En las paredes del gigantesco almacén de Amazon en Fernley (Nevada) hay dispensadores de analgésicos gratuitos. Las jornadas allí pueden durar 10 horas o más y los trabajadores llegan a recorrer 20 kilómetros al día. Hay que agacharse, estirarse, subir y bajar escaleras, mover paquetes pesados para colocarlos en las estanterías… Muchas de las personas que hacen este trabajo ya están jubiladas. Algunas sobrepasan los 80 años, pero sus pensiones están muy por debajo del coste de la vida en Estados Unidos. Se ven forzados a seguir trabajando en la vejez para sobrevivir.
«Una antigua conductora de autobús de 68 años con dos prótesis de cadera, me contó que había dejado el trabajo al cabo de cinco semanas porque sus rodillas no soportaban las largas horas de caminata sobre suelos de cemento», escribe Jessica Bruder en su libro País nómada (Capitán Swing, 2020; traducido por Mireia Bofill Abelló). Otros sufrían tendinitis agudas por los movimientos repetitivos que debían hacer al usar un escáner manual para identificar los productos. «Muchas de las autocaravanas que visité parecían farmacias móviles, con una reserva de tubos de gel para aliviar los dolores musculares, palanganas para baños de pies, sal de frutas y frascos de Aleve (naproxeno) y Advil (ibuprofeno), dos antiinflamatorios no esteroideos».
No busquen nada de esto en la película Nomadland. No está. El libro de Bruder es una estremecedora denuncia de las condiciones laborales y de vida que sufren los perdedores del capitalismo. La ¿adaptación? al cine de Chloé Zhao se desentiende de cualquier compromiso social. La directora y guionista del filme, en una legítima decisión artística, inventa una nueva protagonista: una viuda (interpretada por Frances McDormand) que está triste por la muerte de su marido y que quiere estar sola, vivir en una furgoneta y mirar los melancólicos paisajes norteamericanos. Los protagonistas de este drama real, llamados en la jerga laboral «campistas», se convierten en la película de Zhao en un mero decorado para una historia individual sobre el duelo.
Tras la crisis de las hipotecas subprime en 2008 esta gente se convirtió, a la fuerza, en trabajadores itinerantes. «Tras una vida dedicada a perseguir el sueño americano, habían llegado a la conclusión de que todo eso era solo una gran estafa», escribe Bruder. Lo habían perdido todo: su casa, su trabajo, su lugar en la sociedad. Con sus últimos ahorros compraron una furgoneta y se echaron a la carretera, desempeñando diferentes trabajos temporales por toda la geografía del país. Hoy viven, de hecho, en una semiclandestinidad, porque no pueden aparcar su vehículo donde quieran. En la calle los multan y en la mayoría de aparcamientos de gasolineras o centros comerciales hay que pagar para pasar la noche.
En otra vuelta de tuerca, y como la avaricia de los mercados no tiene límite, los fondos de inversión se han lanzado a comprar trailer parks, áreas baratas donde estacionan su caravana de forma temporal o permanente. Primero les quitaron las casas. Ahora quieren hasta el último centavo que puedan ganar arrastrando sus viejos y doloridos huesos por los almacenes de Amazon.
Todo esto no sólo no está en la película de Zhao, que suena como la gran favorita para ganar el Oscar el próximo domingo. Es que Amazon, sabiendo que la película omitiría lo más crudo del relato, no puso ningún impedimento para rodar en sus instalaciones.
Bruder, en su libro, hace hablar a los damnificados y damnificadas de esta crueldad institucionalizada. Zhao también los saca en su película, interpretándose a sí mismos, pero pronunciando monólogos trágicos de corte personal: Linda May, verdadero hilo conductor del libro, cuenta la noche en que estaba decidida a quitarse la vida, pero cuando bajó la mirada y vio a sus perritos cambió de idea; Bob Wells, el gran gurú del nomadismo y del anticonsumismo, habla del suicidio de su hijo y de su esperanza de volver a verlo en el más allá. Un discurso espiritual que escamotea al espectador las raíces económicas y políticas de tanto dolor.
Pero esta gente es de todo menos débil. No quieren verse retratados como víctimas y afrontan su suerte con un cáustico sentido del humor. Un humor que Bruder seguramente aprendió de ellos. Antes de iniciarse el rodaje, cuando se supo que estas personas reales acabarían participando en la película, dijo algo que evidencia la extrema precariedad en la que viven: «Va a cambiarles la vida. Soy optimista. Según me han contado en Facebook, gracias a la película van a poder pagarse una dentadura nueva».
Un ensayo excepcional
En la mejor tradición del periodismo de inmersión, Jessica Bruder llegó a comprar su propia furgoneta y acompañó durante largos periodos a estos trabajadores itinerantes para escribir su libro. Incluso fue contratada en uno de esos curros de temporada con los que van consiguiendo, día a día, su sustento. Fue, concretamente, en la campaña de la remolacha azucarera. A pesar de ser una mujer joven y sana, en la treintena, abandonó el trabajo a los pocos días.
