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Por orden del señor bufón

Por El País  ·  15.03.2015

Cuatro semanas antes de las elecciones, los resultados de las encuestas no dejaban ya lugar a duda: el Partido Mejor era la primera fuerza política en Reikiavik (Islandia). Después de cada nueva encuesta, nos reuníamos y celebrábamos un consejo de guerra. De alguna manera, había que hacer acto de presencia en la campaña electoral sin más demora, pero además teníamos que dejarnos de estupideces y aportar algo sensato. Así pues, a partir de entonces, en las entrevistas yo era la seriedad y la cordura en persona. Nos turnábamos para asistir a los actos de los candidatos, en los que, según comprobamos pronto, no te encontrabas necesariamente con electores dudosos, sino con los afiliados y simpatizantes de los distintos partidos; las cheerleaders, por así decirlo. Parecía gente completamente normal que acudía porque tenía un interés ferviente en esos asuntos. Si alguna vez se colaba un ciudadano de a pie, estaba claro que era un tipo raro o un liante. Aquello era puro teatro.

Nos invitaban, asimismo, a reuniones de asociaciones y asambleas de grandes empresas para que nos explicásemos ante los ciudadanos. Yo respondía a todo con sinceridad y esmero, pero al mismo tiempo, aprovechaba la ocasión para, entre una cosa y otra, cambiar al tono informal.

Mi mensaje era más o menos el siguiente: “Esto lo hago porque me da la gana, porque nos lo pasamos bien. Pero si salimos elegidos, nos lo vamos a tomar muy en serio y llegaremos hasta el final. Si no quieren que ocurra tal cosa, entonces elijan a los mismos de la última vez y yo me buscaré otro trabajo. ¡Sin rencores!”.

Cuando se atisbó que el Partido Mejor iba directo a convertirse en una entidad política seria, tuve por fin que conceder entrevistas con frecuencia y opinar sobre temas aburridos y complicados, como el aeropuerto nacional de Reikiavik, los jardines de infancia o diversos problemas financieros. Al fin y al cabo, todo elector tiene derecho a saber lo que piensa hacer el Partido Mejor en concreto por las personas mayores, los niños y demás grupos de interés. A mí aquello me parecía más bien un intento mal camuflado de adormecernos con el mayor de los aburrimientos. Aunque saliera bien parado, por cada respuesta surgían otras dos preguntas nuevas, aún más complicadas. Al final, tiré del freno de alarma y dejé claro que, hasta nueva orden, no iba a hacer ningún comentario más en los medios de comunicación islandeses. Después de que salieran a la luz las razones de fondo de la crisis económica, aquella ciénaga de corrupción, concesión ilícita de beneficios y manejo de dinero ilegal en los que estaban metidos todos —partidos, economía y medios por igual—, había decidido estar disponible solo para la prensa extranjera.

Total, algo hay que inventar.

Durante esas semanas, nos pasábamos el día de gira, de aquí para allá. En todas partes se hablaba sin parar, yo solía acudir a las reuniones sin haberme preparado y no tenía ni idea de lo que estaba pasando. El resto del tiempo, estábamos en la oficina electoral, bebíamos café y discutíamos. (…)

Los últimos días previos a las elecciones transcurrieron en un trance absoluto. Dormía como mucho dos o tres horas por noche. Celebrábamos reuniones infinitas. El resto del tiempo, lo pasaba en Internet, y cuando daba cabezadas delante de la pantalla, me despertaba con un repullo porque había soñado que tenía que actualizar urgentemente mi estado en Facebook. Estaba atrapado entre la honda resignación y el pánico puro.

Poco a poco, los más altos representantes del concejo municipal de Reikiavik habían ido llamando a nuestra puerta porque querían hablar conmigo y con mis colegas de partido. Todos eran políticos instruidos y experimentados que llevaban años en el Ayuntamiento, algunos de ellos, más de veinte. Yo no tenía ni idea de qué representaba esa gente ni qué hacían exactamente. Querían comentar con nosotros un par de cuestiones de política municipal, temas de presupuesto y finanzas, escuelas y jardines de infancia. En realidad, lo que buscaban era tantearme, averiguar lo que se iban a encontrar en caso de que yo aterrizase efectivamente en el asiento de la alcaldía. Les prometí que, de ser así, les mostraría confianza y respeto, sabría apreciar su conocimiento y su experiencia profesional, y esperaba ser correspondido.

En aquel momento, me di cuenta del asunto tan terriblemente complejo en el que me había embarcado y lo poquísimo que entendía yo de este trabajo. Y, lo que era más, lo había montado todo por pura diversión. Quería hacer un par de payasadas y conocer a unas cuantas personas cool. Pero lo que había puesto definitivamente en marcha me venía grande y me superaba. Me atrincheré tras el anarcosurrealismo que me había fabricado, aparecía en las entrevistas de televisión sin preparar, con una ropa estridente, y soltaba chorradas confusas. ¿Qué iba a hacer por la protección de los niños y los jóvenes? ¿Qué puntos clave pensaba establecer en la política cultural? ¿Terminaría fusionando los jardines de infancia y las escuelas de primaria, o incluso cerrándolos? ¿Subirían las tasas de los centros de día? Preguntas todas sobre las que, para ser sincero, nunca me había parado a reflexionar ni un momento.

