Una de las escenas más escalofriantes -y mejor narradas- que he leído en los últimos tiempos pertenece a la novela El chal, de Cynthia Ozick, que se inspiró en un hecho real para escribirla. William L. Shrirer, corresponsal en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial, testimonió que en los campos de exterminio los guardias arrojaban bebés contra las alambradas eléctricas, no sólo para acabar con ellos, sino, sobre todo, para torturar y minar la moral de sus madres. Como en tantas otras atrocidades que nos deja la Historia -y el presente-, lo que produce más espanto es la naturalidad del hecho, la cotidianeidad de un horror que en contextos “normales” nos parece inimaginable, pero que en otros se hace, precisamente, “normal”. ¿Qué lleva a un hombre a arrojar a un bebé contra una valla eléctrica? ¿A un hombre que probablemente tiene hijos a los que ama y con los que juega a diario? ¿De dónde surge una acción así, cuál es su raíz? “Yo sólo cumplía órdenes” es quizá la excusa más universal, junto con “la responsabilidad final no era mía” o “si no lo hacía yo, lo haría otro”. Pero, ¿de verdad la obediencia es un impulso tan fuerte como para anular las convicciones morales de individuos que, en otras circunstancias, jamás actuarían con tamaña crueldad?
A raíz de los resultados del controvertido experimento Milgram, parece que sí: los peligros de la obediencia son muchos, y de largo alcance. Los detalles sobre este experimento psicológico se recogen en Obediencia a la autoridad, un ensayo obra del propio Stanley Milgram que ha publicado recientemente la editorial Capitán Swing. Por si no lo conocen, resumiré el contenido del experimento, que comenzó en los años 60 en la Universidad de Yale: tenemos un experimentador, un aprendiz y un sujeto. Los dos primeros están al tanto del verdadero sentido del experimento, mientras que al sujeto se le hace creer que participa en un estudio sobre los efectos del castigo en el aprendizaje. Se ata al aprendiz -un actor- en una silla, en la que recibirá supuestas descargas eléctricas, de menor a mayor intensidad -hasta los 450 voltios-, cada vez que se equivoque en la memorización de pares de palabras. En realidad, no recibe descarga alguna, pero el sujeto, que es quien se encarga de pulsar el botón que las aplica, cree que sí, a tenor de los gritos, que van subiendo en intensidad. Con las primeras descargas habrá sólo protestas, después quejas más contundentes, más adelante verdaderos alaridos y peticiones de escapar y por último el aprendiz finge el desvanecimiento. ¿Cuántos sujetos llegaron hasta el final? Asusta saber que en torno a las tres cuartas partes. ¿Y por qué? Porque se les decía que lo hicieran, que el experimento lo exigía así, que en todo caso no eran ellos los responsables. Se diseñaron diferentes variantes en esta estructura básica, participaron todo tipo de sujetos, se prosiguió el experimento fuera de la universidad, también en otros países, y siguió quedando constancia, en todos los casos, de que los individuos tendían mayoritariamente a obedecer: aun estando en contra de sus propios principios, aun sufriendo o mostrando una clara tensión, aun protestando incluso, muchos -aunque no todos- continuaban aplicando las descargas hasta el final.
Autoridad, obediencia, lealtad y sacrificio: conceptos a los que Milgram dio la vuelta para mostrar las feas costuras que a menudo los conforman, y que sin embargo continúan siendo valores indiscutibles en el ejército, la religión, la empresa, la familia. ¿Obedientes a costa de qué? ¿Leales hasta dónde? Como hecho digno de santidad y muestra de fe inquebrantable se describe en el Génesis el sacrificio que Abraham está dispuesto a hacer matando a su hijo Isaac porque el terrible Yahvé se lo ha ordenado. Con este tipo de cosas nos hemos criado.
En su experimento, Milgram señaló las contradicciones que se generan en torno a la noción de responsabilidad. ¿La obediencia es un mecanismo que la excluye? ¿Nos excusamos considerándonos sólo una rueda más del engranaje -o del sistema-? ¿Es suficiente con mirar al otro lado? La lectura de Obediencia a la autoridad duele y enseña al mismo tiempo, es demoledora y a la vez esclarece parte de nuestras sombras, nos hace más conscientes de ellas. No es de extrañar que el experimento, que surgió de la reflexión sobre “la banalidad del mal” que acuñó Hannah Arendt en relación con el juicio de Adolf Eichmann -un simple burócrata que “se limitó a cumplir órdenes”-, molestase a la sociedad americana: sus conclusiones podían aplicarse perfectamente a masacres como la de My Lai, perpetradas por sus soldados durante la guerra de Vietnam. Milgram demostró que, por muy espantosa que nos parezca, la obediencia acrítica es una constante en la naturaleza humana. Y que conocer este hecho es indispensable para ayudarnos a vencerlo y a comprender las virtudes de la desobediencia. Porque después de todo, a pesar de su pequeño tamaño, “no” sigue siendo una gran palabra.
Autora del artículo: Sara Mesa
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