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¿Puede el diseño de las ciudades hacernos más felices?

Por ABC  ·  08.06.2023

«¿En qué ciudad estás?», pregunta al otro lado de la videollamada Charles Montgomery. Con otro entrevistado, la pregunta podría resultar extraña, pero hablando con Montgomery no lo es tanto. Al fin y al cabo, de lo que venimos a hablar es, justamente, de ciudades y de cómo su diseño puede –o no— hacernos más felices. Montgomery le ha dedicado un libro, ‘Ciudad feliz’, que acaba de aparecer en castellano en Capitán Swing.

El qué nos hace feliz y el qué no en nuestras ciudades lleva a análisis. Los años de la pandemia y especialmente el período de confinamiento y desescalada, cuando descubrimos gracias a ese kilómetro posible de recorrido diario las limitaciones verdes de nuestros barrios, evidenciaron qué necesitábamos. Era una ciudad más amigable, una que nos hiciese sentir mejor, con más árboles y más luz en nuestras casas.

Esos meses —y las vivencias del teletrabajo— hicieron además más evidente el lastre que suponía para algunas personas el tiempo que se perdía en los desplazamientos por la urbe. Un estudio de 2004 que recoge en su libro Montgomery midió la actividad cerebral durante los trayectos al trabajo de un grupo de voluntarios: en hora punta, el estrés causado por el tráfico es mayor que el que sienten los policías antidisturbios antes de enfrentarse a una manifestación. En las megalópolis, la media es pasarse más de una hora en cada uno de esos trayectos, que se sienten eternos.

El debate sobre el impacto que tiene el diseño de las ciudades en la calidad de vida de sus habitantes, incluso en una cuestión que puede parecer tan subjetiva y difícil de abordar desde el punto de vista académico como la felicidad, no es nuevo. Los expertos en urbanismo y en otras muchas materias llevan hablando de ello desde hace décadas, incluso siglos. De hecho, ideas tan antiguas como las ciudades modelo fabriles o las ciudades-jardín del siglo XIX abordaban de una manera o de otra estas cuestiones.

Incluso, en la esencia de las ciudades modernas actuales, esas urbes fallidas para la felicidad, aparecen reflexiones sobre qué hará mejor nuestra vida. Esas ciudades del siglo XX —ya sea por el modelo capitalista de la ciudad dispersa estadounidense o por el más de izquierdas del legado de Le Corbusier— creían que separar vida personal y laboral ayudaría a mejorar la calidad de vida. La propuesta fue la que se convirtió en el modelo —o los modelos— dominantes y fragmentó nuestro día a día en compartimentos: el barrio para dormir, el de trabajar, el de hacer las compras.

«No soy pesimista sobre las ciudades. Estoy muy preocupado por el destino del mundo, pero sé que las ciudades son parte de la solución»

Si dos modelos con orígenes tan distintos llegaron a algo tan parecido, ¿estábamos condenados entonces a esa ciudad infeliz? Montgomery piensa un rato al otro lado de la pantalla antes de decir que es optimista. «Nuestras ciudades son un producto de la tecnología y de las políticas, pero también de la emoción humana y de la brillantez y los fracasos del conocimiento humano», recuerda. «Nos equivocaremos constantemente, pero también acertaremos de muchas maneras», apunta.

Si el modelo urbano actual falla —como indican los estudios y las experiencias de sus habitantes— y la muerte de las ciudades no parece en absoluto inminente —las estadísticas de la ONU señalan que cada vez más personas en todo el mundo vivirán en zonas urbanas—, la clave está en cambiarlas. «No soy pesimista sobre las ciudades. Estoy muy preocupado por el destino del mundo, pero sé que las ciudades son parte de la solución», afirma Montgomery.

La esencia de la ciudad feliz

De entrada, quizás no habría que olvidar qué es una ciudad. Como recuerda el experto, «el propósito de una ciudad es unir a la gente».

