Tu calle esconde un secreto: el inquietante origen del callejero

Por La Lectura (EL MUNDO)  ·  12.06.2023

Por Daniel Arjona

Cuando a principios de los 2000 los funcionarios enviados por el Gobierno de Estados Unidos para dar nombre a las calles de Virginia Occidental que permanecían innominadas llegaron a aquellos pueblos se encontraron con hombres armados que les estaban esperando. Aseguraban que no les gustaban los nombres, pero que, además, maldita la falta que hacían. Todos se conocían entre sí y sabían dónde vivía cada cual. «¿Y si necesitan una ambulancia?», les preguntaron. «No necesitamos ambulancias. Podemos cuidar de nosotros mismos», respondieron.

Si usted se muestra tentado a pensar que semejante actitud no es más que un rescoldo del indomable carácter libertario americano, debe saber que el más reciente y exhaustivo estudio sobre el origen y realidad del callejero ratifica, en cierto modo, los miedos de estos hombres. Las direcciones no sólo sirven a los servicios de emergencia. También existen para que el Estado pueda vigilarte. Tres siglos antes de lo ocurrido en Virginia Occidental, los europeos del XVIII también se rebelaron cuando sus gobiernos les clavaron un número en su puerta.

Explica la académica británica Deirdre Mask, autora de El callejero: qué revelan los nombres de las calles, editado por Capitán Swing, que esto fue lo que más le sorprendió en su investigación: «Las direcciones no fueron inventadas para ayudarnos a encontrar nuestro camino, sino para que el Estado nos encuentre. Su surgimiento coincidió con un cambio fundamental en la forma en que se administraban los Estados, cuando empezaron a preocuparse activamente por el bienestar de sus ciudadanos y necesitaban identificarlos para hacerlo». No es la única sorpresa que guarda el libro de Mask, una exhibición de historia, sociología, política e impagables anécdotas que desvelan los secretos que guardan nuestras calles.

¿Cómo se orientaban en la antigua Roma? Si bien es cierto que las arterias principales de la metrópoli llevaban el nombre de su constructor (como la vía Apia, bautizada el censor Apio Claudio Caecos), los historiadores han concluido que la mayoría de los cien kilómetros de calles de la Ciudad Eterna no tenía nombre. La gente era capaz, sin embargo, de llegar a su destino.

Una nota hallada en el collar de un esclavo pedía a quien lo encontrara devolverlo a «la calle que sale del callejón del templo de Juno Lucina y lleva hasta el templo de Matura y la cuesta desde el arco de Jano hasta las cocheras de Porta Stellatina». Y es que, por mucho que suene arcana a nuestros oídos habituados a la voz metálica del GPS, la orientación por referencias ha sido la habitual hasta tiempos recientes.

A finales de la Edad Media las ciudades vuelven a la vida y el auge de los gremios lleva a reconocer las calles por los nombres de los oficios que en ellas proliferan: Hilanderas, Curtidores, Cuchilleros o Bordadores, pero también Tocacoños (Gro

pecunt Lane, en Londres), cuyas actividades no hace falta describir. Finalmente las cada vez más acuciantes necesidades de los nuevos Estados naciones, de sus servicios postales e impositivos, aceleran el despliegue del callejero en Occidente. «El Estado moderno», razona Mask, «realmente necesita poder ver a sus ciudadanos para hacer todas las cosas que tiene que hacer: educar a los niños, controlar a los ciudadanos, organizar la democracia y cobrar impuestos. Pero muchas personas no ven al Estado como benevolente y no quieren ser encontradas. En cierto sentido, estas personas están en el margen, pero también deberían recordarnos lo radical que fue el surgimiento de las direcciones».

Viajemos a Tokio, la megalópolis más poblada del planeta, con casi 40 millones de personas y donde sólo un puñado de vías se nombra. La capital de Japón numera las manzanas y las calles son «el espacio entre ellas». Por todas partes se alzan unos pequeños edificios llamados «koban» con agentes de policía familiarizados con la zona y armados con mapas detallados para socorrer a los ciudadanos extraviados. El semiótico Roland Barthes visitó Tokio en 1966 y, después, escribió asombrado: «Las calles de esta ciudad no tienen nombre. Si yo tuviera que imaginar un nuevo Robinson, no lo colocaría en una isla desierta, sino en una ciudad como esta de millones de habitantes cuya lengua y escritura no supiera descifrar».

Pero nombrar las calles no sólo es un dispositivo de control, también puede significar la salvación para los más necesitados. Lo descubrió Mask en los suburbios de Calcuta, donde funciona una ONG muy peculiar dedicada por completo a dotar de dirección postal a la miríada de chabolas que no la tienen: «Addressing the Unaddresed». ¿Qué se consigue con algo así en EL CALLEJERO LA SEGUNDA MEDIDA QUE TOMARON LOS NAZIS un lugar con problemas aparentemente mucho más graves, como el acceso al agua corriente o la falta de alcantarillado? Sencillo: si no tienes una dirección, nadie te abre una cuenta corriente, es imposible ahorrar dinero, pedirlo prestado ni recibir ayudas estatales. Asignar una dirección puede ser la forma más barata de ayudar a la gente a escapar de la pobreza.

Hoy el callejero nos define y alimenta nuestra identidad, explicitando las diferencias de raza, riqueza y poder. Por eso en tantas ocasiones se convierte en un campo de batalla. Lo hemos visto en España en los últimos años al ritmo de las sucesivas leyes de la llamada memoria histórica que dictaban con desigual fortuna la sustitución de los supuestos nombres ominosos de nuestra historia reciente. Lo comprobamos a mayor escala recientemente cuando el movimiento Blacks Lives Matter desató una ola de furor iconoclasta. ¿Tales reparaciones eran inevitables pese al riesgo de resucitar conflictos? «No siempre me preocupa tanto el resultado», responde Mask, «ya sea que se retire o no un nombre de calle, sino lo que los argumentos revelan de nosotros mismos».

¿Y el futuro? Tal vez las direcciones postales estén condenadas merced a la implacable apisonadora de la tecnología. Con el fin de solventar ciertas confusiones latentes del callejero, la startup What3words ha dividido el mundo en cuadrados de tres metros por tres y sustituido las coordenadas por tres palabras más fáciles de recordar para cada cuadrícula. El Taj Mahal se alza en «volvían.reportan.enfoques», la Casa Blanca está en «dejó.alertando.ostra» y el tobogán que adoran las hijas de la autora se ubica «llevado.tejer.rodeado».

Pero mientras semejante sueño -o pesadilla distópica- se materializa, ya el GPS nos conduce, como diagnostican los neurocientíficos, a un mundo de urbanismo sin memoria donde se han perdido ya los referentes y hasta el sentido de la comunidad. (https://www.elmundo.es/la-lectura/2023/06/09/6480ac22fc6c835a0d8b45ad.html)

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