10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
descúbrelo

Sangriento, salvaje y cruel ‘banzai’ en Nankín

Por El País  ·  22.05.2016

Se publica un libro de referencia sobra la masacre perpetrada por el Ejército japonés en la ciudad china en 1937 y que produjo más de 100.0000 muertos

La masacre cometida por las tropas imperiales japonesas en la ciudad china de Nankín es uno de los episodios más terribles, abominables y controvertidos de la larga contienda que en Asia se superpuso a la II Guerra Mundial tras precederla. Cuando los panzers alemanes invadieron Polonia en septiembre de 1939 China ya hacía ocho años (desde la ocupación de Manchuria en 1931) que se desangraba víctima de la invasión japonesa y de la guerra de tintes raciales y genocidas que libraba el ejército del emperador Hirohito y que costó la vida a 10 millones de chinos. En ese contexto, la matanza perpetrada tras la caída el 13 de diciembre de 1937 de la entonces (desde 1928) capital de la República China, entre los gritos victoriosos de ¡banzai!, alcanzó unas cimas de horror, salvajismo y depravación que resultan escalofriantes incluso en una época que vería los espantos de Auschwitz y el frente ruso.

Uno se queda perplejo —además de horrorizado— ante la demoniaca orgía de crueldad a la que se libraron las tropas niponas en la ciudad capturada tras una breve resistencia y que ha pasado a la historia como la Violación de Nankín. Según los testimonios, durante seis semanas en Nankín, contraviniendo todas las leyes de la guerra, los soldados, con la complacencia y a menudo las órdenes de sus mandos, asesinaron a más de 100.000 chinos (el historiador Antony Beevor da la cifra de 200.00, 300.000 en otras fuentes, más que las víctimas de Hiroshima y Nagasaki juntas), entre soldados prisioneros y, sobre todo, civiles, incluidos ancianos, mujeres y niños. Lo hicieron con una inquina y un sadismo que de entrada resulta incomprensible en el ejército de una nación civilizada: rociaron de gasolina y quemaron vivas a sus víctimas, las enterraron vivas, las decapitaron, las mutilaron, despedazaron, aplastaron con tanques y vejaron de las maneras más atroces y retorcidas. Muchos cuerpos fueron arrojados al río Yang-Tsé o a los perros. Los testigos —supervivientes, corresponsales japoneses y extranjeros, la comunidad internacional de la ciudad, incluidos súbitos alemanes— relatan cómo los militares japoneses destripaban a las embarazadas, les arrancaban los fetos y los lanzaban al aire para ensartarlos en las bayonetas; cómo violaban en grupo a mujeres de todas las edades y niñas (entre 20.000 y 80.000) y luego les introducían ramas, bambús o sus armas, y hasta palos de golf y petardos, en la vagina; cómo obligaban a los hombres a tener sexo con mujeres de su propia familia y después los empalaban y castraban… No fue cosa solo de la soldadesca: el general Hisao Tani, jefe de la 6ª división imperial fue considerado culpable de violar a 20 mujeres en Nankín. En una competición de bestialidad, dos oficiales japoneses llegaron incluso a retarse a ver quién era capaz de llegar antes a la cifra de 100 decapitados con sus espadas de samurái, un concurso de cortar cabezas del que se hizo eco la prensa de Japón como si se tratara de un torneo deportivo.

Ahora acaba de aparecer en España un libro de referencia sobre aquel infierno en la tierra. Se trata de La violación de Nankín (Capitán Swing), de Iris Chang, que se publicó originalmente en 1997 y que es a la vez una obra de historia, un alegato contra el olvido que han padecido las víctimas y una denuncia de la actitud japonesa hacia ese pasado que la sociedad y el Gobierno del país del sol naciente han tratado mayoritariamente de ocultar o negar envolviéndose a menudo en un manto de victimismo. Chang, estadounidense de padres chinos emigrados para huir de la guerra, escribió el libro a fin de preservar la memoria de los muertos, devolverles su dignidad, informar al mundo de ese capítulo generalmente tan desconocido de la historia universal de la infamia —ella decía que la matanza de Nankín debería ser tan conocida entre los jóvenes como la historia de Ana Frank— y obligar a Japón a aceptar de una vez sus responsabilidades, morales, legales y económicas (Japón no ha pagado ni un 1 % de lo que ha desembolsado Alemania a sus víctimas). Los fantasmas de Nankín, como señala Chang, todavía condicionan las relaciones chino-japonesas.

Chang, como explica el que fue su marido y padre de su hijo autista en un epílogo tan conmovedor como insólito en la nueva edición de 2011 del libro, se suicidó en 2004, con 36 años, tras padecer problemas mentales —trastorno bipolar— y sufrir un delirio de persecución que le hizo creer que existía una conspiración de la administración Bush para matarla. Hasta qué punto influyó en su trastorno el arduo y pesaroso trabajo de documentación de la masacre (incluidas las entrevistas a supervivientes), las negaciones oficiales y las amenazas contra su persona, es algo sobre lo que solo podemos elucubrar.