La cinta transportadora de las remolachas («algunas del tamaño de una pelota de baloncesto») tenía fallos mecánicos y éstas salían disparadas golpeando con fuerza a los trabajadores. El suelo de la nave, a causa del jugo que se desprendía de estas verduras, era muy resbaladizo. Las caídas eran habituales (en un país sin cobertura médica pública). A eso había que añadir el exigente esfuerzo físico que requería mover grandes pesos con palas y horquillas o llenar sacos con remolachas que salían expulsadas a través de una tronera. «Era como recoger bolos al vuelo con una funda de almohada», cuenta Bruder en su descripción. Zhao despacha esta escena limitándose a fotografiar a Frances McDormand fumando con aire pensativo al pie de una montaña de remolachas. Y ya.
La directora prefiere retratar a su heroína inventada (McDormand, que además es la productora del filme) recitando sonetos de Shakespeare, iluminada por una fogata o mirando de escorzo a la cámara mientras se aleja hacia el horizonte sonriendo de forma melancólica. El drama de los pensionistas pobres desplazados y explotados se convierte en algo absolutamente secundario.
Es cierto que el buen cine no necesita verbalizar sus temas principales. Los y las grandes cineastas saben presentarlos al público y éste los entiende sin necesidad de que se los señalen explícitamente. Pero eso es una cosa y otra muy diferente vaciar de contenido un contundente alegato, vital y laboral, contra la precariedad. Porque eso es, en esencia, el ensayo de Bruder. Y el colmo ya es blanquear a Amazon.
Ancianos esclavos
La voz que los trabajadores no tienen en el filme resuena, trágicamente, en el libro: «Les encantan los trabajadores jubilados, porque somos fiables. No faltamos al trabajo, nos esforzamos y somos básicamente mano de obra esclava», explica David Roderick, uno de estos refugiados de la nueva economía. «Esta empresa estadounidense es probablemente la mayor propietaria de esclavos del mundo», añade Linda May.
Otro de estos campistas consiguió, inesperadamente, un empleo fijo en Amazon y pidió a Jessica Bruder que omitiera su nombre en el libro: «No nos está permitido dirigir ni siquiera una palabra a la prensa bajo pena de muerte, descuartizamiento o algo peor», ironizaba en una carta a la autora. «Si aparezco en los medios (…) cuando llegue al almacén mi placa identificativa no me dejará entrar. Es lo que llaman “la ley de hielo de Amazon”». Bruder, al contrario que este trabajador y que la directora de la película, sí que se moja: «A medida que trabajadores como David [Roderick] me iban contando su caso, empecé a ver progresivamente los campamentos de Amazon como un microcosmos de una catástrofe nacional».
Pero no se trata sólo de Amazon. En los otros trabajos que estos ancianos deben realizar a lo largo de su periplo por el país no cuentan con mejores condiciones ni son menos peligrosos. Linda May (64 años cuando apareció el libro en 2018) se rompió una costilla en un camping de California al encaramarse sobre un contenedor de basura para bloquear la cadena a prueba de osos. En el parque temático Adventureland, en Iowa, Steve Boher (56 años) se resbaló mientras ayudaba a los pasajeros a bajar de una atracción llamada Raging River («río tumultuoso»). Se fracturó el cráneo y murió. Adventureland reabrió la atracción al día siguiente. El parque saldó su contencioso con la inspección laboral pagando una multa de 4.500 dólares.
«En una ocasión tuve una persona de ochenta y seis años en mi sección», le contó a Bruder una dependienta septuagenaria de Adventureland. «Y tuvimos empleado a un hombre en silla de ruedas que estuvo destinado en el parque acuático porque sabía usar el contador. Y un hombre con un solo brazo estuvo encargado de supervisar todas las atracciones». ¿No merecía esta gente que la película contara sus historias? Según el criterio artístico de Zhao, no.
El caso de esta directora es especialmente penoso por venir de donde viene. Su anterior película, The Rider (2017), es una obra maestra indiscutible. En ella narraba el drama de un jinete de rodeo lesionado, también con actores no profesionales. La imposibilidad de recuperar su vida anterior al accidente acababa siendo un estudio exquisito sobre la masculinidad herida. En Nomadland ha querido utilizar el mismo tono elegíaco, incluso contar la misma historia: una mujer herida que no sabe cómo seguir con su vida sin su marido. ¿Es una mala película? En absoluto, pero no respeta el precioso material en el que se inspira. Se podría decir que incluso lo traiciona. Es, en definitiva, la película que la industria de Hollywood (que el próximo domingo la premiará a buen seguro con un cargamento de Oscars) se puede permitir hacer. Afortunadamente, el cine no acaba ahí. Siempre nos quedará Ken Loach.
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