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Por qué tu cerebro odia a los demás

Por Letras Libres  ·  20.09.2018

Nuestra historia evolutiva explica el tribalismo y la facilidad con que el cerebro forma dicotomías entre nosotros y ellos, como demuestra Robert Sapolsky en “Compórtate”, del que publicamos un adelanto.

De niño, vi la versión de 1968 de El planeta de los simios. Como futuro primatólogo, me fascinó. Años después, descubrí una genial anécdota sobre la filmación de la película, contada tanto por Charlton Heston como por Kim Hunter, sus protagonistas: a la hora de comer, las personas que interpretaban a los chimpancés y las que interpretaban a los gorilas comían en grupos separados.

Tal y como se ha dicho (normalmente se atribuye a Robert Benchley): “hay dos clases de personas en el mundo: las que creen que hay dos clases de personas en el mundo y las que no”. Hay más de la primera clase. Y es inmensamente consecuente con el hecho de que la gente divida entre Nosotros y Ellos, los de nuestro grupo y los de fuera del grupo, “el pueblo” (es decir, los que son como nosotros) y el Resto.

¿Es esta mentalidad universal? ¿Hay esperanzas de que la forma de ser exclusivista y xenofóbica del ser humano pueda ser derrotada para que los extras de Hollywood que hacen de chimpancés y de gorilas puedan compartir el pan?

La fuerza de la dicotomía nosotros/ellos

Nuestros cerebros forman dicotomías del estilo Nosotros/Ellos (de aquí en adelante nos referiremos a ellas como “Nosotros/Ellos” para abreviar) con una velocidad impresionante. Una exposición de cincuenta milisegundos a la cara de alguien de otra raza activa la amígdala, mientras que no consigue activar el área facial fusiforme tanto como lo consiguen las caras de la misma raza –todo ello en unos pocos cientos de milisegundos–. De forma parecida, el cerebro agrupa caras por género o estatus social más o menos a la misma velocidad.

Gracias al test de asociación implícita (IAT por sus siglas en inglés) se puede demostrar la existencia de prejuicios rápidos y automáticos contra miembros de los demás grupos (Ellos).

Suponga el lector que tiene un prejuicio inconsciente contra los trolls. Para resumir enormemente el funcionamiento del IAT: En la pantalla de un ordenador aparecen destellos tanto de fotografías de humanos como de trolls o de palabras con connotaciones positivas (p. ej., “honesto”) o negativas (“decepcionante”). A veces la regla es “Si ves un humano o un término positivo, aprieta el botón rojo; si es un troll o un término negativo, aprieta el botón azul”. Y a veces es “Si es humano o un término negativo, aprieta el rojo; si es un troll o un término positivo, aprieta el azul”. Debido a tu prejuicio contra los trolls, emparejar un troll con un término positivo, o un humano con uno negativo, es algo discordante o ligeramente molesto. De esto modo, tardas un par de milisegundos en apretar un botón.

Es algo automático –no estás echando chispas ante la visión de las prácticas comerciales mafiosas de los trolls o por la brutalidad de los trolls en la Batalla de Alguna Parte en 1523–. Estás procesando palabras y fotografías, e inconscientemente haces una pausa, te detienes ante el vínculo disonante entre el dibujo de un troll y la palabra “encantador”, o entre la fotografía de un humano y la palabra “maloliente”. Si participas en suficientes rondas surge ese patrón de retraso, poniendo de manifiesto tu prejuicio.

La existencia de esta dicotomía se ve respaldada aún más por un hecho extraordinario –también ocurre en otras especies–. A primera vista, no parece que sea algo muy profundo. Después de todo, los chimpancés matan a machos de otros grupos, los grupos de babuinos se enfurecen cuando se encuentran con otros, los animales de todas clases se ponen nerviosos ante la presencia de extraños.

