Entre los buenos momentos de lectura que me ha proporcionado el confinamiento está ‘La ciudad solitaria’ (Capitán Swing), un ensayo de la escritora Olivia Laing. Nos habla de una situación que estas semanas ha experimentado mucha gente en todo el mundo: la soledad e incluso el aislamiento físico, especialmente en las grandes ciudades. Laing parte de una época en la que vivió en Nueva York, tras un desengaño amoroso, y se sentía sola e incapaz de comunicarse con otras personas.
“Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios”, escribe, donde “la deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad” hacen que sea imposible “encontrar la intimidad que deseamos”. Este estado de ánimo la lleva a refugiarse en una serie de artistas que vivieron la soledad de una manera particular y así lo han reflejado en su obra. Nos habla de Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz o Klaus Nomi, entre otros, y eso le permite un retorno intelectual, un hilo de ideas sobre lo que ella vive que quizás sea terapéutico.
Laing nos cuenta que Andy Warhol necesitaba estar rodeado de gente para que su soledad interior no fuera depresiva. Cuando, en lugar de amigos, empezó a tener “seguidores”, fue a ver a un psiquiatra. A la vuelta de la visita, se compró el primer televisor de su vida. A partir de entonces comenzó a confiar en las máquinas para “llenar el vacío emocional”. Me pregunto si hoy, medio siglo más tarde, no es lo que hemos acabado haciendo todos, con tanto Zoom y tantas redes sociales.
El confinamiento ha situado a mucha gente en una soledad obligatoria, un callejón sin salida donde ni siquiera quedaba el consuelo de mezclarse con otras personas. Kierkegaard, que era un solitario, se prescribía “baños de gente” paseando por Copenhague y luego volvía a sentirse solo y bien.
En estos tiempos se ha dado la situación contraria: la única forma de sentirte acompañado, formando parte de una comunidad, era quedándote en casa, como máximo hablando con los vecinos desde la distancia. Si salías fuera y paseabas por las calles vacías, aunque solo fueran cinco minutos, la soledad opresiva te caía encima con toda la contundencia de un castigo bíblico.
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