Este es un libro importante. No porque sea el primero que critica la economía neoclásica en sus fundamentos, sus fallos, su falta de visión a la hora de detectar la crisis o por haber profundizado en la misma con sus medidas, sino porque propone alternativas (demuele el eslogan –“No hay alternativas”– de una de las activistas políticas de esa escuela, Margaret Thatcher) y porque, al revés de otros textos, lo hace sin pedir perdón al mainstream, sino que está a la ofensiva, ampliando el foco del debate al conjunto y no a los detalles secundarios. Sin complejo intelectual alguno, como lo demuestra la cantidad de referencias que hay en la red a su temible polémica con Paul Krugman (mal enemigo), a quien considera parte de la síntesis keynesiana-neoclásica que “bastardeó” (en palabras de Joan Robinson) al keynesianismo que salió como doctrina hegemónica de la Gran Depresión y que, en poco tiempo, fue dulcificado hasta el punto de quedar, en algunos casos, irreconocible.
Para Steve Keen –economista australiano, poskeynesiano, sraffiano engagé– la economía neoclásica es responsable. No sólo por no haber anticipado la Gran Recesión (que según el autor los historiadores denominarán, con más propiedad, Segunda Gran Depresión pues si no es comparable con la primera en profundidad, la supera en duración y en complejidad) sino por ser intrínsecamente errónea y haber contribuido a multiplicar la calamidad que intentaba prever. Si su único fallo hubiera sido no anunciar con tiempo la crisis financiera, para que los ciudadanos pudiesen guarecerse, los economistas neoclásicos no se diferenciarían de los meteorólogos que no ven llegar una destructiva tormenta. Serían culpables de no haber dado la alerta pero no se les podría responsabilizar de la tormenta misma. La economía neoclásica, en cambio, tiene una responsabilidad directa en la tormenta económica: convirtieron lo que podría haber sido una crisis financiera y una recesión “del montón” en una crisis mayor del capitalismo, junto a la Gran Depresión y a los dos guerras mundiales. Las creencias y las acciones de los neoclásicos hicieron que esa crisis económica fuese mucho peor de lo que hubiera sido sin su intervención. Sostiene Keen que la economía no precisa de una teoría económica exacta en el mismo sentido en que se necesita una teoría exacta de la propulsión para construir un cohete espacial. Pero al menos, que sea inofensiva. La falsa confianza que engendró sobre la estabilidad estructural de la economía de mercado (los ciudadanos estaban seguros de que no se podría repetir el efecto Gran Depresión) animó a muchos responsables políticos a desmantelar o demediar bastantes de las instituciones que se habían desarrollado a partir de la década de los años treinta del siglo pasado (por ejemplo, los organismos reguladores), para tratar de contener y limitar el grado de las urbulencias. Así, las “reformas económicas” introducidas paso a paso, en la creencia de que harían funcionar más eficazmente la sociedad, sólo han hecho del capitalismo moderno (un capitalismo financiero) un sistema social más pobre, más desigual, más frágil, más inestable.
LAS “REFORMAS ECONÓMICAS” INTRODUCIDAS PASO A PASO, EN LA CREENCIA DE QUE HARÍAN FUNCIONAR MÁS EFICAZMENTE LA SOCIEDAD, SÓLO HAN HECHO DEL CAPITALISMO MODERNO (UN CAPITALISMO FINANCIERO) UN SISTEMA SOCIAL MÁS POBRE, MÁS DESIGUAL, MÁS FRÁGIL, MÁS INESTABLE
¿Cuándo logra la hegemonía intelectual la economía neoclásica? Aparte de las dos guerras mundiales, que fueron fenómenos directamente políticos con consecuencias económicas telúricas, hubo durante el siglo XX dos disrupciones de naturaleza prioritariamente económica que cambiaron el sentido de las cosas. La primera fue la Gran Depresión; de ella se salió a través de una conflagración bélica pero con un aparato de teorización económica muy potente, que fue el keynesianismo. Durante varias décadas, el keynesianismo dio jaque a los postulados de la economía clásica. Poco a poco, a través de la síntesis keynesiano-neoclásica, aquél fue desnaturalizado de sus raíces, pero los medios de comunicación y los aparatos ideológicos del Estado siguieron considerando la política económica que se aplicó hasta mediados de la década de los setenta del siglo pasado como keynesianismo más o menos puro.