Entonces pasó lo que tenía que pasar: en una gran entrevista de televisión en directo, me hicieron un marcaje sistemático. El moderador inició un interrogatorio en toda regla y me hizo picadillo, mientras yo notaba cómo todo mi encanto iba quedando reducido casi a la nada. Y ahí estaba yo, totalmente desnudo e indefenso, por así decirlo, frente a mi adversario. Me ruboricé, empecé a sudar y a tartamudear, y entonces oí una voz interior que me susurró: “Jón, ¿qué haces aquí concretamente? ¿En qué demonios te has metido? ¿Qué es esto que has montado? Procura salir de ahí lo más rápido que puedas. De otro modo, esto va a ser una debacle monumental para ti, para tu familia y para tu vida entera. ¿O pretendes pasarte los próximos cuatro años en estúpidas mesas redondas, dejando que te reprochen lo tristemente fracasado que eres?”.

La entrevista me dejó por completo destrozado. Me sentía como violentado. Me zumbaban los oídos, todo daba vueltas ante mis ojos y mis pensamientos y sentimientos estaban revolucionados. Al final, me sinceré ante mi mujer y le conté que estaba a punto de abandonar. Me dejó claro que podía contar con ella, como hacía siempre que yo tomaba una decisión. “Haz lo que te parezca correcto”, me dijo. Aquel fue el momento determinante. Mi noche de Getsemaní. (…)

¿De verdad me apetecía pasar los próximos cuatro años dedicado en exclusiva a cuestiones prácticas y meter todo el resto de mi vida en un cajón? ¿Tenía de verdad ganas de invertir mi tiempo en reuniones sobre centros de día, transporte público de corta distancia, protección de la juventud y planes presupuestarios? ¿Me apetecía abogar por la construcción del nuevo hospital provincial en Reikiavik? ¿O pasar meses poniéndome al día sobre el funcionamiento y la gestión del aeropuerto doméstico? Lo que se me venía encima eran casi exclusivamente cuestiones prácticas. ¡Y eso es todo lo contrario a lo mío! Yo tengo una mente creativa. Mi corriente de pensamiento es retorcida, errática y libre. Cuatro años como alcalde de Reikiavik serían para mí casi como cuatro años en el trullo. Algo así como arrancarme del resto de mi vida y volver a plantarme en otro sitio.

Al día siguiente se celebraba en la Universidad de Reikiavik un gran acto electoral. Por la noche, Jóga me envió a la bañera. Me tumbé en el agua caliente y analicé mi situación. Estaba en mi mano. Por supuesto, todos querían que siguiese adelante, que aguantase hasta el final, pero seguro que podría contar con su comprensión si me rendía a pesar de ello. Pensaba en la innumerable cantidad de gente que de verdad quería votarme. ¿Iba a menospreciarlos a todos? ¿Escurrir el bulto sin más, dejarlo todo, a poco del gran final?

Y en ese momento, allí en esa bañera caliente, tomé la decisión.

Me la juego.

Lo hago.

Le conté a Jóga mi decisión. Después, me puse en contacto con Einar Örn y le dije que me había decidido. Iba a retirar la candidatura del Partido Mejor y lo anunciaría en el acto electoral. Había perdido el control y no me creía capaz de hacer aquel trabajo. Einar estuvo de lo más comprensivo y mostró respeto por mi decisión.

—¡Que es broma! —le aclaré—. Mañana voy a decirles a todos que solo he tenido un pequeño bache, pero que ya me siento como nuevo. ¡Como el ave fénix que renace de sus cenizas!

—¡Ahora sí que van a tomarte por un completo imbécil!

Esa noche dormí de maravilla, como quien sabe que ha tomado la decisión correcta. Al día siguiente, no le dije nada a nadie. Me mostré, cosa rara en mí, serio y preocupado. Los miembros de los otros partidos dieron sus discursos electorales. Entonces llegó mi turno, y empecé:

—Al principio, la idea me pareció bastante buena. Pero después, la cosa se fue haciendo cada vez más confusa, y ahora hemos perdido en cierto modo el control de todo. Yo no soy político. Yo soy cómico, y la política no es en modo alguno mi oficio. De ahí que anuncie que el Partido Mejor ha decidido retirar su candidatura a las inminentes elecciones municipales.

Se hizo el silencio. Entre los gestos de los estudiantes se extendió la desilusión. Los otros candidatos se intercambiaban miradas significativas y no alcanzaban a ocultar del todo su satisfacción.

—¡QUE ES BROMA!

Estallaron las risas.

Expliqué en varias entrevistas que ya iba siendo hora de que los artistas cogieran el timón en Reikiavik. Pocos eran de la opinión de que los artistas tuvieran algo que pintar en política, a lo que yo replicaba que, al fin y al cabo, Islandia era conocida en todo el mundo por su arte. Precisamente, nuestros escritores y artistas eran quienes nos procuraban fama y crédito en el extranjero. Y por eso, había llegado el momento de que por fin las personas creativas islandesas obtuviesen el reconocimiento que merecían.

 

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