Algunos de los mejores textos literarios y ensayísticos surgen de una experiencia personal que deja huella en sus autores. Este es el caso de La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo, escrito por Olivia Laing (Brighton, Reino Unido, 1977) durante una estancia en Nueva York, ciudad en la que se sintió sola y tremendamente extranjera tras la ruptura de una relación amorosa que la había llevado hasta allí. Así lo resume en las últimas páginas de su libro, un híbrido entre crónica y ensayo de crítica cultural: “Cuando llegué a Nueva York estaba hecha pedazos y, aunque parezca perverso, la vía para recuperar una sensación de entereza no fue conocer a alguien o enamorarme, sino acercarme a las cosas que otros habían creado y asimilar despacio, a través de este contacto, el hecho de que la soledad, el anhelo, no significan que uno haya fracasado, sino sencillamente que uno está vivo.”
Laing decide entonces emprender la investigación que culminará en este libro de estructura heterogénea acerca de la soledad en las grandes ciudades y del papel de las artes visuales como medio para actuar en el mundo físico de un modo no autodestructivo. A través de las vidas y obras de los artistas Edward Hopper, Andy Warhol, Klaus Nomi, Peter Hujar, Jean-Michel Basquiat y otros considerados “marginales” como Henry Darger (que trabajó como conserje de un hospital durante décadas y cuya obra vio la luz póstumamente) o David Wojnarowicz (al que el Museo Whitney neoyorquino dedicará por fin una gran muestra retrospectiva en 2018), Laing desarrolla una teoría de la soledad y de la búsqueda desesperada de intimidad en las grandes ciudades occidentales donde las familias numerosas y unidas han dejado de ser moneda corriente.
A través del hilo conductor de la soledad y el aislamiento, Laing arroja una luz nueva sobre la obra y personalidad de estos artistas. Sus conclusiones están rigurosamente documentadas gracias a textos teóricos y al material que encontró en archivos como el de la Universidad de Nueva York o el del Museo Warhol de Pittsburgh, donde accedió a las “Cápsulas del tiempo” legadas por el artista, en las que se podían encontrar desde cartas personales hasta un guante desparejado o un frasco de perfume abierto. Los frutos de esta investigación se intercalan con las conmovedoras crónicas de la experiencia de la autora en la ciudad de Nueva York como inquilina en diversos apartamentos que va subarrendando, y también con su análisis meticuloso de las sensaciones negativas –vergüenza, hostilidad, miedo– que genera el aislamiento continuado en las personas.
La soledad que Laing analiza en profundidad es aquella no deseada, la que se vive como estigma, la “loneliness” de la lengua inglesa –término que ella emplea profusamente en la versión original de su ensayo– y no la tan a menudo anhelada “solitude”, esa sensación grata de encontrarse momentáneamente sin compañía a la que le cantaba Henry Purcell en una de sus arias, considerándola “mi más dulce elección” (“my sweetest choice”), según la letra de la poeta Katherine Phillips.
Pero esa soledad que se filtra por cualquier rincón de Nueva York y que con tanta sensibilidad detecta la autora no es solamente la que experimentan aquellos que carecen de pareja o lo que –en tiempos recientes– se ha dado a llamar “proyecto sentimental”, como a veces nos hace entender a lo largo de las páginas de su libro. Ese es el único aspecto en el que el ensayo flaquea, en las ocasiones en que ofrece una visión reduccionista de la soledad, si bien en la mayor parte de las secciones del libro Laing se refiere a un estado más general, que abarca lo que ella misma denomina “paisaje emocional” del individuo.
Uno de los puntos fuertes de este texto tan personal se halla en las reflexiones sobre la desaparición de ciertos espacios públicos de intercambio lúbrico en Nueva York tras la aparición en los años ochenta de la epidemia de sida y la posterior gentrificación de la mayoría de barrios de Manhattan. Si bien es cierto que estos espacios eran peligrosos –la Times Square de los años setenta y la zona de Hell’s Kitchen, junto a los muelles abandonados de Chelsea–, es innegable que desempeñaron un papel icónico en la vida artística de la ciudad y en la obra de creadores como Wojnarowicz, que era un asiduo de las naves en ruinas de Chelsea.
Por último, sobresalen como aciertos los “cameos” que hacen a lo largo del ensayo ciertos artistas que vivieron en Manhattan y alrededores en algún momento de sus vidas: Valerie Solanas, Greta Garbo –incansable paseante de sus calles–, Zoe Leonard, autora de Strange fruit, una instalación elaborada con fruta podrida en homenaje a su amigo Wojnarowicz, y otros entre los que es justo destacar al emprendedor Josh Harris quien, a finales de los años noventa y en palabras de Laing, “predijo la función social de internet, que intuyó en cierto modo el poder de la soledad como fuerza motriz”. Aunque no sea estrictamente un artista, Harris fue bautizado como “el Warhol de la red”, y algunos de sus proyectos como el estudio llamado Pseudo, que Laing describe como una “frenética combinación de happening y estudio de televisión”, se asemejaban mucho a la Factoría que Warhol puso en marcha en el número 33 de Union Square. De ahí que resulte pertinente la elección de Harris por parte de la autora para ilustrar sus reflexiones sobre la soledad en un presente en el que la vida virtual ocupa tantas horas como la terrenal en la existencia de muchos individuos.
Ver artículo original