Somos los herederos de las decisiones del pasado. Algunas buenas, otras no tanto. Vivimos los resultados de la Ilustración y la Revolución Industrial. El nivel de desarrollo y bienestar alcanzado en parte del planeta es incuestionable. Pero las consecuencias ecológicas y climáticas también lo son. Si miramos hacia atrás, con suficiente perspectiva, podemos entender qué decisiones habría sido mejor no tomar. Pero, ¿cómo mirarán hacia nosotros las generaciones del futuro?
El filósofo Roman Krznaric explora en El buen antepasado (Capitán Swing) los entresijos del pensamiento a largo plazo y los retos de vivir en el presente sin comprometer la supervivencia de las generaciones futuras. Investigador de la Long Now Foundation y miembro del Club de Roma, Krznaric está casado con la economista británica Kate Raworth, conocida por la teoría de la economía de la rosquilla, un sistema económico que equilibre las necesidades humanas y los límites planetarios. Una teoría que impregna también El buen antepasado.
“Para mí, el camino hasta entender y sentir la urgencia de la crisis climática ha sido lento. Me ha llevado casi dos décadas recorrerlo”, explica Krznaric. «Y vivir con Kate me ha ayudado a lograrlo. Me ha ido presentando muchas de sus grandes ideas mientras estábamos sentados a la mesa del desayuno. La economía ecológica es muy diferente a la liberal. Coloca los límites de la biosfera alrededor de cualquier cosa. Ese es el tipo de cosas que he aprendido de ella. Espero que también haya sacado algo a cambio [risas]».
Vivimos tiempos complejos. Parecemos rodeados de demasiados problemas. Pero en su libro argumenta que hay uno mucho más importante que el resto: hemos colonizado el futuro.
El cortoplacismo que impera en todo el sistema es un problema muy serio. Podemos ponernos todos los objetivos de desarrollo sostenible que queramos, pero si el sistema político sigue moviéndose en ciclos temporales tan cortos, no vamos a llegar muy lejos. Necesitamos repensar y rediseñar nuestro sistema.
Un buen ejemplo de lo que podemos hacer son las asambleas ciudadanas y las asambleas del clima. Son una forma de democracia participativa que empieza a tener peso en algunos países. Si implicamos a la gente en la toma de decisiones, al margen de los ciclos electorales que marca la política o al margen de las tendencias de Twitter, abriremos la puerta a una visión más a largo plazo.
Y este es solo un ejemplo del cambio que está en marcha. También tenemos cada vez más juicios y demandas por no respetar los derechos de las generaciones futuras. Necesitamos una verdadera justicia intergeneracional y necesitamos dejar de colonizar el futuro.
El concepto de justicia intergeneracional puede parecer novedoso, pero en muchos sentidos es antiguo, ¿no?
A nivel de estudios filosóficos, es algo que se ha debatido mucho en el último medio siglo. A nivel político, sin embargo, no creo que sea una pregunta que haya estado realmente presente hasta hace pocos años. Pero si observamos otras culturas indígenas, es cierto que la justicia intergeneracional lleva presente mucho tiempo.
Tenemos, por ejemplo, el concepto de la toma de decisiones para la séptima generación de los iroqueses [nativos norteamericanos]. Los resultados de las decisiones que toman deben ser sostenibles para los nietos de sus nietos y así hasta siete generaciones. Hay evidencias escritas de que era una práctica establecida a principios del siglo XIX, pero seguramente es bastante anterior.
Hay múltiples ejemplos de buenos antepasados, de culturas que tienen como objetivo vital proteger el entorno y el modo de vida para las siguientes generaciones. La gran pregunta es cómo logramos extraer y aplicar ese conocimiento en los sistemas occidentales. Es una pregunta muy difícil de responder.
Podemos intentarlo. ¿Cómo incluir los intereses de las generaciones futuras en las estrategias de los gobiernos o de las corporaciones?
Esa es la gran pregunta, pero hay muchas formas de plantearse la respuesta. Mucha gente se centra en transformar la economía o la política. Pero yo creo que es igualmente importante la transformación cultural. Creo en la importancia de cambiar las novelas que leemos, las películas y series que vemos… Las cosas no se van a arreglar solo con bonos de emisiones de carbono. Necesitamos un cambio profundo. ¿Tú que piensas?
Puede que hayamos subestimado el poder de los cambios culturales en las últimas décadas.
Necesitamos soluciones y las buscamos en el terreno de lo racional. Buscamos la política correcta que logre los resultados necesarios. Y eso es importante. Pero si pensamos a largo plazo, los movimientos que han logrado grandes cambios a lo largo del tiempo han tenido siempre un componente cultural importante. Pensemos en el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos o por el sufragio femenino. Han sido luchas largas que se han apoyado mucho en la batalla cultural, en los libros, en el arte, en el periodismo.