Pero frente a la idea, está la lista pragmática de qué hacer para cambiar el diseño. «Necesitamos priorizar a las personas sobre los coches. Esa es la primera regla de las ciudades felices», señala Montgomery. «Puedes construir una ciudad que funciona para las personas o para los coches, pero no puedes hacerlo para los dos al mismo tiempo», asegura. Los ejemplos de éxito que muestra en su libro lo lograron convirtiendo al transporte público en eficiente y deseable, abriendo las calles a las bicicletas o peatonalizando. Sumar zonas verdes y edificios de servicios públicos son elementos clave.

«El propósito de una ciudad es unir a la gente»

También, recuerda el especialista, hay que «redescubrir la complejidad». Esto es, hay que comprender que «una ciudad feliz es una ciudad diversa en usos y personas», indica. En resumidas cuentas, la antítesis de eso de irte a dormir a tu barrio y hacer 50 minutos en Cercanías para ir a trabajar a la mañana siguiente.

Esto supone abrazar que los espacios sean compartidos —algo al final que es la esencia de cómo han sido siempre las ciudades europeas: vivías en el mismo lugar en el que haces tus compras— y cercanos geográficamente a las personas. Montgomery marca incluso un objetivo en minutos: lo recomendable sería tener todo accesible a 8 minutos andando de casa. La parada del transporte público, las tiendas, el supermercado… «Nadie camina cargando peso más de 8 minutos», explica.

Además, es crucial que la gente salga de casa. No es solo que puedas comprar o tomarte un café en tu barrio, también lo es que interactúes con los demás. No por nada la gran epidemia del siglo XXI es, se dice, la de la soledad.

Y, por supuesto, tiene que ser accesible para todos sus habitantes. «No puedes construir una ciudad feliz si la gente de bajos ingresos, si la clase obrera, no puede permitirse vivir ahí», señala. Por ello están importante que se impulsen modelos que simplifiquen el alquiler, como ha hecho durante décadas, apunta Montgomery, Viena. Tampoco puede ser una ciudad vaciada de sus habitantes y tomada por los turistas.

El propio autor lo sabe en carne propia. «Después de escribir este libro, viví una ruptura muy triste. Me sentía terriblemente solo y vivía en una ciudad con un parque inmobiliario muy caro. Intenté comprar una casa y no pude. Sentía que la ciudad me rechazaba», cuenta. Lo que lo salvó, por así decirlo, fue el modelo urbano: conoció a un grupo de gente que puso en marcha un modelo de ‘cohousing’, vivir en apartamentos con zonas comunes y recursos compartidos que potencian que sus habitantes interactúen. Es verde, es sostenible y, sobre todo, es humano.

Porque ese es el resumen de lo que puede suponer cambiar el diseño urbano. Como señala Montgomery no es solo felicidad, es también «la ciudad verde y la ciudad de baja huella de carbono».

Más jardines y más salud

Incluso, rediseñar las ciudades puede ayudar a solucionar otros problemas. La microbióloga Andrea Muras señala en ‘La guerra contra las superbacterias’ como replantearse el diseño de las ciudades puede ayudar a mejorar la microbiota de sus habitantes, haciéndola más saludable. «Sí, creo que es una aproximación muy interesante», explica al otro lado del teléfono, «intentar que todo el mundo tenga un rinconcito de naturaleza al que pueda acudir».

Parques o jardines podrían ayudar a que «tengamos la oportunidad de seguir estando expuestos a esas bacterias buenas propias de la naturaleza». Las zonas verdes no solo nos ayudan con la microbiota, también mejoran la salud física en general —nos impulsan, por ejemplo, a ser menos sedentarios— y la mental. Seremos, como si fuese el eslogan de un anuncio de yogures, felices por fuera y felices por dentro.

Material para la guerra cultural

Y si pocos debaten sobre los problemas urbanos —ruido, polución, ausencia de zonas verdes— no se puede decir lo mismo de sus soluciones. Las propuestas para cambiar el diseño de las ciudades se han convertido en el último material para las guerras culturales, como ha ocurrido en los últimos meses con la ciudad de los 15 minutos. Aunque su creador, Carlos Moreno, lo defina como «la vida del barrio, pero en el siglo XXI», las interpretaciones sobre qué supone se han vuelto cada vez más políticas.

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