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Theranos: cómo una joven emprendedora engañó a decenas de ricos con su “iPhone de la sangre”

Por eldiario.es  ·  13.09.2019

Elizabeth Holmes idolatra a Steve Jobs. Cuando su empresa aún no llenaba portadas de prensa, en el armario de esta joven emprendedora ya había 150 jerséis negros de cuello vuelto que le permitían no pensar demasiado en qué ponerse cada día y centrar todos sus esfuerzos en trabajar. Para mantenerse despierta comía granos de café recubiertos de chocolate; para parecer más seria y adulta en un mundillo dominado por hombres, agravaba su voz.

Holmes tenía solo 19 años cuando fundó Theranos y 20 cuando abandonó la Universidad, porque empezó ingeniería química en Standford pero nunca la terminó. Con 34, tras catorce años liderando una compañía que llegó a tener 800 empleados y a recaudar 1.400 millones de dólares de inversión, viajó hasta la madre de todas las fiestas: el festival Burning Man, en el desierto de Nevada. Era la última semana de agosto de 2018 y allí estaba Holmes de juerga, mientras a 600 kilómetros, en California, Theranos terminaba de desmantelarse, despedía a los pocos trabajadores que quedaban y echaba el cierre.

Por aquel entonces, la joven ya había sido acusada por el regulador estadounidense (la SEC) de fraude masivo, multada con medio millón de euros y excluida de dirigir cualquier empresa pública durante los siguientes diez años. Su expareja y expresidente de la compañía, el pakistaní Ramesh “Sunny” Balwani, también. Theranos se había vendido durante años como la revolución de los análisis de sangre: las agujas de extracción, decía, eran una auténtica “tortura medieval”, así que proponía una tecnología basada en recoger unas gotas con un pequeño pinchazo en el dedo y analizarlo en el momento en una máquina ad-hoc.

La primera versión de esa máquina se llamó Edison; la segunda, miniLab. Internamente, el miniLab también era conocido como el “4S” — igual que uno de los iPhones de Jobs.

Theranos llegó a estar valorada en 9.000 millones de dólares, pero se vino abajo rápido cuando se descubrió que todo era un engaño. Una serie de acontecimientos llevaron al periodista de The Wall Street Journal John Carreyrou a indagar sobre la realidad de Theranos, que se resumía en tres actos ocurridos tras el telón: a) la mayoría de muestras se analizaban en máquinas tradicionales, disponibles en el mercado, de empresas como Siemens; b) no era posible hacerlos con “unas gotas” de sangre y había que diluirla, y c) los análisis con sangre diluida tenían una alta probabilidad de error.

Algunos doctores desconfiaban. Una antigua empleada escribió a las autoridades sanitarias estadounidenses para denunciarlo. El primer artículo de Carreyrou, una demoledora investigación publicada bajo el discreto titular “Las dificultades de una empresa respetada” fue el comienzo de la bola de nieve que llevó a las acusaciones de fraude, al fin de la fiesta, a la actual investigación de un juzgado de California y a varios productos culturales sobre el caso llegados en los últimos meses a España.

Carreyrou publica ahora con Capitán Swing la versión en español de su libro, Mala sangre: secretos y mentiras de una startup en Silicon Valley, y HBO estrenó en marzo La inventora, un documental menos detallado y excesivamente centrado en la personalidad y figura de Holmes. Mientras tanto, Jennifer Lawrence prepara una película (Bad Blood). También hay un podcast: The Dropout, en inglés.

Los que picaron

¿Fue Theranos una anomalía en Silicon Valley o solo un ejemplo extremo de su imperante cultura ‘startup’, basada en glorificar a jóvenes que dejan sus estudios para montar empresas (Mark Zuckerberg de Facebook, Evan Spiegel de Snapchat o Jack Dorsey de Twitter) y practican el “finge hasta que lo consigas” hasta que o bien lo consiguen o bien se pegan un batacazo? Hay un poco de las dos.

Por un lado, escribe Carreyrou, “me resultaba difícil de creer que una persona que había abandonado la universidad, con solo dos semestres de cursos de ingeniería química en su haber, pudiera ser una pionera en ciencia avanzada. Claro, Mark Zuckerberg había aprendido a programar en el ordenador de su padre cuando tenía diez años, pero la medicina era diferente: no es algo que se pueda aprender por tu cuenta en el sótano de tu casa. Se necesitan años de instrucción formal y décadas de investigación para añadir valor. Por eso es por lo que muchos premios Nobel de Medicina tienen más de sesenta años cuando se reconocen sus logros”.

Theranos entraba en un terreno más delicado que el de una simple app —aunque con el tiempo se haya demostrado que los efectos de Facebook o Twitter, que fomentan el discurso del odio y son un nido de información falsa, también pueden ser perversos— ofreciendo diagnósticos de salud a pacientes. Pero por otro lado, el ascenso de su fundadora está plagado de los elementos clásicos que rodean al 90% de las startups.

Empecemos por los inversores, los primeros que arriesgaron su dinero y creyeron en Holmes. “Para recaudar el dinero que necesitaba”, escribe el periodista en su libro, “Elizabeth aprovechó sus conexiones familiares. Convenció a Tim Draper, padre de su amiga de la infancia y antigua vecina, Jese Draper, para que invirtiera un millón de dólares. El nombre de Draper tenía mucho peso y ayudó a darle cierta credibilidad a Elizabeth: el abuelo de Tim había fundado la primera firma de capital riesgo a finales de los años cincuenta y la propia empresa de Tim, DFJ, era conocida por sus lucrativas inversiones en compañías como Hotmail. Otra conexión de la familia que aprovechó fue Victor Palmieri, viejo amigo de su padre. Los dos se conocieron a finales de los setenta cuando Chris Holmes trabajaba en el Departamento de Estado y Palmieri ejercía como embajador general para asuntos de los refugiados”.

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