[…]

Existen numerosos experimentos que confirman que el cerebro procesa las imágenes de forma diferente en cuestión de milisegundos basándose en señales mínimas sobre la raza o el género. Incluso si las agrupaciones están basadas en diferencias muy ligeras, pronto aparece una inclinación hacia miembros del grupo propio, al igual que unos niveles superiores de cooperación. Tal prosocialidad tiene que ver con la identificación grupal –la gente reparte preferentemente los recursos con individuos anónimos de su grupo–.

El simple hecho de agrupar a la gente activa los sesgos provincianos, no importa lo endeble que sea el fundamento del agrupamiento. En general, los paradigmas del grupo mínimo acentúan nuestra opinión sobre el Nosotros en lugar de rebajar lo que opinamos de Ellos. Supongo que es algo bueno –al menos nos resistimos a pensar que la gente a la que le salió cara al tirar la moneda al aire (a diferencia de a Nosotros, que nos salió una admirable cruz) son seres terribles–.

El poder de los agrupamientos mínimos y arbitrarios que provocan la dicotomía Nosotros/Ellos nos recuerda a los “efectos barba verde”. Nos recuerda cómo estos efectos oscilan entre la prosocialidad debida a selección por parentesco y la debida al altruismo recíproco –requieren la existencia de un rasgo arbitrario, llamativo, con una base genética (p. ej., una barba verde) que indica una tendencia a actuar de forma altruista hacia otros portadores de barba verde– y en esas condiciones, prosperan los individuos que tienen barba verde.

La dicotomía Nosotros/Ellos basada en la compartición de rasgos mínimos tiene más que ver con los efectos psicológicos en lugar de genéticos de la barba verde. Hacemos asociaciones positivas con las personas que comparten los rasgos que parece que tienen menos sentido.

Un gran ejemplo fue el aportado por un estudio en el que unos sujetos conversaban con un investigador que, sin que lo supieran ellos, imitaba o no imitaba sus movimientos (por ejemplo, cruzar las piernas). La imitación no solo resulta placentera, activando la dopamina mesolímbica, sino que también hace que sea más probable que los sujetos ayuden al investigador, recogiéndole su bolígrafo del suelo. Nace un Nosotros inconsciente solo porque alguien se sienta como nosotros en una silla.

[…]

Los estudios sobre grupos mínimos muestran nuestra propensión a generar dicotomías Nosotros/Ellos a partir de diferencias arbitrarias. Lo que hacemos es vincular los marcadores arbitrarios basados en diferencias sin sentido con valores y creencias.

Y entonces, algo sucede con esos marcadores arbitrarios. A nosotros (p. ej., primates, ratas, perros de Paulov) se nos puede condicionar para asociar algo arbitrario, como una campana, con una recompensa. A medida que la asociación se va consolidando, ¿es la campana “solo” un marcador que simboliza un placer inminente, o pasa a ser placentera en sí misma? Un elegante trabajo sobre el sistema mesolímbico de la dopamina nos muestra que, en un subconjunto numeroso de ratas, la señal arbitraria pasa a ser una recompensa en sí misma. De forma parecida, un símbolo arbitrario de un valor fundamental del Nosotros cobra vida y poder en sí mismo, convirtiéndose en el significado en lugar del indicador de un significado. De este modo, por ejemplo, la dispersión de colores y patrones en la ropa que constituyen la bandera de una nación se convierte en algo por lo que la gente mataría y moriría.

La fuerza de la dicotomía Nosotros/Ellos se ve en su aparición temprana en los niños. Con tres o cuatro años, los niños ya agrupan a las personas por su raza y género, tienen opiniones más negativas de Ellos, y perciben las caras de las demás razas como más enfadadas que las de la propia.

