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Ruina de Europa

Por El Catoblepas  ·  01.05.2014

En el año 1990, Hans Magnus Enzensberger edita Europa en ruinas (Europa in ruinen. Augenzeugenberichte aus den Jahren 1944-1948), libro que selecciona, compila e introduce una serie de crónicas periodísticas escritas tanto por reporteros de periódicos cuanto por escritores que, recorriendo algunos lugares de Europa durante el final de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, ofrecieron a los lectores de prensa de la época (1944-1948) una descripción directa y palmaria de lo visto y oído en lo que había quedado del Viejo Continente. Duros y crudos documentos que permiten disponer también a quienes posteriormente se han acercado a ellos de la viva descripción de un continente devastado y moribundo. Si bien varios textos allí incluidos ya han conocido versión en español, contenidos en libros correspondientes a los autores respectivos, es en 2013 cuando el volumen tal y como fue concebido por Enzensberger, ha sido editado, finalmente, en nuestra lengua.

Repárese en el registro de la primera edición: Alemania, año 1990. Acaba de consumarse la reunificación alemana. El lugar y la fecha no pueden ser más significativos. Enzensberger, que coloca la integridad por delante de la nacionalidad, propone al lector echar una mirada hacia atrás en un presente continuo que acaso sólo piensa en el futuro, lo cual sería «políticamente correcto», pero moralmente bastante ligero y políticamente muy incierto. No es posible conservar la memoria y la dignidad, desconociendo o relativizando la ira, la infamia y el horror que recorrieron Europa durante su primera mitad hasta el punto de convertirla en una masa de escombros y una pila de millones de cadáveres. Una catástrofe que no cabe entender como accidental calamidad, cual si se tratase de un terremoto o cualquier otro siniestro desatado por las fuerzas de la naturaleza. La tragedia que referimos tiene carnet de identidad y denominación de origen, causas con nombres y apellidos propios, rostros humanos descompuestos, pero reconocibles.

Alemania no fue la única culpable de aquella atrocidad, pero sí la principal responsable de la misma. Un pueblo (Volk) con antecedentes y actitud reincidente, que además pierde (otra vez) la guerra. En 1945, el totalitarismo nazi fue derrotado por las fuerzas aliadas. Ahora —esto es, en 1990— tras la caída del Muro de Berlín, que simbolizaba el derrumbe del totalitarismo comunista, las autoridades políticas alemanas habían encontrado la ocasión propicia para cerrar página y volver a la situación territorial y fronteriza anterior. Pero, ¿cuál es ésta…? Y, sea cual fuere, ¿será esta vez la definitiva, la dada finalmente por aceptable?

Adviértase, asimismo, otra circunstancia relevante: la edición española, 2013, coincide en el tiempo con la abrumadora hegemonía evidenciada por Alemania (independientemente del partido gobernante) en la denominada «Unión Europea». Después de todo, de país derrotado ha llegado a erigirse en potencia dominante. ¿Es esto la pax europea? ¿Tiene Europa futuro? Y, en tal caso, ¿puede o debe avanzar al precio de borrar el pasado?

«Nadie se atrevía a creer que aquel continente arrasado pudiera tener aún un futuro ante sí. En lo que se refería a Europa, la historia parecía haber llegado a su fin con un abrumador acto de autodestrucción que los alemanes habían urdido y llevado a cabo con obstinada energía» (pág. 15)

¿Ha aprendido Europa —Alemania, muy en particular— la lección de la historia? Aunque, bien pensado: ¿es esto posible? La historia, arte de la recapitulación, petrifica el pasado irremediablemente, con tendencia a condensarse en fría sucesión de informes y con inclinación muy profesional a explicar a menudo lo inexplicable. Los libros de memorias, por su parte, ofrecen bastantes muestras de subjetividad, cuando no de autojustificación. Los documentales y películas sobre la guerra y la devastación, combinando frecuentemente imágenes reales con otras de ficción, se les antojan a muchos espectadores una variante del mero espectáculo y el reality show. En suma, a gran parte de la opinión pública —incluso, la más sensibilizada—, el Holocausto judío y la catástrofe general que lo envolvió, en el fondo, les parece algo increíble.

Pero lo más serio de este asunto es que cuando se habla de la reconstrucción europea como un renacer de las cenizas y un volver a empezar, es imposible no percibir en dicha declaración una resonancia inquietante y aun un eco amenazador.

