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Sobre los adoquines están los argumentos

Por Revista Quimera  ·  08.11.2011

De acuerdo con el esquema tripartito propuesto por Foucault en su seminario Seguridad, territorio, población, la soberanía se ejerce sobre los límites de un territorio, la disciplina se ejerce sobre el cuerpo de los individuos y la seguridad se ejerce sobre el conjunto de una población. En el punto de entrecruzamiento entre estos tres dispositivos de poder se encuentra la ciudad como espacio de socialización y modelo organizativo: una concentración de población dentro de un pequeño territorio. En este microcosmos el juego espacial se vuelve mucho más complejo. A medida que aumentan los posibles encuentros entre individuos, hasta el punto de volverse prácticamente ilimitado el número de permutaciones posibles, se incrementa proporcionalmente la inseguridad, el anonimato y la indiferencia mutua. Junto con el debilitamiento de los lazos de proximidad moral y familiar, sobre los cuales se asientan las sociedades tribales, surgen las condiciones propicias para la emergencia de lo político. La categoría de “ciudadano” se antepone a la condición de prójimo u hermano, las relaciones contractuales se imponen sobre los lazos de sangre, se constituye un espacio público basado en la libre confrontación de opiniones. De este modo, las pasiones cálidas de la moral dejan lugar a la meticulosa racionalidad política: el arte de la mediación, de la medida y, en última instancia, de los medios. En la balanza de medios y fines, la cohesión interna de la ciudad es un fin en si mismo. La gran incógnita del pensamiento político ciudadanista es cómo garantizar el correcto funcionamiento de la ciudad en torno a redes de asociación espontáneas que respeten los principios ya señalados (libre confrontación de opiniones en una relación entre iguales.

La ciudad se caracteriza por la diversidad y pluralidad pero también por la inestabilidad de las relaciones. La inseguridad es consustancial a un espacio público sometido a la afluencia constante de desconocidos. De ahí la necesidad de multiplicar los mecanismos de fijación y control. No es de extrañar, por tanto, que la ciudad sea el objeto preferido de las proyecciones utópicas. La utopía refleja un estadio de ordenación policial perfecta. En ella se realiza la ensoñación burocrática (cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa). La distribución de los cuerpos sobre el espacio es armónica. El control sobre las eventualidades, absoluto. No hay lugar para lo inesperado en la ciudad de nuestros sueños. La felicidad se desparrama sobre los objetos con la condición de que no se modifique un ápice el estado de cosas existente. Desde la Kalipolis de Platón a la Ciudad Radiante de Le Corbussier, pasando por la Utopía de Tomás Moro, las concentraciones urbanas han sido sometidas a un sin fin de proyecciones imaginarias por parte de filósofos, arquitectos y ensoñadores. Visibilidad, accesibilidad y armonía han sido las ideas más recurrentes de estos pensadores obsesionados por la construcción de una sociedad sobre bases nuevas, de acuerdo a las directrices de la Razón con mayúsculas. La ciudad ideal encarna en el espacio el principio de ordenación racional, controlado desde un órgano central que lo planifica todo con la meticulosidad de un geómetra. Un lugar común dentro del pensamiento urbanístico ha sido la preferencia por los asentamientos de escaso tamaño, donde el conocimiento mutuo hace las veces de vigilancia policial. Esta es una constante de la ciudad ideal proyectada por Platón al nuevo urbanismo de Duany (Kalipolis estaría habitada por unas 5.000 personas). La tradición republicana suele considerar que la gestión de los bienes públicos a través de la democracia directa sólo es posible dentro de comunidades reducidas, que el ciudadano que ejerce con plena libertad sus funciones debe ser habitante de una pequeña comunidad de iguales asociados contractualmente.

Si algo tienen en común Vida y muerte de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, y El espacio público como ideología, de Manuel Delgado, consiste en el ejercicio de poner en entredicho algunos de los axiomas principales del urbanismo utópico que hemos subrayado. Jacobs desmantela el racionalismo a priori de los modelos de planificación central en favor de un urbanismo respetuoso con las experiencias concretas de autogestión por parte de la comunidad de vecinos. Frente a los macro-proyectos de reconstrucción urbana puestos en marcha por la imaginación utópica, apuesta por una sensibilidad hacia lo ya existente, funcional y concreto. Reclama que “lo pequeño es hermoso”. En resumen, es reacia a pensar que en materia de urbanismo haya fórmulas mágicas para todo tiempo y lugar. Este libro es toda una proclama contra la escuela moderna de arquitectura comandada por Le Corbusier y Moses, un texto incendiario que tiene el vicio de reestablecer un utopismo negativo: Jacobs termina cayendo en una idolatría del barrio orgánico como espacio espontáneo de asociación. Recordemos que el aparato de vigilancia informal que ella considera tan benévolo puede volverse opresivo y degradante para el resto de individuos, como le reprochó Richard Sennet.

Por su parte, el libro de Delgado se detiene a determinar las contradicciones ideológicas que subyacen al concepto de ciudadanía, los conflictos de intereses que laceran los principios de la acción comunicativa, la lucha de clases acallada por la retórica del liberal de “los individuos libres que acceden a ponerse de acuerdo mediante la práctica del contrato”. A parte de su contenido, este libro tiene el valor añadido del contexto de su publicación, apenas unas semanas antes del estallido insurgente del 15 de mayo. Algunos pasajes del capítulo dedicado a las “Trampas de la Negociación” resultan proféticos de cara a lo sucedido durante los últimos meses en España. Para empezar, la descripción que ofrece de los movimientos sociales en huelga de identidad permanente coincide punto por punto con algunas señas de identidad y algunos de los defectos de este proceso constituyente abierto por la ciudadanía responsable: “no dejan de revitalizar el viejo humanismo subjetivista, pero aportan como relativa novedad su predilección por un particularismo o circunstancialismo militante, ejercido por individuos o colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas hiperconcretas […] renunciando a toda organicidad o estructuración duradera, a toda adscripción doctrinal clara y a cualquier cosa que se parezca a un proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso.”

En última instancia, tanto Jacobs como Delgado asumen una posición metodológica común: no existe un punto de vista único en la construcción de la ciudad, no hay un órgano central de planificación, sino una pluralidad de intereses en conflicto. La cohesión interna de la ciudad es el precario producto de un equilibrio no consensuado. Sin embargo, cuando entramos en profundidad las divergencias saltan a la vista. La americana interpreta el espacio público desde la óptica liberal de la libre concurrencia de intereses, gustos y necesidades; apuesta por una gestión privada de los lugares comunes, frente a la razón de Estado determinada desde las alturas burocráticas. El español objeta que ese espacio común ya está viciado de antemano por los intereses de la clase dominante que instrumentaliza a su favor la confusión entre sus intereses particulares y los de todos para promocionar una serie de prácticas y modos de vida beneficiosas para ellos. Aquí encontramos la línea ideológica que contrapone a los autores. Jacobs subraya la espontaneidad de las prácticas vecinales, con independencia de la extracción de clase de la comunidad de vecinos. Delgado, en una terminología deudora del marxismo estructuralista de Althusser, afirma que los individuos reproducen inconscientemente ciertos patrones de conducta que vienen dado por su posición de clase, por mucho que quieran zafarse de sus identidades preestablecidas.

Ernesto Castro Córdoba