En Sobre una montaña (2010), el fascinante y estremecedor ensayo de John D’Agata sobre el depósito nuclear proyectado en Yucca Mountain, aparece brevemente el hijo del escritor Edward Abbey (1927-1989): “En aquella época era solo papá. O al menos era una buena imitación de un padre. Se le daban bien las imitaciones”. Según confesaba su hijo, existía un abismo entre la retórica de sus escritos y las realidades de su vida. Al parecer, el hombre responsable de inspirar a toda una generación de activistas medioambientales “solía abandonar a su suerte coches en reservas naturales protegidas, tiraba latas de cerveza a la carretera, abandonaba neumáticos usados en prístinos Parques Nacionales”.
Sorprende mucho dicha acusación, sobre todo tras leer El solitario del desierto (1968), una contundente y militante reivindicación de la vida salvaje y de la sana convivencia de los hombres con la naturaleza: “No, la naturaleza virgen no es un lujo, sino una necesidad del espíritu humano, y tan vital para nuestras vidas como el agua y el buen pan. Una civilización que destruye lo poco que queda del medio natural, el de reserva, el original, está desvinculándose y traicionando el principio de la propia civilización”. Estas reflexiones surgen de toda una experiencia de vida, la vivida por Abbey entre 1956 y 1957 en calidad de ranger del Parque Nacional de los Arcos, en Moab (Utah). Una experiencia que marcaría igualmente su narrativa, como puede leerse en La banda de la tenaza (1975), todo un clásico hoy de la contracultura, ilustrada en su día por el mismísimo Robert Crumb.
Así, a bote pronto, las comparaciones entre El solitario del desierto y el Walden (1854) de Henry D. Thoreau se vuelven inevitables. Sin embargo éstas solo pueden establecerse de forma muy superficial, ya que las motivaciones de ambos autores son bien distintas. A diferencia de Thoreau, Abbey no pretende con su obra llamar a la desobediencia civil, si acaso instar al lector a que tome conciencia de la importancia del medio natural. Radical se muestra contra el llamado “turismo industrial” (ese que exige llegar en coche, y sobre carreteras convenientemente asfaltadas, a los lugares más recónditos del país), pero se trata de una crítica constructiva, pues Abbey propone en su libro un plan de mejora. Por otro lado, su estancia en el desierto no trata de ser ningún experimento social: Abbey no pretende vivir de la naturaleza (vive de hecho en una caravana cedida por el gobierno y recibe un pequeño sueldo), ni propone la autarquía como modelo de subsistencia. Y luego está la diferencia más notable: mientras que la laguna de Walden era un vergel, el desierto de Utah resulta ser un páramo en comparación; un lugar asfixiante en el que nadie se atrevería a establecerse, y del que muy pocos serían capaces de extraer tanta belleza.
Por este motivo, la experiencia de Abbey se presenta menos intelectual que la de Thoreau (imbuida por el trascendentalismo de la época), más cercana por tanto a cierto espíritu hippie o panteísta. De hecho, este texto entronca perfectamente con esa vena naturalista desarrollada en los sesenta por poetas como Gary Snyder o pirados como Richard Brautigan: la mirada de Abbey, con sus detalladas (y áridas) descripciones de la geología, la fauna y la flora del lugar, va poco a poco transformándose en algo cuasi místico (no parece casual que este texto se publicara el mismo año que Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda), con encuentros con caballos salvajes y proyecciones mentales de lo más distópicas sobre el futuro de los Estados Unidos.
Sí, el sol va haciendo mella en Abbey, pero así la exploración del terreno se vuelve tanto física como espiritual. Con ello, Abbey consigue hacernos creer que es posible conquistar la naturaleza sin exigir rédito alguno, sin tomarla por la fuerza, sin alterarla ni privatizarla. Siendo ese quizás su gran mensaje, predicara luego o no (en el desierto) con el ejemplo.
Autor del artículo: Fran G. Matute
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