1.
El 2 de diciembre de 1977, en el apartadero de trenes de Coney Island, Lee, Mono, Doc y Slave pintaron un tren entero, compuesto por diez vagones. Era un hito. No tanto por ser los primeros (en realidad fueron los segundos en pintar un tren entero) sino por el impacto de la pieza. Diez vagones, de arriba abajo, de un lado al otro, destacando sobre todo la composición central: un Papá Noel felicitando la navidad. Y junto él, en el resto de vagones, varios símbolos populares como Micky Mouse y otros elementos por el estilo. Así lo recuerda Lee: “Este tren fue lo mejor que hemos hecho nunca; bueno, y lo mejor que se haya hecho nunca en esa línea, en la línea 4. Estoy seguro de que la gente que lo vio no puso la televisión esa noche al volver a casa. Hablaron del tren que habían visto”.
2.
Getting up. Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York, de Craig Castleman, arranca con esta historia. La recreación por parte de Lee, uno de los miembros de los Fab Five, de cómo llevaron a cabo la peripecia de pintar un tren entero. Getting up fue publicado originalmente en 1982, siendo traducido al español a mediados de los ochenta. Aparece reeditado a los treinta años de su aparición sin perder un ápice de su fuerza histórica, más aún, reaparece con todo el peso de ser ya un clásico, una pieza central para todo aquel que quiera asomarse —con eso vale— al periodo en el que el grafiti toma el mando visual de las calles de Nueva York y, por extensión, de todas las grandes capitales mundiales. Sin embargo, si para empezar nos referimos a su sentido elemental lo que hallamos en Getting up es un documento, pero un documento que es a su vez la apertura de una posibilidad más amplia de reflexión. He ahí lo fascinante de este trabajo. No se trata de juicios de valor, no trata Castleman de elaborar teorías socio-políticas (que hubiera sido lo más sencillo), pero tampoco nos lleva al árido (y poco fructífero para un territorio como éste) documento estadístico, ni deriva hacia cuestiones de clase social, sino que trata de recoger datos, de exponerlos ordenadamente pero bajo el aspecto de una narración entre histórica y policíaca. No es una crónica, ni se trata de periodismo gonzo, ni de un informe a secas. Es todo eso, pero también es algo más (o algo menos). He ahí lo positivo (y lo negativo) del libro. Más positivo que negativo. De hecho, mucho más. Lo coyuntural del libro, permite, en una lectura entrelíneas, la posibilidad de ampliar sus lecturas, y ver en este libro la huella original de una mutación más global en lo referente al aspecto de las ciudades. Castleman, aconsejado por Margaret Mead a lo hora de emprender este estudio, se dedica a recopilar información, hablar con policías, con grafiteros, con políticos, seguir por la prensa los problemas que causa el grafiti en el marco político, etc.
3.
Podrían extraerse muchas lecturas de este libro, precisamente por su carácter descriptivo. En este caso, destacaremos sólo algunas de ellas. El arranque novelesco, con los Fab Five como protagonistas, permite visualizar tanto el ámbito social en el que se va a mover el libro como las intenciones de intervención/transformación propias de los grafiteros. O, mejor, podrían relacionarse. Buena parte de los grafiteros son portorriqueños, o más ampliamente, de origen latino. Otros son negros. Unos del Bronx. Otros de Brooklyn. Una de las cuestiones, precisamente, que relaciona el aspecto social y de transformación urbana que late tras el desarrollo del grafiti es la necesidad de ese hacerse ver tanto por parte de los individuos como de las comunidades. Pero quedarnos en este simple territorio social sería hacer trampa. El grafiti, desde su origen, parece esconder no una necesidad de expresarse (algo que parece demasiado cursi —lo es—) sino la necesidad de ver con otros ojos y desde otra perspectiva el continuo dinamismo de la ciudad. Entre los muchos datos que recoge Castleman no deja de sorprender cómo estos escritores tienden a ver la ciudad como un lugar destinado al movimiento y que este movimiento necesita a su vez de transformaciones visuales. Así, como Baudelaires o Constatin Guys portorriqueños estos artistas se sitúan en las estaciones de tren (o en las calles) y divisan durante horas el paisaje que frente a ellos se desarrolla, observando al mismo tiempo las posibilidad de hacer de ello un territorio más atractivo en su variación constante. “Muchos escritores —escribe Castleman— pasan también mucho tiempo sentados en las estaciones del metro mirando y comentando las piezas pintadas en los trenes que pasan”. Lee, uno de los escritores más conocidos, añade: “Todos los escritores estaban allí porque en las primeras horas de la mañana pasan más trenes”. La idea de permanecer en medio del flujo urbano del metro para ver el movimiento de los vagones parece alimentar a muchos de los primeros escritores.