Volviendo al conflicto entre pensar a corto y largo plazo, me surge una duda. Si tomamos decisiones a corto plazo y algo sale mal, normalmente tenemos margen para solucionarlo. Pero, ¿qué pasa si planeamos a largo plazo y al cabo de los años nos damos cuenta de que estábamos completamente equivocados desde el principio?
Si planificamos algo pensando en el largo plazo, siempre existe el riesgo de dejar encerrada a la sociedad en un camino sin salida. ¿Qué pasa si el mundo cambia de forma imprevisible? En algunos sentidos, desconocemos por completo qué nos depara el futuro. Pero cuando hablamos de la crisis ecológica y climática, hoy sabemos más que nunca. Miles de científicos llevan décadas advirtiéndonos de que, si no cambiamos las cosas, las consecuencias de la subida de la temperatura global a final de siglo serán catastróficas.
En el año 2100, puede que mi hija y mi hijo sigan vivos. Tendrán sobre 90 años. ¿Cuáles serán sus necesidades entonces? A nivel ecológico, las mismas que las nuestras hoy. Aire para respirar, agua para beber y comida para alimentarse. Necesitan poder seguir viviendo dentro de los límites del planeta y del ecosistema en el que estén. No me preocupa imponer una decisión equivocada para las generaciones futuras en el terreno ecológico. Lo equivocado es no hacer nada.
Necesitamos pensamiento a largo plazo para solucionar la crisis ecológica, pero lo necesitamos de forma urgente. ¿No es un poco paradójico?
Suena como una paradoja, desde luego. Pero no creo que lo sea. En nuestro día a día, tomamos decisiones que tienen grandes consecuencias en el futuro. Decidimos tener hijos, por ejemplo. A nivel político, creo que es así como debemos plantearnos las decisiones climáticas. Necesitamos acciones urgentes y, sean las que sean, van a tener consecuencias en el futuro. Decidir quemar más gas, construir más centrales nucleares o apostar por más renovables tendrá siempre consecuencias a largo plazo. Pero no hacer nada también tendrá consecuencias muy serias en el futuro. De ahí la urgencia.
Hace 50 años, fue propuesta la idea de los límites del crecimiento que rebate las teorías del crecimiento perpetuo. Cada vez más investigadores señalan que podríamos haber ya alcanzado esos límites. ¿Los hemos alcanzado?
Sí.
Una respuesta corta.
Soy miembro del Club de Roma [que encargó el primer informe de los límites del crecimiento en 1972] y he contribuido algo en la redacción de su próximo informe, que revisará el concepto después de 50 años. Está claro que estamos alcanzando los límites. Creo que, en este caso, solo voy a responder lo mismo que diría mi mujer: debemos transitar hacia un sistema postcrecimiento.
No creo que lleguemos nunca a quedarnos sin petróleo o carbón por completo, pero será cada vez más difícil y caro extraerlos. Lo mismo sucederá con los minerales. Por eso necesitamos empezar a actuar como si hubiésemos llegado a ese agotamiento, al menos en los países desarrollados. Aceptar los límites y avanzar hacia una economía que no necesite el crecimiento perpetuo.
Ha habido muchos intentos para desacoplar el crecimiento de las emisiones de CO2, la contaminación o el agotamiento de recursos. Pero ninguno ha tenido éxito por ahora. No funciona. El crecimiento sostenible no tiene sentido. No podemos seguir creciendo para siempre y pretender ser sostenibles dentro de los límites del planeta.
La producción de petróleo dejó de crecer hace algo más de 10 años. Desde entonces, los países desarrollados han tenido muchos problemas para seguir creciendo. ¿Por qué no hay apenas líderes políticos que estén hablando de esto?
Sabemos cómo ha ido la historia de los recursos naturales. Los países del norte desarrollado se han apropiado de los recursos de los países del sur global. Los países en vías de desarrollo apenas han tenido un control independiente de sus materias primas. La pregunta que se hacen ahora estos países es, ¿debemos seguir el mismo camino de crecimiento perpetuo y desarrollo industrial o saltarnos directamente esa fase? Los países desarrollados han generado la mayor parte de los problemas ambientales y esa es una verdad difícil de afrontar.
Por seguir con su metáfora, los países desarrollados colonizaron primero otros territorios y después colonizaron el futuro del planeta.
Exacto. Creo que el sur global tiene más derecho que el norte global a quemar combustibles fósiles y a consumir su presupuesto de carbono. Pero, ¿es necesario? Y supongo que el mismo debate puede abrirse en las sociedades desarrolladas. ¿Es todo el mundo igual de responsable de los problemas ambientales? No tengo las respuestas, pero creo que el movimiento decrecentista ha ido desarrollando un pensamiento robusto en los últimos años alrededor de estas preguntas.