Nosotros

Crear la dicotomía Nosotros/Ellos implica por regla general la exageración de nuestros méritos que tienen que ver con los valores fundamentales –somos más correctos, sabios, morales, y somos más valiosos cuando se trata de saber qué es lo que quieren los dioses, haciendo funcionar la economía, criando a los niños o luchando en esta guerra–. La exaltación del Nosotros también implica exagerar los méritos de nuestros marcadores arbitrarios, y eso puede suponer algo de trabajo –racionalizar por qué nuestra comida sabe mejor, muestra música es más conmovedora o nuestro lenguaje es más lógico o poético–.

Puede que más que superioridad, los sentimientos predominantes sobre el Nosotros tengan más que ver con las obligaciones compartidas, con la inclinación y la expectativa de la mutualidad. La esencia de la mentalidad del Nosotros es que la asociación no aleatoria produce frecuencias más altas de las esperadas de las interacciones positivas.

[…]

La obligación con los miembros del grupo se ve en el hecho de que las personas sienten más necesidad de desagraviar una transgresión cometida contra un miembro de su grupo que contra uno de otro. Por el primero, la gente suele compensar al individuo equivocado y actuar de forma más sociable con todo el grupo en su conjunto. Pero a menudo, la gente compensa a los miembros de su grupo siendo más antisocial con algún grupo externo. Además, en tales escenarios, cuanto más culpable se siente la persona por la violación cometida contra su grupo, peor se comporta con los miembros del grupo externo.

Por consiguiente, a veces ayudas al grupo de forma directa, y a veces dañando a los grupos externos. Esto trae a colación un tema amplio sobre el provincianismo dentro del grupo: ¿es el objetivo que a tu grupo le vaya bien, o simplemente que le vaya mejor que a los demás? Si la respuesta es la primera opción, el objetivo es maximizar los niveles absolutos de bienestar del grupo propio, y los niveles de compensación actuando contra los demás es irrelevante; si es la segunda opción, el objetivo es maximizar la diferencia existente entre Nosotros y Ellos.

Existen ambas. Hacerlo mejor en lugar de hacerlo bien tiene sentido en juegos de suma cero, en los que, por ejemplo, solo puede ganar un equipo, y donde ganar con puntuaciones de 1-0, 10-0 o de 10-9 son equivalentes. Además, en los aficionados deportivos sectarios, se produce una activación de la dopamina mesolímbica parecida cuando su equipo gana o cuando un rival odiado pierde contra un tercero. Es puro regodeo, su dolor es tu satisfacción.

Resulta problemático cuando los juegos que no son de suma cero son considerados como si lo fueran (el ganador se lo lleva todo). No es una buena mentalidad pensar que has ganado la Tercera Guerra Mundial si poco después Nosotros tenemos dos chozas de barro y tres antorchas y Ellos solo una de cada. Una horrible versión de esta forma de pensar apareció en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, cuando los aliados sabían que tenían más recursos (o sea, soldados) que Alemania. Por lo tanto, el comandante británico, Douglas Haig, puso en marcha la estrategia de “desgaste continuo”, que consistía en que los británicos atacaran sin cesar y sin importar el número de bajas, al menos mientras los alemanes perdieran como mínimo las mismas.

Por lo tanto, la estrechez de miras del grupo a menudo tiene que ver más con que Nosotros les ganemos a Ellos que con que a Nosotros nos vaya bien. Esta es la esencia de la tolerancia de la desigualdad en nombre de la lealtad. Resulta coherente, pues, que potenciar la lealtad fortalezca el favoritismo y la identificación dentro del grupo, mientras que potenciar la igualdad consigue justo lo opuesto.

Entrelazado con la lealtad y el favoritismo dentro del grupo está el aumento de la capacidad de mostrar empatía. Por ejemplo, la amígdala se activa cuando ve caras que están asustadas, pero solo si son miembros del grupo; cuando se trata de un miembro de un grupo externo, el hecho de que uno de Ellos muestre miedo puede ser incluso una buena noticia –si les asusta a Ellos, bienvenida sea–. Es más posible que una persona desagravie a los demás por transgresiones contra un miembro de nuestro grupo que si se trata de uno de un grupo externo. ¿Qué respuesta se da cuando otro miembro del grupo viola una norma?

