El camino más corto hacia el fracaso suele ser el arte. Uno se sienta a escribir, a pintar, a hacer música, a grabar algo con su cámara, y lo más probable es que nadie le haga caso, y que por tanto no gane un duro, o tan solo cuatro, que es mucho peor: Twitter está lleno de poetas fallidos y pluriempleados, igual que Instagram empezó como una reunión de fotógrafos anónimos. Así ha sido siempre, en realidad, solo que ahora colgamos en internet lo que antes ni siquiera colgaríamos en nuestro cuarto. Lo resumió muy bien Bukowski, el perdedor más exitoso del siglo pasado: «Pero como dijo Dios, / cruzándose de piernas: / “Veo que he creado muchos poetas / pero no tanta poesía”». En fin, la selección natural más cruel se llama historia del arte.
Hay, con todo, algo nuevo en este asunto, porque hoy en día uno ya no puede ganarse la vida dignamente con una obra modesta: o eres viral o no eres nada. La clase media, si es que alguna vez existió, está en peligro de extinción. Lo explica el crítico William Deresiewicz en su nuevo libro, ‘La muerte del artista’ (Capitán Swing): «Podría esgrimirse que ser artista siempre ha sido difícil […] Pero ¿para quién exactamente lo ha sido? Para los artistas jóvenes que trataban de establecerse; para los artistas que no eran muy buenos, de los que nunca hay escasez; para los que eran buenos por no lograban encontrar un público, alcanzar el éxito. La diferencia ahora es que resulta difícil, incluso si uno lo logra, llegar a oyentes o lectores, ganarse el respeto de críticos y compañeros, trabajar de forma constante y a tiempo completo en su campo». Dicho de otro modo: «El problema ahora es que a menudo te arruinas incluso si hay personas suficientes que quieran ver tu película, leer tu novela o escuchar tu música».
Es este un libro raro, porque trae el dinero al frente del problema cultural, algo insólito en un mundillo tan dado a perorar sobre los conflictos espirituales, pero tan recatado a la hora de discutir en público sobre sueldos, adelantos, facturas y otras cosas del comer. La escritora Sara Nicole Prickett, que nació en una familia normal y corriente de London (Ohio), dijo que lo que más le sorprendió al conocer la pomada neoyorkina eran esos individuos que jamás mencionaban su modo de sustento o los detalles de su ascensión al olimpo, como si el suyo fuera un «dinero secreto». En ese mismo ambiente, la novelista Ann Bauer conoció a dos aclamados autores que se empeñaban en ocultar su origen: uno era un gran heredero, el otro un protegido del ‘establishment’ literario. «Al parecer, hablar acerca de tu fondo fiduciario o de tus maravillosos contactos –o de la forma en que los conseguiste y de los codazos que tuviste que dar– socavaría la impresión de que has alcanzado el éxito únicamente gracias a tu particular genialidad», apunta Deresiewicz, que recurre a estas anécdotas para señalar las fallas del sistema.
Contra el todo gratis
El ensayista carga contra la cultura del todo gratis, y especialmente contra la «narrativa tecnoutópica», esa que enarbolan los gurús de Silicon Valley, y que normalmente acude a los mismos cuentos épicos: esa vida salvada por una novela autopublicada en Amazon que resultó ser un bombazo, ese pintor que tocó el cielo en Instagram, ese caso entre millones. Por no mencionar los manoseados mantras de la ‘realización personal’ o el ‘salario emocional’: entes que, por ahora, no son comestibles. Steven Johnson sintetizó esta retórica buenista en un polémico artículo publicado en la ‘New York Times Magazine’, en el que sostenía alegremente que «nunca ha sido tan fácil empezar a ganar dinero con el trabajo creativo». Ante esto, Deresiewicz apuesta por preguntar a los creadores, y así relata historias como la de Matthue Roth, un escritor y diseñador de videojuegos que, después de mucho remar y publicar, consiguió entrar en Google, pero con un contrato temporal. Está frisando la cuarentena, pero no sabe lo que es la estabilidad. O la de Lily Kolodny, una ilustradora que trabaja para Penguin Random House, HarperCollins o el ‘New Yorker’, pero que nunca ha logrado ahorrar, porque solo tiene colaboraciones. Más nombres: Martin Bradstreet, músico; Micah Van Hove, cineasta. Idéntica situación. No son artistas amateurs, pero tampoco estrellas: son esa clase media que claudica en un mercado que los empuja a la precariedad.
«El contenido digital se ha desmonetizado: la música es gratis, la escritura es gratis, el vídeo es gratis, incluso las imágenes que se publican en Facebook o Instagram son gratis […] Si las cosas no cambian, una gran parte del arte dejará de ser sostenible», alerta Deresiewicz, que afirma que vivimos en un mundo de «cultura rápida». «Primero tuvimos la comida rápida, luego tuvimos la moda de consumo rápido […] ahora tenemos el arte rápido: música rápida, escritura rápida, vídeo rápido; fotografía, diseño e ilustración elaborados a bajo coste y consumidos apresuradamente», lamenta.
Esta es la cuestión medular del libro: la tesis de que la realidad material condiciona el arte. «Las grandes obras de arte, incluso las que son simplemente buenas, dependen de la existencia de individuos capaces de dedicar la mayor parte de su energía a producirlas. En otras palabras, profesionales», asevera. De hecho, recuerda que a lo largo de la historia cada modelo económico le ha seguido un modelo de artista: en el mundo premoderno, el artesano que trabaja para un mecenas o para la autoridad religiosa de turno; en la modernidad, con el advenimiento de la burguesía, el bohemio, su opuesto; y con la revolución industrial y la invención de los derechos de autor, el profesional. Hoy, en tiempos de internet, eso está desapareciendo. Los artistas son productores, «partículas libres en el mercado, en busca del trabajo que podamos encontrar por el dinero que podamos obtener y expuestos sin protección a los caprichos del mercado».
En resumen: el artista es un autónomo más.
Ver artículo original