percepción.

Los siguientes capítulos son pequeños artículos donde Solnit va desgranando los grandes problemas internos y los obstáculos que los activistas se ponen a sí mismos, y son estos ensayos breves lo más interesante de todo el libro. Aquí nos habla del ansia de perfección, de las dicotomías del todo o nada o de la derecha y la izquierda, del exceso de doctrina. También hay unos hermosos párrafos donde compara su faceta de luchadora con la de escritora en el sentido de que también el escritor realiza una acción sin saber si tendrá eco o resultado. Merece la pena ahondar en todas estas ideas si se desea mejorar y encontrar salida a muchas de las encrucijadas en las que se encuentran ahora los movimientos organizados.
Finalmente, sí que encontramos más datos de triunfos del activismo en la última parte, que se centra en el heroísmo de la población civil en caso de catástrofe y en la lucha contra el cambio climático.
Esperanza en oscuridad tiene el tono que solemos encontrar en las publicaciones políticas, lleno de palabras grandilocuentes y tal vez un exceso de analogías y símiles que, aunque son muy acertados e inteligentes, repiten la misma idea varias veces –como si la autora no hubiera podido deshacerse de ninguno de ellos al encontrarlos todos excelentes– y alargan algún epígrafe de forma innecesaria.

Sin embargo, creo que es el tono que debe tener, porque se trata de una arenga en contra de la desesperación para animar a los activistas a no rendirse. En ese sentido, a pesar de haberse quedado antiguo en algunos puntos –lo escribió en 2005 y no habla, por tanto, del importante uso que han tenido las redes sociales– sí que se puede afirmar que cumple su función, ya que hace mirar con perspectiva cuál es el lugar de los ciudadanos de a pie en el mundo y nos muestra que el cambio, aunque es lento, es continuo, que tenemos poder real y que no debemos seguir escudándonos en la idea de que todo depende de poderes superiores para justificar nuestra inacción.

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