En La violación de Nanking, Chang pasa revista a los acontecimientos con minuciosidad científica pero sin ocultar su espanto y su indignación (ofrece datos como que la sangre derramada en Nankín pesaría 1.200 toneladas, o que los cuerpos de los supliciados llenarían 2.500 vagones de tren y alcanzarían apilados la altura de un edificio de 72 plantas). Es en ese sentido un libro extraño y apasionante en el que se hibridan una extraordinaria capacidad para la investigación y el análisis histórico (todo lo que se asevera está minuciosamente certificado por testimonios y referencias bibliográficas de especialistas) y una profunda y comprometida humanidad. Para Chang, la masacre de Nankín es nada menos que “el Holocausto olvidado de la II Guerra Mundial” —así reza el subtítulo del libro— y ante ella los japoneses deberían posicionarse como hicieron los alemanes con el genocidio nazi: reconociendo la culpa colectiva en ese y otros capítulos negros de su comportamiento en la contienda, como el uso de armas químicas y bacteriológicas, los experimentos con humanos, el maltrato de los prisioneros Aliados o el reclutamiento forzoso de mujeres para convertirlas en prostitutas del ejército.

Según Chang, la diferencia de actitud tiene mucho que ver con que, por razones geoestratégicas, EE UU estuvo interesado en pasar rápido hoja con Japón por el interés en frenar el comunismo en Asia. De ahí que, en aras de la estabilidad, se mantuviera a Hirohito en el trono pese a la evidencia de su conocimiento si no responsabilidad directa en crímenes de guerra como el de Nankín (uno de los generales de las tropas que perpetraron la matanza, recalca Chang, era el príncipe Asaka, su tío). Hubiera sido difícil concienciar a los alemanes de su culpa sin castigar a la cúpula hitleriana. Por otro lado, las atrocidades nazis y su omnipresencia en el discurso histórico sobre la II Guerra Mundial han hecho que las que cometió el ejército japonés hayan quedado a menudo en segundo plano.

Más allá de las responsabilidades políticas y la determinación histórica exacta de los hechos, subyace a la matanza de Nankín una pregunta que tiene que ver con las raíces mismas de la maldad. ¿Cómo es posible que los japoneses hicieran eso? Según algunos estudiosos, parecería que la cultura japonesa, embebida en el código tradicional del Bushido, el camino del guerrero, y su mística (alguien escribió que el Bushido es la búsqueda de un lugar donde morir) fuera proclive a los excesos y la violencia militar, ya se trate de las marchas de la muerte, el canibalismo ritual de prisioneros, su vivisección o los ataques kamikaze. Chang opina, sin embargo, en sintonía con investigadores como Laurence Rees (El holocausto asiático, Crítica, 2009), que cualquier explicación que apele a rasgos característicos japoneses, a una predestinación étnica o nacional, falsea el problema porque en el fondo está justificando y desculpabilizando a los autores de los crímenes. En realidad, sostiene, los japoneses son como cualquier hijo de vecino y tan proclives a la barbarie (o a la poesía) como lo somos todos —estupendo retrato de esa dicotomía japonesa aparece en la reciente novela sobre la bárbara construcción del ferrocarril de Birmania El camino estrecho al norte profundo, de Richard Flanagan (Penguin Random House, 2016)—. E igual de responsables. Cualquier pueblo sometido a un Gobierno y unos dictados como los que tuvo el Japón de los años treinta, señala, podría haber hecho lo mismo (como de hecho lo hizo. Ahí está la Alemania nazi). El culto ciego al Emperador, considerado una divinidad, la presión totalitaria y racista de los extremistas de derechas sobre la sociedad y una educación militar espartana que exaltaba la brutalidad incluso sobre los propios soldados (a los que se golpeaba y vejaba continuamente como parte de su adiestramiento) y proclamaba que rendirse era un deshonor (los aliados se rendían a un promedio de 1 prisionero por cada tres muertos, los japoneses a razón de 1 por cada 120) condujeron a los crímenes de Nankín y los demás que cometió el ejército japonés. Un ejército deshumanizado que en China se adiestraba clavando sus bayonetas en prisioneros chinos a los que se presentaba como inferiores a los cerdos.

No hay nada irreductible en el alma japonesa que la incline a la crueldad, pues, sino circunstancias ideológicas e históricas que crean el marco adecuado. Sin necesidad de remitirse a las tropas nazis o soviéticas, los mismos soldados estadounidenses, fueran los voluntarios de Chivington en Sand Creek o la sección de William Calley en My Lai, han dado pruebas históricamente de ser capaces de atrocidades semejantes a las de Nankín, incluyendo la confección de macabros souvenirs con el sexo de las mujeres asesinadas.

Pese a no ser algo excepcional en la atroz forma japonesa de hacer la guerra, ni en la propia historia de la guerra, Nankín sí lo es por la escala. Y por la empecinada negativa de una gran parte de la sociedad de Japón a aceptar la evidencia de una matanza que se hizo a la vista del mundo y cuyas víctimas siguen clamando que se las escuche. Mientras eso no suceda y persista la “amnesia colectiva”, como denunciaba Chang, el olvido será “una segunda violación”.

Autor del artículo: Jacinto Antón

Ver artículo original