Con motivo de las dos crisis del petróleo, en los años setenta, tuvo lugar la segunda disrupción económica de la centuria: lo que se denominó estanflación, una mezcla de paro, falta de crecimiento y alta inflación. Se acusó al keynesianismo declinante de no saber cómo hacer frente a esta mezcla de males, y fue sustituido por una ortodoxia económica aun más enérgica que aquella contra la que había protestado en la década de los treinta. La mayor fortaleza de la instalada economía neoclásica, como se vino en llamar, fue llegar acompañada políticamente por los guardias de la porra de la revolución conservadora de Thatcher y Reagan, con la que era perfectamente coherente. Neoclasicismo económico y neoliberalismo político, el ungüento de la serpiente, la fórmula imbatible desde los años ochenta del siglo pasado.
Esta combinación (revolución conservadora-economía neoclásica) arrasó con los restos del naufragio keynesiano. Su máxima: no dejar heridos en el campo de batalla. Quizá la parte más asombrosa de La economía desenmascarada sea aquella en la que su autor describe la penetración de la ortodoxia neoclásica en la docencia (libros de texto, profesorado, cátedras), servicios de estudio, programas de investigación, organismos multilaterales, etcétera. En algunos de esos lugares permanecieron pequeños reductos postkeynesianos, como la aldea gala de Asterix, a los que no pudieron expulsar del todo, pero la purga en el resto fue generalizada: manuales de enseñanza, selección de las materias principales que se estudiaban en las facultades de Ciencias Económicas (macroeconomía, microeconomía y finanzas; subsidiarización de la historia económica, la sociología,…), cooptación de los díscolos para atraerlos al seno del pensamiento único; en el ámbito de la investigación; en las principales revistas de la profesión, de las que durante décadas desaparecieron nombres como del de Hyman Minsky y otros; etcétera. Esta posición de dominio neoclásico quedaba avalada por los nombramientos en las jefaturas de estudios de la OCDE, FMI, Banco Mundial, entre los gobernadores de los principales bancos centrales o los ministros de Economía y fianzas de los principales países del mundo. Y en los premios Nobel de Economía,…
El ejemplo máximo de esta tendencia fue la llegada a la Reserva Federal de Ben Bernanke, considerado el mayor experto neoclásico en el estudio de las causas de la Gran Depresión, y una de las bestias negras de Steve Keen. ¿Por qué esto último? No sólo por su defensa a ultranza de la economía neoclásica cuando las cosas iban más o menos bien, faltaba más, sino por su tono de militancia cuando la economía empezó a ir mal o muy mal, y su displicencia a la autocrítica. En 2004, cuando sólo una minoría de iluminados (entre ellos Keen) habían devenido en Casandras que anticipaban el estallido de las burbujas que estaban en el corazón de un modelo de crecimiento, Bernanke defendía que la economía neoclásica había remodelado tanto la teoría como la política económica, dando lugar a dos décadas de éxitos (lo que era cierto). “No sólo logros significativos en cuanto al crecimiento económico y la productividad sino también una marcada reducción de la volatilidad económica tanto en EEUU como en el exterior, un fenómeno que ha recibido el apelativo de `Gran Moderación´. Las recesiones se han hecho menos frecuentes y más suaves, y la volatilidad trimestral en rendimiento y empleo también ha descendido significativamente. Las razones de la Gran Moderación, sin embargo, siguen siendo objeto de controversias pero, como ya he explicado en otro lugar, hay pruebas para sostener que la mejora del control de la inflación ha contribuido de forma importante a este cambio bienvenido de la economía” (el subrayado es de Keen).
Cuando estalla con toda su virulencia la Gran Recesión apenas un lustro después, con sus secuelas de capitalismo de Estado (ayudas masivas a la banca y a las principales industrias con dinero público), empobrecimiento, paro, reducción de la protección,…, cuando “la Gran Moderación” llegó a un abrupto final, cuando todo aquello que la economía neoclásica –y Bernanke– decían que no podía suceder ocurrió a la vez (mercados de valores en caída libre, bastiones centenarios de las finanzas como Lehman Brothers quebrados, inflación tendente a la deflación,…), cuando se confrontaron a una desconexión total entre lo que creían y lo que estaba aconteciendo, una buena parte de los economistas neoclásicos reaccionaron de una manera muy humana: entraron en pánico. Entonces, como en un juego de prestidigitación se deshicieron de todas sus directrices neoclásicas y empezaron a comportarse como economistas keynesianos con esteroides. Después de haber rechazado durante décadas la intervención pública, los déficit presupestarios y las inyecciones de liquidez, de pronto ordenaron al Estado que se pusiera a intervenir por doquier. Los déficit públicos alcanzaron niveles que hacían pequeños el de cualquier presupuesto que los viejos keynesianos hubieran podido llevar en las décadas de los cincuenta y los sesenta, y el dinero público fluyó como las cataratas del Niágara. “En sólo cinco meses”, se cuenta en este libro, “Ben Bernanke, en tanto que presidente de la Reserva Federal de EEUU, literalmente dobló la cantidad de dinero público en la economía estadounidense (la última vez había tardado 13 años en doblarse). El largo descenso de la ratio de dinero público en relación al nivel de actividad económica desde el 15% del PIB en 1945 hasta llegar a un exiguo 5% en 1980 y al 6% al inicio de la crisis, fue revertido en menos de un año, cuando la expansión cuantitativa I (quantitative easing I) de Bernanke elevó esa ratio de nuevo al 15% hacia el año 2010″.
