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Solo para fumadores (y allegados)

Por Jesús Marchamalo  ·  05.09.2010

Me encargaron, antes del verano, un prólogo para una nueva edición de Lady Nicotine, de Barrie, y Del placer y del vicio de fumar, de Italo Svevo que Capitán Swing Libros va editar ahora en septiembre.

Y he escrito un texto donde hablo de la relación, indisociable, entre tabaco y literatura. Fumaba, por ejemplo, Kipling, y hay una foto suya -bigotes y gafitas y sombrero-, en la que aparece sujetando distraído un cigarrillo entre los dedos.

Fumaba Conrad, fumaba Chesterton, fumaba Twain, fumaba Simenon -es difícil encontrar una foto suya donde aparezca sin pipa-, y fumaba, y mucho Sartre, allí en el café Flore, donde se sentaba a escribir, al lado o cerca de Simone de Beauvoir que, por cierto, también fumaba. Tal vez aquellos cigarrillos que se vendían en una caja azul, enormes como si fueran comestibles, los Boyards.

Se cuenta que, durante años, Alejo Carpentier les traía habanos desde la Cuba castrista, como regalo revolucionario, que Sartre y Beauvoir dejaron de aceptar tras la invasión de Checoslovaquia.

Aquí, fumaba Baroja, unos cigarrillos humeantes como barcos; fumaba Machado, y sus solapas aparecían frecuentemente salpicadas de ceniza, y fumaba Pla. Cada vez que se trababa escribiendo, sacaba la petaca, el papel sobre el que derramaba unas hebras de tabaco, lo liaba y se lo fumaba. Cuando le obligaron a dejar de fumar se lamentaba de no haber vuelto a escribir como antes, cuando se detenía a pensar cada adjetivo mientras se hacía tranquilamente un cigarrito.

Recuerdo también la foto de Anne Sexton, la seductora Sexton de ojos de hielo, sujetando un pitillo en su mano derecha. Y otra  foto de la baronesa Blixen, la autora de Memorias de África, también con un cigarrillo entre los dedos, mundana y sofisticada.

Y falta, en esta lista interminable, de humo y literatura, Cabrera Infante, el hombre que se hizo humo, y antes Lezama, el enorme Lezama que fumaba tabacos, allí en su casa de la calle Trocadero, en La Habana, escribiendo sus versos con sus letra minúscula al lado de la cocina, porque comentaba que resultaba imprescindible, para su literatura, el olor de la comida.

El otro día, hablando del humo y de los libros con mi amigo el pintor Emilio González Sáinz, me mencionó a Julio Ramón Ribeyro, y su librito Sólo para fumadores. Un complendio sentimental de humos, y marcas, y cajetillas, y personajes que fuman: Hemingway, Gorki, Faulkner… Me han contado que el propio Ribeyro fumaba todo el tiempo. Tanto que la ceniza caía sobre su máquina mientras escribía, de modo que, al terminar, tenía la costumbre de darla la vuelta, para poder limpiarla.

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