Lo más habitual es perdonar con más rapidez a un miembro de nuestro grupo que a uno de Ellos. Tal como veremos, a menudo esto es producto de una racionalización –Nosotros la fastidiamos debido a circunstancias especiales; Ellos la fastidian porque así es como son–.

Puede ocurrir algo interesante cuando la transgresión cometida por alguien significa airear un trapo sucio del grupo que revela un estereotipo negativo. La vergüenza resultante del grupo puede provocar niveles altos de castigo como señal de advertencia a los extraños.

Estados Unidos, con sus racionalizaciones y ambivalencias sobre la etnicidad, nos proporcionan muchos ejemplos. Uno de ellos podría ser Rudy Giuliani, que creció en Brooklyn en un enclave italoamericano dominado por el crimen organizado (el padre de Giuliani cumplió condena por robo a mano armada y luego trabajó para su cuñado, un prestamista de la mafia). Giuliani saltó al primer plano de la atención nacional en 1985 por ser el fiscal que acusó a las “Cinco Familias” en el juicio contra la mafia, acabando con ellas. Sentía una fuerte motivación para contrarrestar el estereotipo del “italoamericano” como sinónimo de crimen organizado. Cuando se refirió a su logro, dijo: “Si esto no es suficiente para destruir el prejuicio de la mafia, entonces probablemente no se podrá hacer nada para eliminarlo.” Si quieres que alguien persiga a los mafiosos con una intensidad incansable, busca a un italoamericano orgulloso de serlo y que se sienta indignado por los estereotipos generados por la mafia.

A Chris Darden, el abogado afroamericano que fue ayudante de la acusación en el juicio contra O. J. Simpson, se le atribuyeron motivaciones parecidas. Lo mismo se puede decir del juicio de Julius y Ethel Rosenberg y Morton Sobell, todos ellos judíos, acusados de espiar para la Unión Soviética. La acusación pública estuvo a cargo de dos judíos, Roy Cohn e Irving Saypol, y fue presidida por un juez judío, Irving Kaufman, todos ellos ávidos por contrarrestar el estereotipo de que los judíos son “internacionalistas” desleales. Después de que se sentenciara a muerte a los acusados, Kaufman fue honrado por el Comité de Judíos Estadounidenses, por la Liga Antidifamación y por los veteranos de guerra judíos. Giuliani, Darden, Cohn, Saypol y Kaufman muestran que pertenecer a un grupo implica que los comportamientos de los demás te pueden hacer quedar mal.

Esto plantea un asunto mucho más amplio, concretamente nuestro sentido de la obligación y lealtad hacia nuestro grupo, el Nosotros, en su conjunto. En un extremo puede ser algo contractual, literal, como ocurre con los deportistas profesionales en los equipos deportivos. Se espera que cuando firman sus contratos, darán lo máximo por el equipo, poniendo el bien de este por delante de sus intereses personales. Pero las obligaciones son finitas –no se espera que sacrifiquen sus vidas por su equipo–. Y cuando los deportistas cambian de equipo, no se utilizan como una quinta columna, tirando los partidos que juegan con su nuevo equipo para beneficiar al del que proceden. La esencia de esa relación contractual es que es fungible tanto por parte del que contrata como por parte del contratado.

