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¿Por qué nos cuesta tanto disfrutar del sexo?

Por La Vanguardia  ·  13.06.2022

“¿Por qué nos cuesta tanto disfrutar del sexo? ¡He intentado responderme esta pregunta tantas veces! Y sigo sin saber la respuesta. Ningún otro animal en la faz de la Tierra hace lo que nosotros, sino que simplemente lo practica, lo disfruta… y listo. Pero nosotros, los seres humanos, somos capaces de ejecutar a las personas por tener el sexo equivocado, porque escapan del control. Hay mucho control en el sexo, control de tus necesidades, de tus pulsiones…”.

Kate Lister, historiadora, doctora en Filosofía y máster por la Escuela de Artes y Comunicación de la Universidad de Leeds Trinity, analiza en una entrevista con Magazine Lifestyle los peculiares comportamientos, represiones y admoniciones aberrantes que han lubricado las mentes, mayoritariamente masculinas –y machistas–, sobre el sexo a lo largo de la historia. Su obra Una curiosa historia del sexo (Capitán Swing) es un catálogo documentado, sorprendente, a ratos espeluznante, pero también divertido, sobre nuestro (des)encuentro con el sexo.

El ensayo recoge los esfuerzos que se han hecho desde tiempos inmemoriales por usar expresiones –algunas muy creativas– que designen el clítoris, la vagina, el coito, el vello púbico, el orgasmo o la menstruación… bajo fórmulas cuyo objetivo ha sido cubrir con un casto velo lo que se pretende definir. Lister tiene claro que el lenguaje se ha usado durante siglos como un instrumento de control: “Si las palabras que utilizamos para hablar del sexo son consideradas ofensivas, el resultado es que hablar de sexo y el sexo en sí mismo es ofensivo. Por lo tanto, el lenguaje es muy importante para hablar del sexo, de nuestros cuerpos y nuestros derechos. Si las palabras son ofensivas, nuestros cuerpos y los derechos que exigimos también lo son”.

Si las palabras que utilizamos para hablar del sexo son consideradas ofensivas, el resultado es que hablar de sexo y el sexo en sí mismo es ofensivo”

Kate ListerHistoriadora y doctora en Filosofía. Autora de ‘Una curiosa historia del sexo’

El poder del ‘cunt’

Kate Lister dedica varias páginas al comienzo del ensayo a la palabra coño, cunt en inglés, que tiene una carga “muy ofensiva y creo que eso solo pasa en la lengua inglesa. Si le dices cunt a una persona norteamericana es súper ofensivo. Es curioso que, en realidad, una palabra que se refiere a la vulva tenga una connotación tan sumamente ofensiva. Es una de las más ofensivas en inglés. ¡Qué casual!”, añade para Magazine Lifestyle. En el libro se sumerge en la búsqueda de los orígenes y resalta que el significado primigenio de cunt fuera “reina” o “conocimiento”. Por lo tanto, “es un origen brillante; no debería ser, para nada, ofensiva”.
​En el libro, escribe: “Me encanta la palabra cunt (…) Me encanta que las tres primeras letras –cun– tengan la misma forma de cáliz que va rodando hasta que la oclusiva las detiene al final de su camino. Me encanta el gruñido enérgico de la y la T, que se intercala con los sonidos más suaves del un y permite escupir la palabra como una bala o alargar el un y hacerlo rodar por la boca para conseguir un efecto dramático: ¡cuuuuuuuuuuuunt!”.

El capítulo dedicado al clítoris es una delicia. Nos enteramos de que Realdo Colombo (1515-1559) y Gabriel Falopio (1523-1562) mantuvieron una recia disputa porque cada uno de ellos se sentía el “descubridor del clítoris”… que hallaron ¡mientras diseccionaban cadáveres! Se refirieron a él como “la dulzura de Venus”, el frijol, la fresa y destacaron de él que era una fuente de placer femenino. Colombo escribió que “es el principal punto de disfrute de las mujeres en el coito; de modo que si no solo se frota con el pene, sino también con el dedo meñique, el placer hace que su semilla fluya en todas las direcciones, más rápido que el viento”. Es casi poético, además de curiosa la misión adjudicada en exclusiva al dedo meñique.

Descubrimos, además, que en el mundo occidental y civilizado se practicó desde tiempos inmemoriales y sin remordimientos la ablación del clítoris “hipertrofiado”, que se consideraba un minipene –no era un órgano femenino per se, sino que su existencia devenía real en comparación con el falo–. “La creencia era que aquellas mujeres con grandes clítoris eran, o podían llegar a ser, lesbianas. Era el miedo de la época. Otro miedo era que estas mujeres se hicieran asexuales, que perdieran el interés por el sexo con los hombres o que se convirtieran, de repente, en hombres”, precisa Lister.Lee también

Por supuesto, no era más que otro intento de controlar la sexualidad femenina. Si el clítoris es tan placentero, ¿para qué sirve el pene? “Efectivamente. Hay que preguntarse por qué ha sido tan mal interpretado y tan demonizado nuestro clítoris a lo largo de la historia. Por qué personas como Freud lo encontraban tan amenazante. Es una cuestión de poder: el clítoris no necesita un pene”. Esta forma de abordar el clítoris, aportaba una visión falocéntrica de la sexualidad femenina. ¿Por qué nadie pensó que un hombre con micropene pudiera convertirse en mujer y sí que una mujer con clítoris grande pudiera convertirse en hombre?  Si la amputación era lo mejor para una mujer que tuviera un clítoris grande, ¿por qué no hacer lo mismo con un pene “excesivo”? “Pero eso nunca, nunca se planteó”, subraya Lister.