¿Cómo hacerse cargo, entonces, de la terrible herencia recibida? ¿Cómo soportar el peso del pasado? Porque estamos hablando, debo insistir, no de una simple desgracia ni sólo de ruina y destrucción contables en términos de miles de ciudades arrasadas y millones de personas aniquiladas. Estamos poniendo sobre la mesa de la historia un cataclismo político, social y moral, cuya reparación no se satisface ni concluye con aportaciones económicas a cargo de los presupuestos de los Estados, ni su restablecimiento es resultado de pomposas declaraciones de intenciones.

«Al final de la Segunda Guerra Mundial, Europa no era solo materialmente un montón de ruinas; también su bancarrota política y moral era absoluta.» (págs. 14 y 15).

Lo sucedido en los años 30 y 40 del siglo XX en Europa nos remite a espacios y tiempos que cabía considerar muy alejados de ella: el Tercer Mundo y la Edad Media. Pero, sólo en apariencia. Enzensberger menciona en la Introducción situaciones lacerantes habituales en Luanda, Beirut, El Salvador, Sri Lanka. Crónicas, afirma el escritor alemán, que podemos leer a diario durante el desayuno. Pues bien, hechos semejantes —y aún peores— tuvieron lugar por entonces en Roma, Frankfurt am Main, Berlín o Atenas, en la civilizada y arrogante Europa, tan habituada a dar lecciones al mundo entero de gentilidad y alta cultura. Matanzas y torturas indiscriminadas, crueldades indecibles, hambre y miseria generalizada, familias hacinadas sobreviviendo en sótanos durante años, buscando el sustento por medio del estraperlo, la prostitución, el robo, el fraude, en la basura. Todo esto fue moneda corriente durante años de encanallamiento, perversión y corrupción en Europa. Algo equiparable a una nueva Peste Negra medieval en versión parda.

He aquí una realidad tan dura, tan atroz, tan difícil de encajar y asumir —literalmente, tan siniestra— que tiende a ser suavizada y debilitada, en el mejor de los casos, para hacerla más soportable. A fin de no perder credibilidad ni perspectiva es oportuno, entonces, acudir a cronistas, testigos oculares, de los hechos para poder ser narrados del modo más abierto, desnudo e inmediato posible. Este es el principal interés del presente volumen, al margen del valor documental y a menudo también literario, de los textos agrupados en Europa en ruinas:

«Las impresiones más lúcidas nos han llegado de la mano de los autores que siguieron a los ejércitos vencedores de los Aliados. Entre ellos destacan los mejores reporteros de América, periodistas como Janet Flanner y Martha Gellhorn y escritores como Edmund Wilson y Norman Lewis, que no tenían a menos trabajar para la prensa. Todos ellos se sitúan en la gran tradición anglosajona del reportaje literario, que no tiene parangón alguno hasta hoy entre los europeos continentales. A esto se añaden fuentes que se deben más bien al azar, como el informe interno de un redactor americano que trabajaba para los servicios secretos estadounidenses, o los apuntes de emigrantes que intentaron retornar al Viejo Mundo. Más tarde también se pusieron en camino autores de países que se habían librado de la guerra, como el suizo Max Frisch y el novelista sueco Stig Dagerman.» (pág. 20)

Leemos en estas páginas retratos en carne viva de unas sociedades europeas desahuciadas, deshumanizadas. Cada uno escrito con el estilo y la calidad propios de quien las firma, mantienen en su conjunto más de un elemento en común: prescinden de hacer propaganda —y aun denuncia— del panorama reinante, así como obvian cualquier género de sentimentalismo en la narración, no importa el horror descrito. Sus autores se limitan a hacer su trabajo, que no es otro que levantar acta que aquello que han escuchado y visto. A veces, no pueden reprimir un comentario irónico o una leve y contenida mordacidad; por ejemplo, cuando las declaraciones de la mayor parte de los alemanes —ellos no son nazis y no sabían lo que estaba ocurriendo— o cuando el lamento proferido es a causa de los bombardeos de los aliados y por las desdichas que están padeciendo; o cuando recuerdan, amenazadores y orgullosos, a los aliados triunfantes que sin la intervención de ellos mismos no va a ser posible reconstrucción; o cuando insisten en que si han perdido la guerra ha sido más que nada por la superioridad militar y técnica de las fuerzas aliadas. No hay palabras de perdón, sensación de vergüenza, amago de arrepentimiento. Sólo prisa y ansiedad por volver a la normalidad cotidiana, a la recuperación económica, por acabar con las cartillas de racionamiento y la ocupación militar. Un ansia no aplacada de volver a lo de antes.

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