En el otro extremo, por supuesto, están los miembros de nuestro grupo, que no son canjeables y están por encima de cualquier negociación. La gente no pasa de ser un chiita a un suní, o de ser un kurdo iraquí a ser un pastor sami en Finlandia. Sería muy raro que un kurdo quisiera ser un sami, y sus antepasados seguramente regresarían a sus tumbas cuando vieran que acaricia a su primer reno. Los conversos suelen sufrir una feroz venganza por parte de aquellos a los que ha dejado –recuerde, por ejemplo, a Meriam Ibrahim, sentenciada a muerte en Sudán en 2014 por convertirse al cristianismo– y a despertar sospechas entre aquellos a los que se ha unido. Junto al sentimiento de que el grupo de uno es permanente hay elementos distintivos de lo que significa el Nosotros. No firmas un contrato de béisbol basándote en la fe, con la promesa vaga de recibir un salario. Pero el sentimiento de pertenecer a un grupo basado en valores sagrados, donde el conjunto es mayor que la suma de las partes, donde hay obligaciones inaplicables que se extienden a través de las generaciones, de los milenios, e incluso hasta después de la muerte, donde el Nosotros, con o sin razón, es la esencia de las relaciones basadas en la fe.

La naturaleza de la pertenencia a un grupo puede ser sangrientamente polémica en cuanto a la relación de las personas con el estado. ¿Es algo contractual? La gente paga impuestos, obedece leyes, se alista en el ejército: el gobierno proporciona servicios sociales, construye carreteras y presta ayuda después de los huracanes. ¿O es una de esas relaciones basadas en valores sagrados? La gente obedece fielmente y el estado proporciona los mitos de la tierra natal. Pocos de esos ciudadanos pueden entender que si la cigüeña los hubiera depositado arbitrariamente en otro lugar, sentirían fervientemente y de forma innata una pertenencia a una clase diferente de grupo excepcional, que marcharían con el paso de la oca al oír una música militar diferente.

Ellos

De igual forma que nos vemos a Nosotros de una forma muy típica, existen patrones en cómo les vemos a Ellos. Uno consiste en considerarlos amenazantes, enfadados e indignos de confianza. Un ejemplo interesante serían los alienígenas de las películas. En un análisis de casi cien películas del género, empezando con la película pionera de Georges Méliès de 1902 titulada Viaje a la Luna, casi en el 80% de ellas se presenta a los alienígenas como malévolos, siendo el resto, o benevolentes o neutrales. En los juegos experimentales económicos, la gente considera implícitamente que los miembros de otras razas son menos dignos de confianza o de reciprocidad. Los blancos juzgan las caras de las afroamericanos como más enfadadas que las caras blancas, y las racialmente ambiguas con expresiones enfadas tienen más probabilidades de ser catalogadas como de la otra raza. Es más posible que los sujetos blancos apoyen que los criminales juveniles sean juzgados como adultos cuando piensan que se trata de criminales negros.

Pero Ellos no solo provocan una sensación de amenaza; a veces se trata de repugnancia. Volviendo al tema de la corteza insular, que en la mayoría de los animales tiene que ver con la repugnancia gustativa –darle un bocado a un alimento podrido–, pero que en el caso de los humanos incluye también la repugnancia moral y estética. Ver fotografías de drogadictos o de personas sin hogar generalmente activan la ínsula, no la amígdala.

Sentirse asqueado por las creencias abstractas de otro grupo no es, naturalmente, el papel de la ínsula, que evolucionó para encargarse de aborrecer gustos y olores desagradables. Los marcadores Nosotros/Ellos proporcionan un primer peldaño. Que Ellos te hagan sentir repugnancia porque comen cosas repulsivas, sagradas o adorables, se untan con aromas rancios, se visten de formas escandalosas –todo eso son cosas a las que la ínsula puede hincarle el diente–. Tal como dijo el psicólogo Paul Rozin de la Universidad de Pensilvania, “La repugnancia sirve como un marcador étnico o de reconocimiento de un grupo externo”. Dar por sentado que Ellos comen cosas asquerosas nos proporciona el impulso necesario para decidir que Ellos también tienen ideas repugnantes sobre, por ejemplo, ética deontológica.

La magnitud que adquiere el papel de la repugnancia a la hora de definir a los demás grupos (Ellos) explica algunas diferencias individuales. Concretamente, las personas que muestran las actitudes más negativas en contra de los inmigrantes, los extranjeros, y los grupos socialmente anormales suelen tener umbrales bajos para la repugnancia interpersonal (p. ej., se resisten a llevar la prenda de un extraño o a sentarse en un asiento que acaba de desocuparse).