4.
He dicho “grafiteros”, pero esa no deja de sar una palabra inadecuada. La palabra correcta es escritor. Sí. A sí mismos se denominan escritores. La escritura en su sentido más fuerte, como el hecho de dejar una huella. Dice Castleman: “cuando ellos hablan de sí mismos, utilizan la palabra “escritores””. La escritura como imagen, entendida ésta como huella. Pero escritura desprendida. Pero ¿quién fue el primero? No hay dudas: Taki 183. Él fue el primero. desde finales de los sesenta se dedicó a escribir su nombre por toda la ciudad. ¿Por qué? Los resultados de una investigación realizada por el New York Times en 1971 revelaban que “Taki era un joven parado de diecisiete años que aquel verano no tenía nada mejor que hacer que andar pintando su nombre allí por donde pasaba”. En una especie de compulsión gráfica, Taki 183 reconoce, tiempo después, que no puede dejar de escribir allí donde va. Es más, añade: “no podría retirarme nunca… además… esto no hace daño a nadie. Yo trabajo, pago mis impuestos. ¿Por qué tienen que meterse con las más inofensivos? ¿Por qué no se enfrentan con las compañías de publicidad que llenan el metro de pegatinas en las épocas de elecciones?”
5.
Otro de los momentos importantes del libro es igualmente el proceso por el cual Castleman disecciona tanto el concepto de escritura como de escritor. La escritura tiene la forma de una huella, de un indicio, de un hacerse ver. Pero ese hacerse ver en la escritura implica un doble movimiento: la cantidad y la calidad. Visibilidad en aumento y estilo en la composición. El estilo es importante, pero como señala Tracy 168, “el estilo no significa nada si tu nombre no aparece con frecuencia. ¿Cómo va a conocer la gente tu estilo si no ve piezas tuyas?”. Esto genera debates en el mundo —tremendamente jerárquico— del grafiti. Parece, sin embargo, que la cantidad de veces que tu nombre aparece en el metro o en cualquier otro lado es más importante que la calidad de la escritura. De esta forma surgen lo que se denomina “throw-ups”, es decir, “potas”. El escritor que más veces escribe su nombre en una línea recibe el título de “rey de la línea”. Esto ha hecho que las “potas”, es decir, escritura chapucera y sin estilo, llena de churretones y sucia, pase de ser censurada a ser incluso alabada. De todos modos, no puede olvidarse que la fama (cuestión central para los escritores) se alcanza quizá —o eso parece— por el camino del equilibrio, como parece buscar el mencionado Lee, de los Fab Five. De Lee, P-Body dice lo siguiente: “Su estilo es el mejor de la ciudad. Además es un tío que se hace ver cantidad”. Escribe Castleman: “Los pintores especializados en vagones enteros, como Lee o Blade, calificaban abiertamente la “pota” de “montón de basura” y empezaron a lamentarse de que la popularidad que estana alcanzando suponía la muerte del grafiti”
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Escritores, estilo, cantidad, fama… Castleman lo tiene claro. A pesar de su pulcro descriptivismo parece que en ocasiones hace decir a sus interlocutores lo que él está deseando que digan. Es así cuando uno de ellos describe cómo todos esos elementos (desde el mismo concepto de escritor hasta el de “pota”) forman parte de una realidad lingüística y social propia. Wicked Gary, un escritor de Brooklyn, dice lo siguiente: “Era un sistema de comunicación e interacción totalmente diferente de aquellos que estábamos acostumbrados a manejar en la vida normal, como la lengua, el dinero u otras cosas por el estilo. Teníamos nuestras propias palabras, nuestra propia tecnología, nuestra propia terminología. Las palabras que utilizábamos significaban cosas que nadie salvo nosotros podía identificar. […] Todo ello era algo exclusivamente nuestro”. El sentido de comunidad socio-lingüística se hace evidente a lo largo del libro. Bama, junto a Lee, uno de los grandes nombres del libro, lo describe así: “Era divertido… lo más hermoso de todo. No sé, estás allí sentado pintando de madrugada con cuatro tíos más y miras a un lado y al otro y los ves trabajando en una sola meta: hacer que este tren sea más bonito. Hay tanta paz en todo esto. Te inunda ese sentimiento de creatividad, esas vibraciones que emanan de todo lo está sucediendo allí. […] Cuando estás pintando te sientes más cerca de los otros, tienes que confiar en el que está a tu lado, porque cuando tú no estás vigilando, confías en que lo esté haciendo él”. Castleman lo describe así: “En los primeros días de la historia del grafiti en el metro neoyorquino, cuando los escritores hacían una expedición a las cocheras llevaban lo necesario: unos cuanto sprays y rotuladores. Hoy suelen llevar comida, bebida, hierba, radios, guantes, ropa para cambiarse y, en el caso de que se trate de una pieza grande, maletas o bolsas llenas de pintura”
7.
