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‘Radicalizado’: ¿Puede haber moralidad allí donde median las relaciones mercantiles, el modelo vertical?

Por El Imparcial  ·  17.05.2023

Se ha repetido hasta la saciedad aquella sentencia de Marx: ser radical es ir a la raíz del problema. En el libro de Cory Doctorow, Radicalizado (Capitán Swing, 2022), se presentan cuatro distopías, una de ellas homónima, pero cuyo concepto titular cabe extender a las otras tres. ¿Qué es lo que lleva a Doctorow a estar radicalizado y trasladarlo a la ficción y sus personajes? La tecnología y la verticalidad; concretamente, ambas como raíz del problema. Marshall McLuhan escribió una vez que «nuestra respuesta convencional a todos los medios, de que lo que cuenta es cómo se utilizan, es la postura embotada del idiota tecnológico». Tendemos a pensar que las sucesivas novedades tecnocientíficas vendrán a solventar la totalidad de nuestros problemas, incluso aquellos de tipo social. Este es el esquema que Morozov denominó solucionismo tecnológico y que toma la forma de una fe ideológica, de la cesta donde colocamos hasta el último de nuestros huevos: la tecnología nos hará más libres. Contra este dictum se enfrentan las novelas cortas que componen este libro.

Pan no autorizado es una historia de inmigración, integración y aprendizaje en una sociedad bifronte, en la que, dependiendo de qué rostro te mire, la tecnología será o no amable contigo. Los promotores inmobiliarios consiguen beneficios si construyen una cierta cantidad de viviendas de protección oficial junto con aquellas que van a vender a precio de mercado. En las primeras, las casas de los pobres, instalan un abanico de electrodomésticos que los futuros inquilinos no pueden manipular y que exige productos originales con el objetivo de sacar rédito. El argumento inicial no parece muy fuerte: dos de las empresas de electrodomésticos quiebran temporalmente, con lo que en ese período los pobres, aquellos que los tienen en sus hogares, se encuentran en dificultades por la imposibilidad de utilizar sus dispositivos. Todo se convierte en una cuestión informática: hackear el horno y el lavavajillas para que acepten panes y platos de cualquier marca, manipular la base de datos para poder viajar y solicitar asilo, que el barco que te lleve, como un ordenador, no falle y te mueras. Lejos del ludismo, el texto toma partido por el hackeo: la reapropiación estratégica de las tecnologías. «Eran chicos listos, pensó, chicos que se pararían toda la vida engañando a artilugios diseñados para controlarlos a ellos» (p. 45). McLuhan también dejó escrito que «al abrazar constantemente tecnologías, nos relacionamos con ellas como servomecanismos». ¿Y si les damos la vuelta?

La siguiente, Una minoría modélica, se yergue a partir del patrón del superhéroe: el Águila Americana, que guarda un parecido muy razonable con Superman: aparece cuando se la necesita, procedencia extraterrestre y vestimenta de capa y mallas; por supuesto, posee el paquete habitual de superpoderes: fuerza sobrehumana, volar, congelar con su aliento las cerraduras, visión calorífica… Este arquetipo le sirve para reflexionar sobre la segregación racial y la violencia policial. Continúa ese uso tramposo de la tecnología que atenta contra los más desfavorecidos; así, los policías mientras apalizaban a un hombre negro «habían gritado ‘deje de resistirse’ a beneficio de las cámaras corporales de los demás» (p. 106), o sea, para cubrirse las espaldas y justificar el modo de su intervención. La tercera novela es la que da título al conjunto, Radicalizado, y en ella se aborda la dificultad y la desigualdad en el acceso a la sanidad, sobre todo desde la óptica del cáncer. Tenemos, por un lado, a una serie de hombres que deciden, bien a través de sus empresas aseguradoras bien con su desempeño político, quién vive y quién muere. Un foro de internet reúne a los afectados que, poco a poco, comienzan a radicalizarse. Finalmente, La máscara de la muerte roja es un relato apocalíptico al más puro estilo Colapso; ha llegado el día, que llaman el Suceso: incendios, Segunda Primavera Árabe, atentados en Houston o Atlanta, motines, caída de los mercados, los personajes viviendo en su Fuerte del Día del Juicio. Se postula una suerte de darwinismo social, en el que el mercado quita a los incompetentes (el «innecesariado», los prescindibles) para dárselo a los mejores, que son los que pueden hacerlo crecer: un ajuste natural.

Uno de los puntos fuertes del mundo de Doctorow es su capacidad para volver protagonistas a los objetos tecnológicos; son estos, y no las personas, los que determinan la vida social y sobre los que gira la trama; igual que antes se invocaba a los dioses para suplicar o pedirles cuentas (¿por qué me habéis hecho esto?), ahora se hace lo mismo a un ordenador-barco, a un horno o a un ascensor, a la bolsa. O la cuestión de la tecnología predictiva y sus usos perniciosos alejados de la neutralidad: «la actuación policial predictiva es la razón por la que esos polis le dieron una paliza a Wilbur Robinson. Hay empresas que venden software a las fuerzas policiales, ‘inteligencia artificial’ que analiza todos los datos de detenciones desde el principio de los tiempos y hace predicciones sobre dónde va a cometerse un crimen. El argumento es que las matemáticas no mienten y tampoco son racistas. Se supone que sus recomendaciones son empíricas, neutrales» (p. 124). En cuanto al tema de la verticalidad, este emerge en las lindes morales: cuanto más bajo se halle uno en la escala social, más la moralidad se vuelve un privilegio, desde la miseria uno no se lo puede permitir: se salta la ley, se deshumaniza, se radicaliza. ¿Puede haber moralidad allí donde median las relaciones mercantiles, el modelo vertical? Esta pregunta atraviesa la obra de Cory Doctorow, con mundos hostiles y atestados de cómplices.

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