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Philip E. Tetlock. Para qué sirven los expertos

Por AHORA  ·  11.06.2016

El libro es un arduo y brillante ensayo sobre la falibilidad de los expertos

Hay tantas acciones humanas que se apoyan en las predicciones que con frecuencia nos olvidamos de lo raro que es predecir. Pero lo hacemos todo el tiempo y gastamos enormes cantidades de dinero para encargarles a otros que lo hagan por nosotros. Antes, esos otros solían ser sacerdotes, gente que observaba el mundo natural —las mareas, el vuelo de los pájaros, las tripas de los animales sacrificados— y deducían de él el curso que iban a tomar los acontecimientos. Desde hace unos siglos, sin embargo, y más desde que la política es un fenómeno a medias técnico y mediático, tenemos otra figura, quizá más racional que los sacerdotes, pero cuyos argumentos pueden ser igualmente impenetrables para los legos: son los expertos.
Hay expertos en la predicción del tiempo, de los mercados financieros, de la evolución demográfica y de casi cualquier cosa imaginable. Pero quizá los más presentes en la vida pública —en los periódicos, en las televisiones, en las redes, en las radios— son los expertos en hacer predicciones sobre la política. Son profesores, científicos sociales, economistas, periodistas y tertulianos cuyo trabajo público consiste básicamente en decir qué va a pasar en la arena política nacional e internacional. Predicen sobre las posibilidades de que Estados Unidos deje de ser una superpotencia, de que un país del euro abandone la moneda o de que un partido u otro vaya a ganar las elecciones españolas. Les escuchamos porque seguimos teniendo la necesidad de intentar saber cómo será el futuro. Pero hay malas noticias: estos expertos suelen ser bastante malos. Sus aciertos, como explica El juicio político de los expertos, un arduo y brillante libro del psicólogo Philip E. Tetlock (Toronto, 1954), apenas superan el de las predicciones hechas al azar.

El juicio político de los expertos suele fallar porque, de hecho, predecir el futuro es inherentemente difícil. Pero unos suelen fallar más que otros. En un estudio de enormes dimensiones que llevó a cabo entre 1984 y 2003, Tetlock analizó las predicciones de 284 expertos en política para ver hasta qué punto se cumplían sus previsiones. El resultado fue que las grandes estrellas del análisis político que aparecían en los medios más importantes eran los que más fallaban: su fama no se debía a su capacidad para acertar. Esto es así, explica Tetlock, porque los comentaristas que consiguen más popularidad suelen ser los más taxativos, los más movidos por la ideología. Son, siguiendo la terminología establecida por Isaiah Berlin a partir de unos oscuros versos del poeta griego antiguo Arquíloco, que quizá suene a los lectores de AHORA, los erizos: “Los que saben mucho de una sola cosa, se afanan con devoción en el marco de una única tradición y formulan soluciones previsibles para problemas mal definidos”. Frente a ellos están los zorros: “Los que saben poco de muchas cosas, beben de una variedad ecléctica de tradiciones y aceptan la ambigüedad y la contradicción como aspectos inherentes a la vida”. Quienes tienen más dudas, están más abiertos a la incertidumbre y siempre están dispuestos a elaborar sus argumentos con “por un lado” y “pero por el otro” aciertan más. Quienes lo hacen a base de “sin duda” aciertan menos, pero son mucho más atractivos mediáticamente y por eso ocupan la mayor parte de las tertulias y escriben la mayor parte de las columnas.

Aunque esta sea su tesis principal, el libro de Tetlock es mucho más complejo que este resumen. Tanto, que a veces resulta extenuante. El cruce de datos, las tablas de resultados y el lenguaje matemático pueden derrotar a un lector que no tenga muchísimas ganas de profundizar en el dilema que se da en el negocio de las predicciones. Pero si se consigue salvar este escollo, los hallazgos son, si no sorprendentes, sí fascinantes. Por ejemplo, que nuestros cerebros prefieren siempre la certidumbre, y por lo tanto los juicios de quienes son tajantes y rechazan la ambivalencia y la complejidad. También, que raramente pasamos factura a quienes se equivocan en sus predicciones, porque estos siempre tienen recursos para escurrir el bulto y explicar, a posteriori, que si se equivocaron fue porque las condiciones cambiaron (pero en contemplar eso debería consistir hacer predicciones). Y también, que cuanto más conocimientos específicos adquiere un experto y más reconocido es, más le cuesta cambiar de opinión y más tiende a encastillarse en sus equivocados juicios.

Esta descripción de la falibilidad de los expertos, con todo, no lleva a Tetlock a despreciarlos. Pese al escepticismo de muchos sobre la capacidad humana para predecir el futuro, siguen siendo imprescindibles. Pero es necesario que se sometan a un puñado de reglas —muchas veces de origen científico— que les permitan acertar más. Y la sociedad en su conjunto debe estar más dispuesta a castigar a quienes se equivocan y dejar de otorgarles su confianza por motivos de pura afinidad ideológica. De hecho, en un libro publicado una década más tarde que El juicio político de los expertos —el original en inglés es de 2005—, Superforecasting [Superpredecir] —de 2015, aún inédito en castellano—, Tetlock se muestra un poco más optimista acerca de la capacidad humana de predecir el futuro, al menos en términos políticos, si se le quita el efecto mediático: un aburrido y dubitativo profesor puede tener muchas más claves para adivinar lo que le pasará a la zona euro, la economía china o el Congreso español que un aguerrido tertuliano. Pero ¿qué medio renunciará al espectáculo que ofrecen las opiniones tajantes, inamovibles y, a poder ser, gritonas?

Autor del artículo: Ramón González Férriz

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