¿Reconocieron el fracaso?, ¿han reflexionado sobre la contorsión ideológica hecha para salvarse? Nada de nada. Ni siquiera lo consideraron. Bernanke argumentó que no había necesidad alguna de revisar la teoría económica como resultado de la crisis y de la gestión de la crisis, y distinguió entre “ciencia económica”, “ingeniería económica” y “gestión económica” para permanecer donde estaba. “La reciente crisis financiera”, escribió, “ha tenido más que ver con un fallo en la ingeniería económica y en la gestión económica que en lo que yo he llamado ciencia económica (…) Las deficiencias en materia de (…) ciencia económica (…) fueron en su mayor parte menos relevantes de cara a la crisis; es más, aunque la gran mayoría de los economistas no previeron el casi colapso del sistema financiero, el análisis económico ha demostrado ser –y lo seguirá demostrando– de una importancia crítica a la hora de entender la crisis, desarrollar políticas para contenerla y diseñar soluciones de más largo plazo para prevenir su recurrencia”.
KEEN SE CONFRONTA DE DOS MODOS: RECORDANDO LA DIFERENTE MANERA DE PROCEDER QUE TUVO EN SU DÍA HYMAN MINSKY (UN PRECURSOR DE SUS TESIS) Y HABLANDO DE LOS ECONOMISTAS QUE, COMO ÉL, SÍ PREVIERON LO QUE IBA A ACONTECER
Ante este inmovilismo intelectual del anterior presidente de la Fed (hoy trabajando en el sector financiero privado, en otro ejemplo más de revolving doors), Keen se confronta de dos modos: recordando la diferente manera de proceder que tuvo en su día Hyman Minsky (un precursor de sus tesis) y hablando de los economistas que, como él, sí previeron lo que iba a acontecer.
Minsky (1919-1996). Economista estadounidense considerado poskeynesiano, alumno de Schumpeter y Leontief. Reivindicado por la Gran Recesión, que lo sacó del ostracismo y lo instaló en el centro del debate. Minsky argumenta que en la medida en que las crisis desde la Gran Depresión han sido recurrentes, un test crucial de validez para cualquier teoría económica debería ser su capacidad para incluir y analizar las recesiones y las depresiones como posibles estados posibles de la economía. ¿Puede una Gran Depresión ocurrir de nuevo?, se preguntó Minsky, poniendo de cabeza los postulados de la estabilidad natural de los neoclásicos. Éste descubrió –y Keen lo desarrolla en el libro– que en tiempos de prosperidad se desarrolla una euforia especulativa mientras aumenta el volumen de crédito, hasta que los beneficios producidos no pueden pagarlo, momento en que los impagos generan la crisis. El resultado es una contracción del préstamo, incluso a aquellas empresas que sí pueden pagarlo; así se entra en recesión.
¿Les suena? Minsky hace suya la “Teoría de la Inestabilidad Inherente”: una característica fundamental de nuestra economía es que el sistema financiero oscila entre la robustez y la fragilidad, y esa oscilación es parte integrante del proceso que genera los ciclos económicos. Tales fluctuaciones, así como las fases expansivas y de contracción que pueden acompañarlas, son inevitables en el libre mercado, salvo que el Gobierno intervenga para su control a través de la regulación, la acción del banco central y otras herramientas que, de hecho, se crearon para responder al crashde 1929 y a la Gran Depresión posterior. Minsky se opuso con mucha fortaleza a las desregulaciones que caracterizaron las décadas de los ochenta y los noventa del siglo pasado.
