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(Re)Conocimiento

Por Málaga Hoy  ·  05.11.2017

Recuerdo, perfectamente, cómo llegué a la editorial Capitán Swing, uno de mis sellos de referencia y el que, sin duda, mayores alegrías me ha concedido en los últimos años; fue gracias a la publicación de La muerte de la polilla y otros escritos, de Virginia Woolf, una antología de textos de corte discursivo -muy cuidada en el terreno estético, con esa portada que ya apuntaba maneras sobre uno de los puntos fuertes de la editorial-, en la que la autora británica hace un recorrido, con irrenunciable pasión, por su particular mundo, por sus obsesiones y otras conquistas relacionadas con el empleo de los géneros en la práctica literaria -esa transversalidad que nuestra contemporaneidad reclama como propia cuando la londinense ya había manufacturado el gesto como marca de la casa-. Este recorrido sirve de excusa para que el lector pueda adentrarse en el fascinante universo de Woolf y, al mismo tiempo, en un acontecer que destaca por la desigualdad social; valga como ejemplo, sobre esto último, el capítulo Recuerdos de un gremio cooperativo de mujeres trabajadoras, ensayo, escrito en 1930, que Virginia Woolf estructura a partir de una colección de cartas escritas por miembros del Working Women’s Guild. “En todo ese público, entre todas esas mujeres que trabajaban, mujeres que tenían hijos, mujeres que fregaban, cocinaban, regateaban y sabían lo que debían gastar hasta la última moneda, no había ni una sola mujer con voto. Aunque las dejáramos abrir fuego con sus fusiles, si quisieran, errarían el tiro; tan sólo había cartuchos vacíos en su interior. Esta idea es irritante y deprimente”. Con esta publicación, Capitán Swing elaboró, entonces, toda una declaración de intenciones, en lo ideológico y en lo relativo al compromiso de la editorial con la sociedad. Los libros y su principal ingrediente, las palabras, son herramientas afiladas que nos otorgan un poder intransferible: la capacidad de pensar y su incendiario apego con el presente. Y en ello siguen, conscientes de que las revoluciones están hechas de ideas.

Recientemente, el gremio de libreros de Madrid ha premiado, como mejor libro de ensayo, uno de los títulos más celebrados de esta editorial, Los hombres me explican cosas, de Rebecca Solnit, en el que la de San Francisco despliega, sobre la cartografía de este salón patriarcal que es el mundo, todas aquellas situaciones de la cotidianeidad que alimentan la desigualdad entre hombres y mujeres desde una perspectiva altamente contemporánea y global, perspectiva que incorpora algo muy valioso: su voluntad por difundir el feminismo desde y para la teoría feminista, es decir, incorpora a la poética del ensayo el recorrido histórico, esa perspectiva inexorable que nos hace ser conscientes de todas las conquistas y, al tiempo, de los horizontes por alcanzar. Los hombres me explican cosas no surge con vocación de fenómeno ni hashtag, se distancia radicalmente de esa voluntad efímera al postularse como un ensayo en el que mujeres procedentes de diversos puntos de la geografía mundial se pueden sentir reconocidas, mujeres que necesitan “ser incluidas en la conversación” porque tener voz es tener un papel en la toma de decisiones, tener voz es ser una ciudadana de primera categoría, con derechos y deberes; estar en la conversación, tener voz, tomar decisiones, distancia de la caverna y el silencio, de la invisibilidad sistemática. Pero sobre todo y ante todo, estar en la conversación y tener voz evitan la violencia.

En el capítulo La guerra más larga, Solnit ofrece, con una prosa eléctrica, un relato desgarrador y contundente sobre la actual situación de la violencia machista en el panorama internacional, relato apuntalado por cifras de mujeres asesinadas, violadas y abusadas, a lo largo y ancho del planeta. Me recuerdo aterrada mientras lo leía, observando el cuerpo dormido de mi hija, pensando que, por el mero hecho de haber nacido niña, corre el riesgo de ser violada o asesinada; que por el mero hecho de haber nacido niña, Otro se siente con el derecho adquirido para ejercer violencia sobre ella. Y esto, amigos y amigas, es el problema. El único y principal problema. Porque, tal como refleja Solnit, lo que ocurre en EEUU, España, India, México,… “es un asunto de derechos humanos, es el problema de todo el mundo, no es un hecho aislado y no volverá a ser aceptable nunca. Tiene que cambiar. Es tu trabajo el cambiarlo, y el mío, y el de todos”. La violencia, como ella indica, no tiene raza, clase, religión o nacionalidad, pero lamentablemente tiene género.

En esta línea de análisis de la violencia se mueve el nuevo artefacto de la editorial, Sexismo cotidiano, de Laura Bates, un ensayo fruto del proyecto homónimo que la activista fundó, en 2012, y con el que pretendía analizar los nuevos canales y manifestaciones de la misoginia moderna. Como punto de partida, creó una web donde la gente podía compartir sus experiencias con el sexismo normalizado, la respuesta fue abrumadora. En la actualidad, ha recogido más de 150.000 testimonios y ha lanzado sucursales en 25 países con el fin de llegar al tan necesario cambio que Solnit mencionaba, cambio que debe empezar por cuestionar y penalizar cualquier signo de violencia rutinaria. “Todas y cada una de las mujeres con las que hablé tenían una historia. Pero no de hace cinco o diez años. De la semana pasada, del día anterior o de camino mientras venía hacia aquí. Y no eran simples sucesos fortuitos y puntuales, sino montones de pequeños incidentes -igual que mis propias experiencias- tan insignificantes y normalizados que protestar por cada uno de ellos resultaba ridículo. Sin embargo, al ponerlos todos juntos, la imagen creada a partir de este mosaico de miniaturas resultaba sorprendentemente nítida. Esta injusticia, este patrón de intrusiones casuales que permitía mirar a las mujeres con lascivia, tocarlas, acosarlas y abusar de ellas sin pensárselo dos veces, era sexismo”.

Bates hace una radiografía espeluznante sobre la normalización de las actitudes sexistas y su repercusión en el mantenimiento de un paradigma social concreto que cosifica a las mujeres y las relega a las catacumbas del ámbito privado. Porque esa es la más rápida y primera de las consecuencias, con todo el coste -individual y social- que implica. Cuando se acosa a una mujer; cuando se señala a una mujer porque su cuerpo no se corresponde con las medidas según el canon patriarcal; cuando pones en entredicho su capacidad profesional al entrar la maternidad en escena; cuando la manoseas; cuando la menosprecias. Cuando abusas de ella. Cuando ocurre cualquiera de estas acciones irrumpe el miedo. Y ese miedo que paraliza y que atenaza, tiene por primer efecto, (auto)culpabilizar a quien es víctima y no al poseedor de unos privilegios. Y esto debería avergonzarnos. Cada uno de los testimonios que aparecen en este libro debería avergonzarnos. Y creo que es más que suficiente como para que el feminismo se incorpore, con urgencia y determinación, a la agenda política, mientras tanto, la democracia no será igual para todos.

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