La escritora norteamericana, una de las 25 visionarias que están cambiando el mundo según ‘Reader Magazine, denuncia la epidemia de desprecio contra las mujeres, desde el paternalismo hasta el asesinato.
Un día, Rebecca Solnit se encontraba en una velada teniendo que escuchar cómo el anfitrión, con esa mirada fijada en el infinito que algunos hombres ponen al pontificar, parloteaba sobre un libro «realmente importante». No una, sino cuatro veces, le tuvieron que decir que lo había escrito Solnit. Al percatarse por fin del ridículo, enrojeció, farfulló que del ensayo, en realidad, tan solo había leído una reseña y salió pitando. De esa experiencia, nació ‘Los hombres me explican cosas’ (Ed. Capitán Swing), que a su vez alumbró en internet el término ‘mansplaining’: ese tic masculino de hablar a las mujeres como si fueran niñas sobre asuntos de los que igual no se tienen ni idea.
Dice que las mujeres son educadas en la inseguridad y el silenciamiento, y los hombres, en cambio, en un infundado y hasta ridículo exceso de confianza. ¿Cómo lleva el terremoto? No sé en qué medida he contribuido, pero siento que formo parte de una nueva fase de la revolución feminista para restablecer la dignidad, la integridad corporal, la autonomía y la plena participación de las mujeres en la vida pública. En primavera publicaré una recopilación de mis ensayos feministas que incluye uno titulado ‘Una breve historia del silencio’. En él explico que el silencio -y el silenciamiento- propicia la pérdida de derechos y de respeto en una cultura. Es esencial hacer visible la violencia oculta y las humillaciones cotidianas, y hacer audibles y creíbles las voces de las personas que sufren.
La credibilidad es una herramienta de supervivencia, sostiene. ¡Absolutamente! Si denuncias que has sido violada, golpeada o acosada, y quien te atiende no te cree, tienes menos voz que si no hubieras emitido un solo sonido. O peor, es posible que se burlen de ti, seas castigada o despedida por hablar. Tener voz es consustancial a ser un sujeto poseedor de derechos. Una experiencia común entre las chicas jóvenes es que cuando relatan el acoso son desacreditadas. Eso ocurre porque los hombres asumen que ellas no son nadie, que su testimonio es irrelevante y que ellos no deben rendir cuentas. Hemos visto lo reacia que es la gente a creer que los poderosos o los famosos también pueden ser monstruos.
Es el caso de Bill Cosby. Y el de Dominique Strauss-Kahn. Así fue como Cosby logró agredir sexualmente a decenas de mujeres durante medio siglo. Nadie estaba dispuesto a querer saber de ellas. Cuando se destapó el caso, algunos las escucharon, otros se negaron a renunciar a su apego a la celebridad, y otros se volvieron locos intentando justificar que las mujeres eran mentirosas y conspiradoras. Pero cada vez hay más ciudadanos dispuestos a reemplazar el statu quo por algo más justo para todos. En Occupy Wall Street, una anciana dijo: «Luchamos por un mundo en el que todo el mundo importe». En muchos sentidos, el feminismo tiene puntos de contacto con otras luchas por los derechos humanos, como el antirracismo.
La violencia contra las mujeres es una pandemia. Sin embargo, no está en el centro de la agenda pública.-Salvo raras excepciones, los seres humanos viven en sociedades dirigidas por y para los hombres. El silencio de las mujeres es un hecho desde los tiempos de Platón a los de Shakespeare y a los de mi madre. Todavía estamos rompiendo el silencio.
Los abusos se suelen explicar como casos aislados, cosa de perturbados. Utilizamos el término ‘negación’. Si las mujeres que denuncian el abuso son silenciadas por vergüenza, falta de credibilidad o ausencia de respuestas útiles, no es posible saber lo extendidos que están. A menudo las historias se despachan como mentiras, manipulación, histeria, engaño o conspiración reivindicativa. Esa es una forma de odiar a las mujeres que tiene el efecto secundario de excusar los crímenes. Se han integrado estrategias para no oír o no creerlas. Incluso hoy, en EEUU, vemos que una mujer que informa de una violación lo hace a oficiales de sexo masculino, a menudo hostiles, indiferentes, ignorantes o condescendientes. Y tras contar su historia una y otra vez, es posible que sea juzgada no por los hechos, sino por su carácter, su estilo de vida y su sexualidad, al margen del caso en cuestión. Por eso pocas violaciones llegan a juicio, y no digamos ya a condena. Necesitamos una sociedad en la que los hombres no violen. O al menos, en la que la violación sea una anomalía.
Si pudiéramos abrir la caja negra de la violencia sexista, ¿qué veríamos? Yo no puedo imaginar forzar a tener sexo a alguien que se resiste, siente repulsión u horror. Pero sucede. Hemos normalizado la violación, argumentado que es algo impulsivo, el acto de un hombre que pierde el control. Si los hombres fueran incontrolables, estarían violando a la gente en supermercados y frente a las comisarías. Es importante entender que son actos de poder, rabia y odio, no de deseo. O, más bien, ese deseo es una especie de excitación homoerótica a partir de una versión de la masculinidad: la de los hombres que violan juntos en la guerra, o la de las fraternidades universitarias. La violación es el cumplimiento y la representación ritual de una visión del mundo en el que es todo o nada. Además, pese a que oímos hablar de la violación como el asalto de un desconocido, la mayoría son perpetradas por conocidos de las víctimas. Son actos de devaluación, de la negación a respetar los derechos del otro, la voz de otro, el bienestar de otro. Necesitamos imágenes e ideales de la masculinidad en las que esos actos resulten repulsivos e inconcebibles.
¿En qué medida Trump alimenta a la bestia? ¡Enormemente! Trump alimenta el racismo y el antisemitismo de forma directa, pero la misoginia está en su menú. Sin embargo, el futuro de EEUU no es su pasado; no volveremos a ser un país en el que solo los hombres blancos tengan el poder. Creo que asistimos a una reacción violenta de personas convencidas de que lo poseían todo y que experimentan como una pérdida la perspectiva de conformarse con su parte justa.
«No veré terminar esta guerra», dice. ¿Hay motivos para el optimismo? Mi abuela tenía 20 años cuando las estadounidenses lograron el voto, y mi madre creció en una sociedad que asumió su inferioridad, el acoso sexual en el trabajo, la desigualdad salarial, la ausencia de mujeres en los puestos de poder, la dependencia económica, la denigración constante. Más aún, la degradación y la pérdida de poder era legal y normal. No había casi ningún recurso para la violencia doméstica o para la mayoría de las violaciones, y no había lenguaje para hablar de esas opresiones. Los movimientos de mujeres de los 60 y 70 mostraron lo que había sido invisible y, por lo tanto, empezó a resultar intolerable. El mundo en que yo crecí era más tolerante con la desigualdad que ahora. En los últimos años hemos visto una nueva ola del feminismo. Así que la lucha no va a terminar durante mi vida, pero hemos recorrido un largo camino y no vamos a parar.
Autora del artículo: Núria Marrón
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