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Trenzar una relación más justa con nuestro entorno

Por El Plural  ·  19.04.2021

Hace unos días escuchaba a la maestra Alicia H. Puleo reivindicar un trato más justo en nuestra relación con los demás seres vivos, no sólo los animales no humanos (con quienes podemos sentir una empatía más directa al interactuar con ellos) sino también con el entorno natural, las plantas y los bosques. Puleo apuesta por esa utopía realizable que es el jardín-huerto ecofeminista como un refugio frente a los nuevos peligros que nos amenazan. Leyendo ‘Una trenza de hierba sagrada‘ de Robin Wall Kimmerer (publicado por Capitán Swing) me he sentido un poco más cerca de esta empatía con las plantas, de este jardín posible.

Por un lado, Wall Kimmerer es botánica, es decir, parte del conocimiento científico (yo diría académico, porque como el libro enseña, la ciencia está en muchos lados) para acercarnos a cómo nos relacionamos con otros seres vivos. Para ella no puede desligarse este acercamiento empático al hecho de conseguir una ciencia más exacta, que valore muchas variantes a la hora de abordar una problemática. En uno de los capítulos cuenta la investigación de una alumna suya sobre la repoblación vegetal y sus usos rituales y de supervivencia por parte de pueblos indígenas, y cómo el inicial desprecio de la academia pasa luego a un reconocimiento por el empeño de ambas, investigadora y profesora, de demostrar que muchas de las prácticas de estos pueblos se explican por su sentido de cuidado del entorno.

Robin Wall Kimmerer no es una botánica cualquiera, es miembro de la Citizen Potawatomi Nation; es, por tanto, una científica indígena que se formó como tal pero que, toda su vida, ha vivido su profesión. “La mente colonizadora considera que la tierra es una propiedad, un activo para la especulación, un capital o una fuente de recursos naturales, pero para nuestro pueblo lo era todo: identidad, conexión con los antepasados, el hogar de nuestra familia no humana, la reserva de medicamentos, la biblioteca, el origen de cuanto nos permitía vivir”, dice en una de las páginas.

Más adelante: “Cuando los niños empiezan a hablar, se refieren a plantas y animales como si fueran personas, confiriéndoles identidad individual y brindándoles su compasión, hasta que les enseñamos a no hacerlo. Les hacemos recapacitar, les pedimos que olviden. Cuando les decimos que un árbol no es un quién, sino un qué, convertimos ese arce en un objeto; ponemos una barrera entre nosotros, nos eximimos de responsabilidad moral y abrimos las puertas al abuso. Decir qué convierte una tierra viva en un conjunto de “recursos naturales”. Cuando un arce es eso, nada nos impide sacar la motosierra. Cuando es él, nos lo pensamos dos veces”.

Tampoco es casualidad el añadido al título: ‘Una trenza de hierba sagrada. Saber indígena, conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas’. Aquí estos tres ejes se relacionan indiscutiblemente, desde la academia y la formación más reglada a la enseñanza indígena en armonía con la naturaleza, hasta la enseñanza misma de las plantas. Tres agentes con la misma importancia.

Kimmerer nos ofrece un despertar hacia una conciencia ecológica más amplia que requiere de nuestro cambio de perspectiva, de dejar de ser ese androcentro destructivo y neoliberal en pos de situar en el centro a los otros seres, en una relación más equilibrada. Ese cambio de mirada nos devuelve también la pregunta de quiénes somos nosotros, colonizadores, y cómo hemos destruido el saber indígena milenario en favor de un beneficio económico inmediato.

De nuevo, como plantea Puleo, este libro nos invita a pensar desde el interculturalismo, ese diálogo entre culturas, especialmente aquellas no apreciadas, teniendo en cuenta que ninguna es perfecta y que todas aprenden en este diálogo intercultural. La lectura de “Una trenza de hierba sagrada” es, además, deliciosa, de las que se disfruta; es de esos libros que, cuando terminas un capítulo, estas deseando vivirlo, llevarlo a tu pequeña parcela en la medida de lo posible, a tu jardín posible para el cambio.

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