Algunos grupos catalogados como Ellos son ridiculizados, es decir, son objeto de mofa y burla, el humor como hostilidad. Burlarse de los grupos externos es un arma de los débiles, que daña a los poderosos y reduce el dolor de la subordinación. Cuando un grupo se burla de otro, es para consolidar los estereotipos negativos y cosificar la jerarquía. Consistente con esto está el hecho de que es mucho más probable que los individuos con una gran “orientación a la dominancia social” (aceptación de la jerarquía y de la desigualdad del grupo) disfruten de los chistes sobre los grupos externos.

Con frecuencia, también se considera que Ellos son más sencillos y más homogéneos que Nosotros, tienen emociones más simples y son menos sensibles al dolor. David Berreby, en su magnífico libro Us and Them: The Science of Identity, nos ofrece un sorprendente ejemplo, que es válido tanto si se trata de la antigua Roma, de la Inglaterra medieval, de la China imperial o del Sur prebélico. Las elites justifican la esclavitud basándose en el estereotipo que considera que los esclavos son simples, infantiles e incapaces de ser independientes.

El esencialismo tiene que ver con considerar a los demás grupos como homogéneos e intercambiables, la idea es que mientras nosotros somos individuos, ellos tienen una esencia monolítica, inmutable y repulsiva. La larga historia de malas relaciones con Ellos alimenta el pensamiento esencialista –”Siempre han sido así y siempre lo serán”–. Como también lo hace tener pocas interacciones personales con los miembros de Ellos –después de todo, cuanto más interaccionemos con Ellos, más excepciones se irán acumulando que desafían ese estereotipo esencialista–. Pero la infrecuencia de las interacciones no es un elemento indispensable, como se demuestra con el pensamiento esencialista respecto al sexo opuesto.

De este modo, Ellos tienen diferentes características: son amenazantes y están enfadados, son repugnantes y repulsivos, primitivos e indiferenciados.

Pensamientos frente a sentimientos respecto a Ellos
¿En qué medida lo que pensamos sobre Ellos son racionalizaciones a posteriori de lo que sentimos hacia Ellos? Volvemos al tema de las interacciones entre la cognición y el afecto.

Resulta fácil enmarcar cognitivamente esa dicotomía. John Jost, de la NYU, ha explorado un dominio relacionado con esto, concretamente los vaivenes cognitivos de aquellos que están en la cima para justificar la desigualdad del statu quo existente en el sistema. La gimnasia cognitiva también es utilizada cuando nuestra opinión negativa y homogénea sobre una clase de Ellos que tiene que adaptarse a la aceptación de un miembro de Ellos por ser una celebridad atractiva, nuestro vecino, o alguien que nos ha salvado –“Ah, este miembro de ese grupo (Ellos) es diferente” (sin duda seguida de un sentido de autocomplacencia por tener una mente abierta)–.

La sutileza cognitiva puede ser necesaria a la hora de ver a los distintos Ellos como amenazas. Temer que cuando uno de Ellos se acerca te robara está lleno de afecto y particularismo. Pero temer que Ellos nos quitarán los trabajos, manipularán los bancos, diluirán nuestro linaje, convertirán en gays a nuestros niños, etc., requiere una cognición orientada hacia el futuro sobre economía, sociología, ciencias políticas y pseudociencia. De este modo, la dicotomía Nosotros/Ellos puede surgir a partir de las capacidades cognitivas para generalizar, imaginar el futuro, inferir motivaciones ocultas, y la utilización del lenguaje para ponerse de acuerdo con otros miembros de nuestro grupo respecto a estas cogniciones. Tal como vimos, otros primates no solo matan a otros individuos porque forman parte de un Ellos, sino que también hacen asociaciones negativas sobre los miembros de esos grupos. Sin embargo, ningún otro primate mata por razones ideológicas, teológicas o estéticas.