Robar es importante. Mangar sprays y rotuladores forma parte del rito de los escritores. Castleman describe algunas de las muchas técnicas. Nunca comprar. Y si lo hacen nunca reconocerlo.
8.
Junto al tema de la comunidad, de la convivencia, Wicked Gary se refería a unas palabras propias, a una tecnología propia así como a un terminología propia. Castleman recoge detalladamente todo ello. Tags, potas, piezas (de arriba abajo, de punta a punta), etc. Phase II inventó la llamada “letra pompa”, así como Pistol I la denominada “letra 3-D”. Es importante saber quién y cómo inventó algo. Es una comunidad, como señala Castleman, donde la fama es importante, donde el novato (denominado “toyaco”) es menospreciado, y donde el hacerse un nombre es clave. Uno de esos nombres es Super Kool. Todos los escritores parecen deberle algo. En 1972 creó la primera pieza maestra. Así la denominaba el resto de escritores. Entre otras muchas cosas Super Kool desarrolló uno de los grandes avances tecnológicos, clave para el desarrollo del grafiti. “Super Kool —escribe Castleman— había descubierto que cambiando la válvula normal del spray por otra más gruesa del tipo de las de los sprays de espuma o almidón, podía cubrir de pintura superficies más grandes, dándoles además un aspecto aterciopelado, y ello con una sola pasada”. Bama llega a decir que “Super Kool es el padre de todos los escritores del Bronx”, y sobre todo de aquellos que, como Jeff Kool, y otros, tomaron su apellido. El mismo Bama recuerda cómo Super Kool lograba que sus piezas apareciesen, aunque fugazmente, en películas: “Super Kool aparecía en El exorcista. ¿Te acuerdas del metro que entra en la estación cuando el cura iba a visitar a su madre? ¡Qué estupendo era Super Kool!”.
9.
