«Quizá mis remordimientos por mi espantosa vida disminuyan hasta el nivel en que en este único libro se me ha permitido purgarme. Quizá un día pueda ganarme el respeto como ser humano de provecho.»
Robert Beck, alias Iceberg Slim. Prefacio de Pimp
La literatura como exorcismo vital. Un mundo sórdido, cruel y misógino en el que el autor/héroe de la historia, Iceberg Slim, es un cabrón con todas las letras. Y lo sabe. Y le quema por dentro. Y necesita hacer algo para lidiar con sus remordimientos. Y ese arrepentimiento y flagelación interna le lleva a transformar sus vivencias en unas memorias brutales sobre la marginalidad y la explotación. Eso es lo que nos propone la imprescindible editorial Capitán Swing en Pimp: Memorias de un chulo. Una lectura abisal de la experiencia negra.
Publicado originalmente en 1967, Pimp apareció en plena efervescencia del movimiento por los derechos civiles icónicamente liderado —con todas sus radicales diferencias—, por Martin Luther King, Malcolm X y los Panteras Negras, añadiendo munición escrita a un período turbulento, volátil, explosivo, de la historia reciente de Estados Unidos. Iceberg Slim —nombre real Robert Beck, nacido Robert Lee Maupin— pasó a ser otro referente para los afroamericanos. Uno extremo, crudo y profundamente ambivalente. Un ex-proxeneta dispuesto a «abrirse en canal» y hablar sin tapujos de una vida, real y desgarradora, como violento explotador de mujeres y drogadicto. Tras la cárcel, Beck se reformó, cambió radicalmente de vida —de hecho, se acercó a los postulados de los Panteras Negras que, sin embargo lo rechazaron, acusándole de «ser parte del problema»— y quiso escribir estas memorias como una forma de purga existencial y una advertencia a los jóvenes de color: la criminalidad no es el camino. Pero el efecto que tuvo fue casi el contrario.
Y es que la estética —la cubierta es tremenda, uno diría que el de la foto es Prince— y el lenguaje de la obra nos resulta muy familiar, resultando obvio que, desgraciadamente, ambos pasaron por delante del mensaje y la intención del propio autor. Lo hemos visto y oído en el cine y la música hasta la saciedad. Blaxploitation, hip hop y gansta rap lo citan sin medias tintas. Ice-T y Ice Cube le homenajearon adoptando su apodo y Snoop Dogg llega a asegurar que se convirtió en chulo para imitarlo [sic]. No es el lugar ni el momento de hablar del machismo rampante o, directamente, la imbecilidad supina de buena parte de esos estilos musicales y subgéneros fílmicos, o de los caprichos —siempre interesados— de quienes deciden qué es culturalmente atractivo. La glorificación de lo criminal, de la violencia, especialmente contras las mujeres, es sangrante, es algo preocupantemente común y se perpetúa hasta nuestros días con pasmosa ligereza. Pero duele especialmente cuando el propio autor —parece que con toda su obra— pretendía reflejar, con implacable honestidad, un submundo muy alejado de cualquier tipo de glamour. En ese sentido, bravo por Capitán Swing por incluir la introducción —a cargo de Irvine Welsh, nada menos— y el posfacio, explicativos y necesarios.
Pimp es una lectura áspera, a veces rayana en lo desagradable para el que se adentra en ella. Estamos acostumbrados a héroes más o menos intachables, o a protagonistas con sus defectos pero a fin de cuentas estimables, e incluso anti-héroes con los que, de alguna forma, empatizamos. ¿Pero qué sucede cuando el protagonista es espantoso y en, ciertos pasajes, incluso se vanagloria de ello? ¿O cuándo a través de su relato está mostrando la atroz realidad de miles y miles de personas —no sólo en ese Chicago sin ley en el que reinó, sino en cualquier gueto—, abocadas a una existencia deprimente y extrema? Las memorias de Iceberg Slim te pasan por la cara que el glamour con el que el crimen se nos suele presentar en el cine o la literatura es una burda patraña, una aberración infame y, lo que es peor, una forma de maquillar graves problemas, estructurales y culturales, de la sociedad.
El otro elemento de fricción para el lector es la sensación de que su autor «se deja llevar» en la narración de su propia historia, es decir, uno duda si la obra es realmente un acto de contrición sincero, ya que, además de justificar sus deplorables actos en una infancia de abusos, el comportamiento de su madre —su tortuosa relación con ella es uno de los ejes principales de Pimp— y la opresión blanca —luego rectificará «a su manera», diciendo que «Si eres negro y estás obligado a ser un delincuente, no me robes a mí. Vete allí. Roba a los blancos ricos»—, abundan las explosiones de misoginia, los consejos para «ser el mejor chulo posible», así como también los párrafos en los que se evidencia la alta consideración en la que se tenía —alto, guapo, más frío y cerebral que ninguno, repite hasta la saciedad—.
Ojo, precisamente esa mencionada ambivalencia dota al libro de una fuerza y turbulencia emocional inusitada que, unida a la tensión permanente propia del mundo criminal que Iceberg sabe trasladar con maestría a estas páginas, especialmente gracias a la viveza del lenguaje, hacen de Pimp una obra absorbente y aturdidoramente creíble. Profundamente humana. El trayecto de un golpeado joven, pura «carne de cañón», del que surgiría una salvaje leyenda del hampa y, después, también de la nada, un poderoso escritor, aún confuso, aún con significativos titubeos y contradicciones, pero capaz de señalar y retratar su vida pasada como «este fango destructivo» del que se puede salir. Una lectura honesta, extraña, sombría, vigorosamente honesta.
Autor del artículo: Raül Jiménez
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