El porvenir del periodismo escrito está en lo mejor de su pasado: historias relevantes y verdaderas, historias bien contadas, con pluma clara, rica y vigorosa como la de John Reed en México insurgente. Así practicado, el periodismo escrito es inmortal, es el mejor borrador de la Historia y un apasionante género literario.
Nacido en una familia burguesa y graduado en Harvard, John Reed (1887-1920) llegó a México en 1911 para cubrir la revolución popular contra el dictador Porfirio Díaz y su sucesor, el pérfido Victoriano Huertas. Guiado por el espíritu de “honestidad intelectual” al que él mismo alude en el prólogo de México insurgente, el joven reportero rechazó cualquier equidistancia entre los bandos y puso su corazón y su cerebro al servicio de los revolucionarios. Lo mismo haría años después con Diez días que estremecieron el mundo, la obra en la que dio testimonio de la Revolución rusa de 1917.
Se cumple ahora el centenario de la muerte de John Reed, cuyo personaje fue interpretado por Warren Beatty en su película Rojos, y con tal motivo Capitán Swing ha hecho una espléndida edición de México insurgente, ilustrada por Alberto Gamón.Su lectura nos hace acompañar a las tropas revolucionarias a través del paisaje del norte de México, con sus llanuras desérticas sobrevoladas por buitres y apenas puntuadas por unos cuantos cactus y mezquites. Y, al calor de las hogueras nocturnas, fumando tabaco o maíz, nos hace sentir la bravura del alzamiento a favor de la libertad, la tierra y la dignidad de aquellas gentes envueltas en sarapes que compartían lo poco que tenían, reían hasta en la tragedia e iban de frente, sin engaños.
Reed no necesita los giros truculentos e inverosímiles a los que recurren tantos novelistas y guionistas de hoy para intentar seguir manteniendo el interés. Su relato, auténtico y trepidante, está sazonado con mil relatos auténticos y trepidantes de los combatientes y los campesinos peones por los que luchan. Y también de vívidas escenas cotidianas de riñas de borrachos, peleas de gallos, tiroteos gratuitos, bailes interminables, autos sacramentales interpretados por muchachas… Y, por supuesto, de batallas en las que sentimos el galopar de los caballos, el crepitar de los fusiles, el tableteo de las ametralladoras, el retumbar de los cañones y el latir de los corazones de los soldados. Escribe: “Una docena de soldados harapientos, tumbados muy juntos los unos de los otros, se pusieron a improvisar la melodía y la letra de una canción sobre la batalla de Torreón. Era el nacimiento de un nuevo corrido. Sentí que todo mi afecto era para aquella gente amable y sencilla, tan adorable”.
Particularmente bueno es el retrato de Pancho Villa, al que John Reed frecuentó en Chihuahua. Campesino pobre, bandolero generoso a lo Robin Hood, la revolución convirtió a Villa en un general tan hábil como Napoleón. Era un hombretón franco, temerario y romántico que no se fiaba de nadie y a nadie contaba sus planes; un general que incorporó a sus tropas los ferrocarriles y el telégrafo, la artillería y los hospitales de campaña, pero resultaba imprevisible porque atacaba dónde y cuándo nadie lo esperaba; un tipo leal y humilde que nunca quiso ser presidente de México, que siempre obró a favor de la causa general. Inmensamente querido y popular.
De Villa cuenta John Reed que “no entendía que se adjudicaran grandes parcelas a los ricos y no a los pobres”, y que su gran pasión eran las escuelas. “Creía que la tierra para el pueblo y las escuelas resolverían todos los problemas de la civilización”, añade. “Los soldados rasos lo adoraban por su valentía y su humor tosco y rudo”.
México, proclama Reed, es “una tierra para amar y luchar por ella”. En este libro, el reportero estadounidense demostró su amor por esa tierra, y se comprometió con su lucha, con una prosa envidiable. Y nos dejó en este párrafo una pregunta que aún no ha encontrado respuesta:
Ver artículo originalEl anciano tiritaba y acercó al fuego su cuerpo consumido.
—Muchas veces me he preguntado —dijo serenamente— por qué los ricos, teniendo tanto, quieren más. Los pobres, que no tenemos nada, queremos muy poco. Solo unas cuantas cabras.