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Tu biblioteca es un palacio

Por La Marea  ·  21.01.2022

Hace unas semanas Heidi St. John, candidata en las primarias del Partido Republicano para las elecciones al Congreso de Estados Unidos, se despachó a gusto contra una de las instituciones más prestigiosas de su país. «Las bibliotecas públicas son un desastre. En realidad, son una organización del mal. Están gobernadas por la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos, que es una organización malvada desde la raíz», aseguró aparentemente en serio. Madre de siete hijos y fundamentalista cristiana, St. John ha publicado varios libros sobre maternidad en los que alaba la familia patriarcal de toda la vida. Entre sus títulos más desopilantes estarían Promesas bíblicas para mamás u Oraciones para el campo de batalla: sigue siendo una mamá fuerte en la lucha por tu familia y tu fe.

A St. John no le gustan algunos de los libros que las bibliotecas ponen a disposición de los usuarios infantiles. Por esto, confiesa, devolvió su carnet hace años. En su podcast denuncia una «guerra contra los niños» que las bibliotecas públicas están librando para imponer una «agenda izquierdista» que ella relaciona, quién sabe por qué razón, con el cambio de sexo. La idea puede parecer ridícula pero es lo suficientemente resbaladiza y divisiva como para que tenga repercusión. El objetivo de estas andanadas ultras es polarizar, separar, impedir el entendimiento, segregar. Y, en última instancia, expulsar a la gente de aquellos lugares públicos y gratuitos en los que puedan trabar relación con personas de edades, razas, religiones o ideologías diferentes a la suyas. «Las bibliotecas son justamente esa clase de sitios», escribe Eric Klinenberg en Palacios del pueblo (Capitán Swing, 2021).

El libro de Klinenberg es el complemento perfecto a La España de las piscinas (Arpa, 2021), de Jorge Dioni Lópezelegido como el ensayo del año por el Gremio de Librerías de Madrid. Si Klinenberg se inclina por analizar la «infraestructura social» que permite la interacción entre personas y la ayuda mutua (tan necesaria en las crisis actuales y en las que están por venir), López se centra justo en lo contrario: en el modelo de ciudad que separa y que se está imponiendo tras el triunfo de la revolución neoliberal. Ambos impugnan un arquetipo de convivencia que podríamos resumir en las siguientes recomendaciones:

No bajes al restaurante chino de la esquina; que te suba la comida un empleado de Glovo. No hables con desconocidos en la calle; rebate sus opiniones (o mejor, atácalas, ridiculízalas) a través de una red digital. No te acerques a una librera o a un bibliotecario en busca de recomendaciones; entra en el apartado de valoraciones de Amazon y compra allí tus libros.

Klinenberg, profesor de Sociología en la Universidad de Nueva York, empezó a interesarse por este tema a raíz de la ola de calor que azotó su ciudad natal, Chicago, en el verano de 1995. Murieron 739 personas más de lo habitual, «aproximadamente siete veces más que durante el huracán Sandy y más del doble que durante el gran incendio de Chicago». Sobre el mapa, sin embargo, no había necesariamente más víctimas en los barrios más pobres. «Afloraron algunos patrones fascinantes –explica–. Las mujeres, al tener vínculos más sólidos con sus amigos y familiares, habían salido mejor paradas que los hombres. Pese a los elevados índices de pobreza, la población latina había sobrellevado la situación mejor que otros grupos étnicos de Chicago por el simple hecho de que suelen vivir en apartamentos abarrotados y en barrios con alta densidad de población, sitios donde resulta casi imposible morirse en soledad».

¿Esa interacción social podría promoverse de alguna manera? La respuesta es sí: invirtiendo en infraestructura social. Por ejemplo, en bibliotecas.

Espacios de encuentro

Evidentemente, construir bibliotecas no es la única forma de tender puentes. El mismo hecho de pasar tiempo en los columpios, en los toboganes o jugando en los areneros es «una preparación para la democracia», a juicio de Klinenberg. «Los niños, cuando se adentran en territorios desconocidos y tienen que desenvolverse en una situación social nueva por sí solos, son especialmente propensos a desarrollar las habilidades interpersonales que los ayudarán en la vida ciudadana».