¿Por qué personas como Freud encontraban el clítoris tan amenazante? Es una cuestión de poder: el clítoris no necesita un pene”

Kate Lister

Una curiosa historia del sexo nos recuerda el racismo pseudocientífico que acompañó las descripciones de los cuerpos de las mujeres negras y las comparaciones que se hicieron de sus genitales con los de las prostitutas para “demostrar” la naturaleza animal y desviada de ambas. En uno de los capítulos, bajo el ilustrativo título Colonizar el coño, se examina “cómo los blancos han visto, hablado y reclamado la propiedad de los cuerpos de las mujeres negras, concretamente sus genitales”.

La obra trata del triste caso de Sarah (o Sara o Saartje) Baartman, también conocida como la Venus hotentote, mujer khoikhoi sudafricana, que en 1810 fue llevada a Londres por William Dunlop, un cirujano militar escocés que la exhibió en varios espectáculos y que posteriormente vendió para que fuera expuesta en el Palais Royal en París, en 1814. Fue la más conocida de otras muchas mujeres que se utilizaron como una posesión colonialista más en espectáculos denigrantes. Sarah falleció alcoholizada en 1816, son solo veintiséis años y el inefable Georges-Frédéric Cuvier diseccionó su cuerpo: “Su informe es bien conocido, al igual que su larga y voyerista descripción de la vulva, las nalgas y el cerebro de Sarah, que comparó con el de un mono”.

Trasplantes testiculares de mono

La obra también recuerda los demenciales trasplantes testiculares –procedentes de humanos y simios– que se practicaron a principios del siglo pasado con el objetivo, fracasado, de rejuvenecer a los varones que no querían envejecer. Era el inicio de la endocrinología y la terapia de reemplazo hormonal y se llevaban a cabo experimentos singulares. Hacia 1880 el fisiólogo francés Charles-Édouard Brow-Séquard “comenzó a inyectarse extracto de testículos de cobayas y perros”. Al mejunje le llamaba “elixir de la vida” y con él pretendía lo siguiente: “Planteé la idea de que, si fuera posible inyectar sin riesgo semen en la sangre de los ancianos, probablemente obtendríamos manifestaciones de mayor actividad en lo que respecta a las facultades mentales y a las diversas facultades físicas”. El fisiólogo empezó a inyectarse a sí mismo esta mezcla de sangre, semen y “jugo extraído de los testículos” de perros y cobayas, con éxito según decía. El capítulo no se olvida del cirujano francés de origen ruso Serge Voronoff, que se hizo famosísimo con sus experimentos, aunque tuvo problemas para encontrar material para llevarlos a cabo: “En un principio quería utilizar testículos humanos, extraídos de cadáveres y criminales, pero pronto se dio cuenta de que nunca podría asegurar un suministro regular, así que se conformó con testículos de monos. Al final, Voronoff tuvo que comprar una colonia de monos cerca de Niza para satisfacer la demanda”.,

Una curiosa historia del sexo detalla, por ejemplo, cómo funcionaba en la edad media el “consejo” de mujeres que durante varias noches fiscalizaba si fructificaban los esfuerzos de la esposa por despertar el deseo sexual y la somnolencia del pene del esposo. Si el “consejo” certificaba la impotencia del marido, la Iglesia aprobaba la anulación del matrimonio solicitado por la mujer. La obra también trata de la obsesión por la virginidad, aún presente en muchas culturas, y su autora recuerda “que no hay ningún test de virginidad fiable que pueda probarla” y critica que “nunca sea la virginidad del hombre la cuestionada”.

El ensayo repasa, además, los vínculos culturales entre el sexo y la comida, el uso de vibradores y artilugios para masturbarse, las satisfacción obtenida con las muñecas sexuales, los métodos anticonceptivos, la pasión y animadversión por el vello púbico, la prostitución… y recuerda la importancia capital que tuvo, para las mujeres, el pasear en bicicleta: “Muchas veces no reconocemos el rol que jugó la bicicleta en la liberación de las mujeres. Significó que pudiéramos ir a lugares, desplazarnos, poder encontrarse con gente, escapar del control familiar y también cambió nuestra vestimenta, porque no podíamos ir con los corsés victorianos e ir en bici, era imposible. O las faldas esas gigantes o las enaguas, así que las mujeres empezaron a llevar pantalones, largos, cortos, algo más cómodo… y se empezó a relacionar la bicicleta con mujeres fuertes e independientes. Y se empezaron a ver las bicicletas en muchas imágenes pornográficas, eróticas victorianas”.

Lister recuerda el poder que ha ejercido la Iglesia en el control del sexo: “Si controlas la sexualidad, controlas quiénes somos, en parte. Si dices que el placer sexual es divertido, entonces lo disfrutas. Pero si dices que no es divertido y que requiere un control, y que la Iglesia es la persona que te va a ayudar a controlarlo, eso es mucho poder, mucho poder. La Iglesia católica también controla cosas que van más allá del sexo; controla la comida y las emociones, las creencias…  Pero a mí, lo que más me chirría es cuando la Iglesia dice este sexo es bueno y este sexo es malo y ahí es donde se hace el daño”. El sexo “es la parte animal de nosotros y de ahí la necesidad que ha existido a lo largo del tiempo de querer suprimirlo o reprimirlo”. ¿Pero hay que abrir las puertas a esa parte animal, no? “Sí, claro, deja salir al animal”, recomienda, sonriente, Lister.

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