Steve Keen presume de haber sido uno de los pocos economistas que detectaron la que se nos venía encima, con bastante tiempo de antelación. Por ello se le concedió, en septiembre de 2010, el Premio Revere de Teoría Económica (en honor de Paul Revere y de su travevía nocturna para alertar a los estadounidenses de la proximidad del ejército colonial británico) a los economistas que mejor previeron la crisis. Entre los seleccionados, además del australiano estaban Nouriel Roubini, Michael Hudson, o las estrellas Stiglitz, Krugman,… Ha habido, por así decirlo, dos escuelas enfrentadas sobre la actitud del economista ante las crisis. La primera, la de Casandra: por amor, el dios Apolo concedió a la sacerdotisa Casandra el don de la profecía. Como ésta no le correspondió, la maldijo y le proporcionó un segundo don, éste de sentido negativo: podría adivinar lo que iba a suceder pero nadie la creería, lo que fue una continua fuente de dolor y frustración para ella. Casandra previó la destrucción de Troya, la muerte de Agamenón y su propia desgracia, pero fue incapaz de evitar esas tragedias. Ha habido pocos economistas Casandra que pronosticasen el arranque aciago del siglo XXI. Keen fue uno de ellos.
La segunda escuela, tan citada en La economía desenmascarada, es la del cisne negro. Casi coincidiendo con la aparición en nuestras vidas de las hasta entonces desconocidas hipotecas subprime en EEUU, se publicó, con gran éxito, un ensayo del profesor de Ciencias de la Incertidumbre (¡qué gran nombre para una asignatura!) de la Universidad de Massachussets, Nassim Taleb, titulado El cisne negro. ¿Qué es, en ciencias sociales, un cisne negro? Se trata de un suceso improbable cuyas consecuencias son muy importantes, una tormenta en medio de un cielo estrellado y sin nubarrones, que desencadena un huracán. Un cisne negro tiene tres características: es una rareza porque nada puede apuntar de forma convincente a esa posibilidad, porque produce un impacto tremendo, y porque la naturaleza humana hace que se inventen explicaciones después del hecho, con lo que se hace interpretable y predecible. La Gran Recesión ha sido mucho más un ejemplo de Casandras desatendidas (economistas que avisaban de la naturaleza inestable de las burbujas, a punto de estallar) que de cisne negro (algo imprevisible que se genera de repente).
Steve Keen defiende una revolución científica en la economía. Este libro forma parte de ella porque trata de demostrar no sólo que la crisis en la que estamos inmersos era sumamente predecible sino porque los economistas neoclásicos, los hegemónicos en el mundo político y los dominantes en el profesional, no estaban preparados para verla venir. Si, a causa de sus sufrimientos, los ciudadanos y los actores políticos son más proclives a considerar modos alternativos de teoría economía, política económica y economía política, éste es un buen momento para ofrecer una accesible visión de lo que sería un modelo económico alternativo y realista.
En su prefacio a la Teoría general Keynes comentaba que su escritura había necesitado de un largo proceso de distanciamiento de los “modos habituales de pensamiento y expresión”. Decía: “La dificultad no radica en las nuevas ideas sino en escapar de las viejas que, para quienes hemos recibido la formación más convencional, se ramifican hasta alcanzar cada esquina de nuestras mentes”. La economía desenmascarada es un esfuerzo permanente de poner en cuestión las viejas ideas, en una persona que fue educada –como tantos otros– en la síntesis keynesiana-neoclásica de hace 30 y 40 años. Es un intento de superar el adoctrinamiento económico y sustituirlo por formación económica. Se pregunta el autor, en la síntesis del texto, por qué a pesar de haber tantos bienintencionados economistas neoclásicos, casi todas sus recomendaciones favorecen a los ricos antes que a los pobres, a los capitalistas antes que a los trabajadores, a los privilegiados antes que a los desposeídos. Su respuesta es neta: “Llegué a la conclusión de que la razón por la que manifestaban esas conductas tan poco intelectuales, tan ideológica y en apariencia tan destructiva desde el punto de vista social no tenía que ver con patologías personales superficiales, sino que era de naturaleza más profunda. Lo que ocurría es que la forma en que habían sido formados les había inculcado las pautas de comportamiento de los fanáticos, más que de intelectuales desapasionados”.
Este es un libro escrito, sobre todo, para aquellas personas que se han sentido, de hecho, silenciadas por los economistas de la ortodoxia.
Autor del artículo: Joaquín Estefanía
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