Cambiemos un poco de tema. Es habitual juzgar el mundo del pasado con los ojos del presente. ¿Cómo nos juzgarán a nosotros las generaciones futuras?
Las generaciones futuras nos juzgarán, dirán que éramos criminales. Mis hijos ya lo hacen, y solo tienen 13 años. No pueden entender que en los 90 estuviese todo el tiempo viajando en avión a Guatemala desde Reino Unido. Si mis hijos ya me juzgan, ¿cómo nos juzgarán los que nazcan en el año 2100?
El escritor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson describe la década 2020, en alguna de sus novelas, como la década de las vacilaciones. La década en la que no tomamos decisiones y todo lo que hacíamos era hablar. Seremos juzgados, sobre todo, las clases políticas y los que toman decisiones. Pero creo que estos años también serán vistos como un periodo de transformación.
Eso si la transformación acaba teniendo éxito.
Sí, puede ser. Pero el movimiento climático global es único en la historia, es el movimiento social más grande que haya existido nunca. O al menos esto es lo que me repito a mí mismo para tener algo a lo que agarrarme. La rebelión climática es una de las esperanzas legítimas que tenemos como humanidad. Pero, por supuesto, también puede fracasar.
Somos una especie que se cuece poco a poco en su propio jugo y necesitaremos una buena sacudida si queremos escapar de la olla. Esa es una de las frases con las que concluye el libro. Pandemia, cambio climático, crisis energética… ¿Qué más sacudidas necesitamos?
Esa es la pregunta definitiva. ¿Qué hace falta para que saltemos de la olla de una vez por todas? ¿Cuántas crisis necesitamos? A mí me gusta buscar respuestas en el pasado. Las grandes transformaciones históricas siempre tienen algo de crisis, pero también una parte importante de rebelión social. Tomemos como ejemplo la abolición de la esclavitud.
A veces se vende, al menos en Reino Unido, como un proceso gradual en el que los blancos en el poder entendieron que había que acabar con la esclavitud. Pero eso no es verdad. Hubo revueltas y rebeliones de esclavos y algunas tuvieron un impacto muy importante en las clases dirigentes. Las revueltas forzaron el cambio.
Creo la historia nos ha enseñado que para escapar de la olla nos hacen falta movimientos radicales y disruptivos, como Extinction Rebellion, situaciones de crisis que nos hagan despertar y nuevas ideas a las que agarrarnos. Son los movimientos sociales los que nos hacen sentir la crisis de verdad.
¿Y qué pasa si cuando decidimos dar el paso y escapar de la olla es demasiado tarde?
Ante la crisis climática, cada tonelada de combustibles fósiles que consigamos dejar bajo tierra importa, cada décima de grado importa. Esto es positivo, porque nos puede ayudar a mantener la motivación. Está claro que podemos alcanzar puntos de inflexión en el cambio climático. En esos casos, puede que cuando queramos actuar sea demasiado tarde.
Para mí, ahí, la pregunta es, ¿demasiado tarde para quién? Sabemos que los impactos climáticos son mucho más severos en aquellas personas que viven en los márgenes de la sociedad y aquellos países más vulnerables. Históricamente, las élites han sido bastante efectivas a la hora de protegerse a sí mismas. Por eso debemos reorganizar nuestras sociedades y repensar nuestras democracias.
Tampoco debemos subestimar la capacidad de acción del ser humano en momentos de crisis. Somos muy malos planificando el futuro, pero bastante buenos reaccionando. En situaciones extremas se han logrado cosas extraordinarias. Pensemos en la alianza entre la Unión Soviética y Estados Unidos en la II Guerra Mundial.
Hemos hablado de muchos problemas sobre los cuales la comunidad científica y otros investigadores llevan décadas advirtiéndonos, pero no les hemos hecho mucho caso. Cuando uno escribe un libro como El buen antepasado, ¿teme que nadie le vaya a escuchar?
Claro, claro, todo el tiempo [risas]. Ya he escrito otros libros antes y soy consciente de que la mayoría de la gente no lee libros. Ven series, escuchan pódcast, juegan a videojuegos… Como escritor, solo llego a una parte de la población, así que tengo que intentar comunicar el mensaje que quiero transmitir del mayor número de formas posible. Intento conectar a todo el mundo que quiere contar una historia como la de El buen antepasado, gente a la que llamo los rebeldes del tiempo.
Creo que para que el cambio sea realmente efectivo debe ser colectivo. Pero ser escritor es algo muy individual. Así que escribo sobre acción colectiva e intento impulsar la acción colectiva. Trato de contribuir a que las ideas estén ahí fuera. Quizá alguien las escuche y cambie su forma de ver el mundo.
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