Los setenta es el década del hacerse ver. En el arte, parece evidente. Es la década en la que el feminismo introduce el debate de la visibilidad en los espacios del arte contemporáneo. Es una década de protestas y de visibilidades. Estos escritores no pretenden menos. Se trata de hacerse ver en todos los sentidos posibles de la expresión. Desde la teoría del arte uno de los aspectos más destacables —aunque el autor con su fantástico temple no entre en ello— es el de los límites del trabajo de estos escritores. De los límites, me refiero, entre arte y no-arte. De la línea de tensión que se crea entre la acción (o el happening según indica Castleman), el deseo, la intención y la recepción del trabajo de estos escritores. ¿Es posible generar un espacio de disrupción para estos escritores dentro del mundo del arte de los setenta? No queda claro del todo el marco artístico desde el cual estudiar el fenómeno del escritor de grafiti. A pesar de ello, a lo largo del libro no se aclara. Ni mucho menos existe esa intención en Castleman (afortunadamente). Ahora bien, en las diversas declaraciones de los escritores (y adyacentes) podemos leer la constante búsqueda de un lugar para el conflicto. El arte —como institución impermeable— aparece ahí, frente a ellos, como territorio para compararse y abastecerse, para despreciar y aprovechar su mercado. Los mismos escritores son los primeros en establecer metáforas: el vagón de metro como un cuadro en movimiento, el metro como una exposición en tránsito. El mencionado Lee, tras pintar su primer tren entero afirmaba lo siguiente a Castleman: “Fue maravilloso. Parecía una exposición. Había un montón de gente mirándolo y, cuando el tren arrancó, sacamos la cabeza entre los vagones y dijimos: “¡Fabulous Five!”. Había allí escritores y dijeron: “Miradlos. Ahí van””. En un momento dado Castleman lanza el tema: “Suele ser bastante frecuente que los escritores sean aficionados al arte. Muchos de ellos, a fuerza de dibujar en sus “cuadernos negros”, desarrollan técnicas de dibujo de lo más depuradas y confiesan que les gustaría abrirse camino como dibujantes […]. La mayoría de los escritores muestra un gran interés por todo lo relacionado con las técnicas de la ilustración gráfica, la fotografía, la caligrafía, la impresión y la pintura. La historia del arte también suele atraerles, y hay algunos escritores que cuando quieren crear nuevos diseños para sus “piezas” buscan la inspiración en los libros y los museos. En el caso de Lee y Fred, esta atracción dio lugar a un profundo sentimiento de identificación con ciertos artistas del pasado”. Es esta tensión abierta entre el acto de escritura como ejercicio o acción urbana y la posibilidad de su institucionalización o su mercantilización algo que en parte ocupaba a los escritores en los primeros setenta. Y es eso lo que, en cierta medida, está detrás del surgimiento de las dos grandes asociaciones de escritores: United Graffiti Artists (UGA) y el Nation of Graffiti Artist (NOGA). Por resumir, fijémonos en el UGA. En este caso Hugo Martínez, un licenciado en sociología en el City Collage de Manhattan, figurará como propulsor de iniciativas tendentes a pasar el graffiti al lienzo y del vagón a la sala de exposiciones. A pesar de ello, los propios escritores consideran este tránsito como gratificante, aunque en ocasiones excesivo. Bama lo cuenta así: “Fue estupendo. Intentaban enseñarnos arte, nuestra herencia cultural, pero lo hacían de una manera tan cursi que aquello era más de lo que podíamos soportar”. En cualquier caso, añade el mismo Bama, tras las exposiciones “nos tranquilizamos y empezamos a considerarnos artistas de verdad”. Castleman habla de su caso en concreto: “Aunque muchos escritores hablan sobre la posibilidad de seguir una carrera relacionada con el arte, en realidad son pocos los que llegan a acudir a las escuelas de arte, y menos todavía los que logran ganarse la vida como artistas. Un ejemplo notables es Bama, que siguió estudios en el Pratt Institute de Nueva York y hoy es un dibujante de dibujos animados en una compañía especializada en anuncios de televisión”. No es fácil cerrar este tema. Y a día de hoy, incluso, la institución arte —sea lo que sea— tampoco parece tenerlo claro.
10.
Es Getting up, aunque pueda no parecerlo, un libro con muchas lecturas e implicaciones bien diferentes. Con todo han de quedar necesariamente muchas cuestiones en el aire, que quizá en otra ocasión puedan desarrollarse y que no son menos importantes. Por ejemplo, la relación de los escritores con la política, o mejor dicho la obsesión de los políticos de Nueva York por erradicar la “enfermedad del graffiti”. Esa obsesión por erradicar el graffiti conllevará un gasto excesivo para las arcas públicas, cuantificable en millones de dólares. Tampoco hemos hablado de las declaraciones de dos de los policías de la brigada antigrafiti que a fuerza de detener a los jóvenes acabaron por contraer con ellos una extraña y delirante sensación de dependencia. Así como otros temas, tratados y documentados de forma ejemplar por Castleman, como por ejemplo el tema de las bandas de escritores y sus relación (o no) con las bandas más violentas tanto del Bronx como de Brooklyn. En definitiva, un libro o un documento cuyo desarrollo permite al lector introducirse en un momento histórico y social clave para la transformación de la ciudad contemporánea. Es este libro un documento (y un acta) de esa mutación.
Alberto Santamaría