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Sobrevivir a la Corea del Norte de las hambrunas para contarlo

Por Valencia Plaza  ·  27.04.2020

Masaji Ishikawa era hijo de un coreano y una japonesa que emigraron a Corea del Norte seducidos por la publicidad de la nueva utopía que se estaba poniendo en marcha. Se les aseguraba tierra, hogar y educación para los hijos. En sus memorias, el autor narra cómo al llegar les asignaron una infravivienda y la situación se fue degradando hasta extremos inconcebibles con las hambrunas de los años 90. Masaji logró huir, pero al final de su vida, admite que hubiera preferido quedarse porque allí al menos tenía a sus familiares.27/04/2020 – 

VALÈNCIA. Todo cambia. Ni siquiera Corea del Norte ha permanecido inalterable en los últimos años, pese a tener todos los ingredientes enemigos del dinamismo en una sociedad, estalinismo y monarquía absoluta al mismo tiempo. Sabemos por el estudio sobre la arquitectura urbana de su capital, [Un] Precedent Pyongyang, de Dongwoo Yimpresentado hace pocos años en el Col.legi d’Arquitectes de Catalunya en Barcelona, que su utópico plan de vivienda basado en microdistritos autosuficientes, un modelo leninista, está siendo derribado para hacer viviendas más altas y con mayor capacidad y, especialmente, casas para la nueva case alta que ha aparecido con el sector privado derivado de la tímida apertura económica del país, los donju.

Otro libro, North Korea Confidential, de Daniel Tudor y James Pearson, periodistas de The Economist y Reuters, describía una Corea del Norte contemporánea en la que conviven ejecutivos con móviles de última generación y un sistema penitenciario basado en el gulag. Al menos ahora los campesinos pueden retener parte de lo que cosechan y hay un mercado clandestino que garantiza la supervivencia. Esto no era así hace treinta años y queda patente en un libro publicado por Capitan Swing, Un río en la oscuridad. Las memorias de Masaji Ishikawa, un superviviente de los años más duros del régimen que logró escapar del país.

Su madre era japonesa y su padre coreano. Vivían en Japón al término de la II Guerra Mundial. Su padre era un activista de la Liga de los Coreanos de Japón -que fue declarada grupo terrorista por las autoridades-, estaban considerados ciudadanos de segunda clase. Como muestra, cuando se casó, su madre, japonesa, fue repudiada por su familia.

Era el Japón de la posguerra, el que retrató Yosihiro Tatsumi en Infierno y Qué triste es la vida, donde la miseria, el alcohol y la pobreza lo invadían todo y a veces los padres se veían obligados a prostituir a sus hijas. Masaji tuvo que ver cómo su padre bebía y le daba palizas a su madre. Era un hombre que se había abierto paso en el mercado negro valiéndose tan solo de su fuerza física y su determinación. No obstante, la marginalidad y el rechazo de las autoridades y la sociedad le hizo vulnerable y eso favoreció que se dejara seducir por cierta propaganda.

“Al igual que nosotros, nuestros profesores vivían en la pobreza, así que se agarraron a un clavo ardiendo. Ahí estaba ese país esa tierra prometida, un paraíso en la tierra, un territorio de leche y miel. Sumidos en la desesperación, se dejaron engañar por todas esas afirmaciones y nos trasladaron las mentiras a nosotros”

Un día, a través de los círculos coreanos les llegó que en Corea del Norte se estaba levantando un nuevo país, una sociedad utópica, en la que todo el mundo tendría una casa, una tierra y no habría que pagar por la educación de los hijos. El joven país comunista necesitaba mano de obra, era un sistema de captación de recursos humanos muy prosaico, pero los Ishikawa picaron el anzuelo.

Al llegar, les asignaron una infravivienda. Los lugareños les detestaban por su relación con Japón. Los veían como millonarios por sus enseres personales. Sin embargo, el trabajo que le dieron al padre era en lo más bajo de la escala social. Y tampoco podía prosperar dada su condición de coreano japonés. Los vecinos les robaron todo lo que trajeron consigo. Su madre enfermó y murió. Se les quemó la casa. Una tragedia absoluta.

El libro describe jornadas laborales extenuantes de quince horas que luego tenían que complementarse con horas de adoctrinamiento. Al final, el padre acabó en una mina y también murió. Masaji se quedó completamente solo, también fue abandonado por su mujer y madre de su hijo. No tenía con qué darle de mamar al pequeño, iba mendigando a las vecinas con el hijo en brazos a ver si alguna le hacía el favor de darle el pecho. AL final le daba leche de arroz para que engañase el hambre. Hasta aquí, la parte positiva Cuando iban bien las cosas.

Luego, cuando muere Kim Il-sung y llega al poder su hijo, Kim Jonng-il en 1994, llegaron los años más duros. La URSS y sus satélites se habían evaporado, el país se quedó sin ayudas y comercio procedente de la esfera socialista, empezaron las hambrunas. Masaji había vuelto a casarse y tuvo que afrontar esa etapa de carencias con tres criaturas a su cargo.

Describe escenas escabrosas, como la gente caminando como zombis con los cadáveres tirados por la calle. Comían bellotas, hierba, cocían la corteza de los árboles. Una dieta que les obligaba a sacarse las heces del ano con el dedo.

“La situación se volvía cada día más nefasta. La gente hambrienta se paseaba sin esperanza ninguna, mientras otros simplemente se quedaban tirados en la calle. Al poco, también hubo cadáveres tumbados a plena vista, abandonados a la descomposición. Mujeres. Ancianos. Niños (…) Incluso escuché el rumor de que un hombre había matado a su esposa y se la había comido. Estoy seguro de que era cierto, como también lo estoy de que no fue el único caso”. 

Cuando llegó a ser insoportable, decidió huir. Escapó colándose en un tren y pudo cruzar el río Yalu. Es la única forma de viable de salir del país, hacerlo hacia China a través de alguno de los ríos fronterizos. Hay un excelente director de cine chino-coreano, Zhang Lu, que le ha dedicado muy películas al fenómeno de los refugiados que llegan a China.

Dice Masaji que sabía que había logrado salir de Corea del Norte cuando empezó a ver perros, allí se habían comido todos los animales. Le salvó una familia china de la inanición y logró ponerse en contacto con la embajada japonesa. Los diplomáticos le sacaron del país y en Japón empezó una nueva vida limpiando váteres y durmiendo en un refugio para personas sin hogar. Desde allí intentó sacar a sus hijos, pero no pudo. Le fueron llegando poco a poco las noticia de que su familia norcoreana iba muriendo, uno por uno. Pese a escapar de esa pesadilla, las últimas líneas del libro son amargas. Masaji da a entender que hubiera preferido morir de hambre, pero con alguien al lado. Unas memorias duras, secas  y sin moralismos sobre el fracaso de la utopía. Imprescindible.

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