Cumplen una función parecida el deporte en los barrios (a este respecto es muy recomendable leer el reportaje de Guillermo Martínez en #LaMarea86), la integración de espacios verdes en las ciudades, las asociaciones vecinales, las iglesias, las barberías (toda una institución cultural afroamericana), las guarderías públicas (menos proclives a la segregación por clase social), los huertos urbanos, los parques para ancianos, las pistas de skate (donde el número de usuarios adolescentes contrasta con la baja incidencia de conflictos o peleas) y, en general, la apuesta por la pequeña tienda local frente a los grandes centros comerciales. Aunque en realidad, como indican Richard Sennett y Pablo Sendra en Diseñar el desorden (Alianza, 2021), nada asegura que todo eso vaya a funcionar porque el comportamiento de la gente es impredecible. Pero las probabilidades aumentan considerablemente. Ellos lo llaman «crear las condiciones para lo imprevisto».

Klinenberg pondera todas estas formas de acercamiento, pero se nota que tiene una debilidad especial por las bibliotecas públicas. Con una vocación decididamente provocadora titula su libro Palaces for the People, tomando prestado el concepto que Stalin quiso imprimir a las redes de metro de la Unión Soviética, una fastuosa infraestructura pensada para honrar a su principal usuario: el proletariado.

En la biblioteca de Seward Park, en Nueva York, «una majestuosa estructura de cuatro plantas con altos ventanales arqueados», Klinenberg habla con uno de los empleados, llamado Andrew. Éste le cuenta que se crió en California y que su madre, que no sabía conducir, los montaba a su hermano y a él en el autobús y los llevaba hasta la Biblioteca Central de Los Ángeles o hasta la Biblioteca Pública de Beverly Hills. «Estaban lejísimos de donde vivíamos pero los edificios eran preciosos y mi madre quería exponernos a esa arquitectura tan estimulante. Hoy en día todavía pienso en lo distinto que se me hacía visitar una biblioteca en comparación con cualquier otro sitio», rememora.

Tu biblioteca es un palacio
Bóveda de la Biblioteca Central de Los Ángeles. McFotoSFO/FLICKR

En una biblioteca hay de todo

Las bibliotecas no son solo un espacio en el que tomar libros prestados. Organizan ciclos de cine, charlas, clubes de lectura, exposiciones de arte, cuentacuentos, talleres para la búsqueda de empleo, clases de idiomas, ofrecen una conexión gratuita a Internet a personas sin recursos… Las que cita Klinenberg en su libro, en Nueva York, cuentan incluso con un espacio para niños que funciona como guardería, con sus propios cuidadores y cuidadoras. Las relaciones que las madres traban allí pueden durar años. Y los ancianos también disfrutan de actividades colectivas, como una liga de bolos virtuales en la que estos equipos de veteranos se enfrentan a otras bibliotecas de la ciudad. Como contaba Laura Casielles en un reciente reportaje, las bibliotecas de Barcelona han impulsado un proyecto para acercar a los adolescentes a un tipo de videojuegos más narrativos, diferentes a la habitual dinámica competitiva y resultadista. En estos recintos no sólo se lee, también se juega. Y no hay límite de edad.

Las bibliotecas, además de todo lo expuesto, son un refugio. Lo son para muchos «niños de la llave», que prefieren pasar las tardes allí, en un entorno seguro, que en la calle o solos en casa. Y lo son para las personas sin hogar. Como explica Andrew, el bibliotecario de Seward Park, a diferencia de un Starbucks, donde se supone que eres mejor por adquirir sus productos, «en la biblioteca lo que se presupone es que eres mejor y punto. Que ya llevas eso dentro». Allí no se juzga a nadie. Todo el mundo tiene cabida. Esa idea, combinada con el acceso libre y gratuito a la cultura, convierte estos sitios en revolucionarios porque desentonan, como dice el autor, «con la lógica del mercado que domina nuestra era». Klinenberg llega a preguntarse si los políticos de hoy serían capaces de inventar una institución así en el caso de que no existiera.

Como hemos visto, en las bibliotecas se juega, se educa, se cuida y, aunque en voz baja, también se habla. Andrew, quizás porque su madre es británica, inventó para la suya «la hora del té», pensada para aquellas personas mayores menos proclives a participar en actividades grupales. Fue un rotundo éxito. «Se convirtió en una fuente constante de actividad social», explica Klinenberg. «Ahí juntos, bebiendo té, los participantes también compartían periódicos e historias hasta que, con el tiempo, se formó una pequeña e insólita comunidad de usuarios chinos, turcos, latinos, judíos y afroamericanos». En esa actividad podría resumirse toda la idea del libro: «Construir espacios donde pueda reunirse todo tipo de gente es la mejor manera de reparar las fracturadas sociedades en las que vivimos hoy».

¿Cómo podría alguien, en su sano juicio, decir que las bibliotecas públicas son una organización del mal?

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