A pesar de la importancia del pensamiento a la hora de crear una dicotomía, su esencia es emocional y automática. Tal como dijo Berreby en su libro, “Estereotipar no es fruto de una cognición lenta y directa. No se trata de cognición consciente”. Dicha automaticidad genera aseveraciones como “no puedo decir por qué, pero está mal cuando Ellos lo hacen”. El trabajo de Jonathan Haidt, de la NYU, muestra que, en tales circunstancias, las cogniciones son justificaciones a posteriori de los sentimientos e intuiciones, para convencerse a uno mismo de que, de hecho, sabes racionalmente el porqué.

La automaticidad de la creación de la dicotomía Nosotros/Ellos se puede ver en la velocidad con que la amígdala y la ínsula crean tales dicotomías –la ponderación afectiva precede a la percepción consciente, lo mismo que ocurre con los estímulos subliminales–. Otra medida de la esencia afectiva de la formación de la dicotomía es cuando ni siquiera nadie sabe cuál es el fundamento de un prejuicio. Piense, por ejemplo, en los agotes, un grupo minoritario de Francia cuya persecución empezó en el siglo XI y continuó hasta bien entrado el siglo pasado. A los agotes se les obligaba a vivir en las afueras de las aldeas, vestir de forma diferente, sentarse aparte en la iglesia y realizar trabajos serviles. Aunque no diferían en apariencia, religión, acento o nombres, y nadie sabe por qué eran parias. Puede que descendieran de los soldados moros de la invasión islámica de España y que por eso fueran discriminados por los cristianos. O puede que anteriormente fueran cristianos, y empezaran a ser discriminados por los no cristianos. Nadie sabe cuáles son los pecados de los agotes ancestrales o como reconocerlos más allá del conocimiento de la comunidad. Durante la revolución francesa, los agotes quemaban sus certificados de nacimiento guardados en las oficinas del gobierno para destruir la prueba de su estatus.

La automaticidad también se puede ver de otra forma. Piense, por ejemplo, en un individuo que siente un odio exaltado hacia una serie de grupos externos. Hay dos formas de explicarlo. Opción 1: Después de razonar minuciosamente, ha sacado la conclusión de que las políticas comerciales de A dañan la economía y da la casualidad de que también cree que los antepasados de B eran blasfemos, y piensa que los miembros del grupo C no expresan el suficiente arrepentimiento por una guerra iniciada por sus abuelos, y percibe que los miembros del grupo D son prepotentes, y piensa que el grupo E socava los valores familiares. Son un montón de cogniciones basadas en el “casualmente”. Opción 2: El temperamento autoritario de este individuo se siente desestabilizado ante lo que es nuevo y ante la ambigüedad sobre las jerarquías; no es un conjunto de cogniciones coherentes. Theodore Adorno, al intentar explicar las raíces del fascismo, explicó este temperamento autoritario. Los individuos que crean prejuicios contra una clase de grupo exterior tienden a hacer prejuicios contra otros, y por razones afectivas.

La evidencia más sólida de que esta dicotomía mordaz se origina en las emociones y en los procesos automáticos es que las supuestas cogniciones racionales sobre Ellos pueden ser manipuladas de manera inconsciente.

En un importante experimento, a pasajeros que esperaban en una estación de tren de un suburbio predominantemente blanco se les pidió que rellenasen un cuestionario sobre opiniones políticas. Entonces, en la mitad de las estaciones, un par de jóvenes mexicanos, vestidos de forma conservadora, aparecían cada mañana durante dos semanas, hablando tranquilamente en español antes de subirse al tren. A continuación, los pasajeros rellenaban un segundo cuestionario.

Resulta sorprendente que la presencia de esas dos personas hacía que la gente apoyara más la disminución de la inmigración legal procedente de México y de que el inglés fuera el idioma oficial, y se oponían en mayor grado a una posible amnistía a los inmigrantes ilegales. La manipulación era selectiva, no se cambiaron las actitudes respecto a los estadounidenses de origen asiático, a los afroamericanos o hacia las personas procedentes de Oriente Medio.

Se trata de una fascinante influencia sobre el hecho de crear una dicotomía, por debajo del nivel de consciencia: cuando las mujeres están ovulando, sus áreas faciales fusiformes responden más ante las caras, mientras que la corteza prefrontal ventromedial responde más a las caras de los hombres en particular. Carlos Navarrete, de la Universidad Estatal de Michigan, ha demostrado que cuando ovulan las mujeres blancas muestran actitudes más negativas hacia los hombres afroamericanos. Por consiguiente, la intensidad de la dicotomía Nosotros/Ellos está modulada por las hormonas. Nuestros sentimientos hacia Ellos pueden ser conformados por fuerzas subterráneas sobre las que no tenemos ni idea.

[…]

Los “sesgos de confirmación” utilizados para racionalizar y justificar la creación automática de dicotomías son numerosos –recordar mejor las evidencias que apoyan nuestra postura que las que la contradicen; probar las cosas de forma que puedan apoyar, pero no negar tu hipótesis; probar escépticamente los resultados que te gustan menos que los tuyos–.

Además, manipular implícitamente a los demás altera los procesos de justificación. En un estudio concreto, estudiantes escoceses leían sobre un juego en el que los participantes escoceses trataban o no trataban de manera injusta a participantes ingleses. Los estudiantes que leían sobre escoceses que habían sido prejuiciosos se volvían más positivos en lo respectivo a sus estereotipos sobre los escoceses y más negativos sobre los británicos –justificando el prejuicio por ser estudiantes escoceses.

Nuestras cogniciones intentan atrapar a nuestros yo afectivos, buscando el más mínimo dato o mentira verosímil que justifique por qué odiamos a los demás grupos (Ellos).

Interacciones entre individuos del mismo grupo frente a interacciones entre diferentes grupos
Por lo tanto, tendemos a pensar que Nosotros somos nobles, leales y que nuestro grupo está formado por individuos diferentes cuyos errores son debidos a las circunstancias. Por el contrario, Ellos parecen repugnantes, ridículos, simples, homogéneos, indiferenciados e intercambiables. Todo ello respaldado por racionalizaciones de nuestras intuiciones.

Así son los individuos que tienen presentes la dicotomía Nosotros /Ellos en su mente. Las interacciones entre grupos suelen ser más competitivas y agresivas que las interacciones entre los miembros de nuestro grupo (Nosotros) y el suyo (Ellos). En palabras de Reinhold Niebuhr, escritas durante la Segunda Guerra Mundial, “El grupo es

más arrogante, hipócrita, egocéntrico y más implacable en la persecución de sus objetivos que el individuo”.

Suele haber una relación inversa entre los niveles de agresión intragrupal e intergrupal. En otras palabras, los grupos que tienes interacciones muy hostiles con los vecinos suelen tener muy pocos conflictos internos. O, expresándolo de otra forma, los grupos con altos niveles de conflicto interno están demasiado distraídos como para centrar su hostilidad en los demás grupos.

Y una cuestión que es fundamental, ¿es causal esa relación inversa? ¿Tiene que ser una sociedad internamente pacífica para congregar la cooperación a gran escala necesaria para mostrarse hostil con otros grupos? ¿Debe una sociedad suprimir el homicidio para cometer un genocidio? O invirtiendo la causalidad, ¿consiguen las amenazas a grupos externos que la sociedad sea más cooperativa internamente? El primero que expuso este punto de vista fue el economista Samuel Bowles del Instituto de Santa Fe que calificó esto como: “Conflicto: la comadrona del altruismo.” Sigan atentos.

*Extracto adaptado de Compórtate, de Robert Sapolsky, editado por Capitán Swing.

Traducción Pedro Pacheco González

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