La solapa interior de este catecismo recuerda la esquizofrenia del autor sueco…, siendo fieles al aforismo podríamos asegurar que sólo los locos y los niños dicen la verdad. El universo del escritor en esta ocasión es el de los excluidos, a los que rescata de la ineptitud en la que los coloca la clase de piel transparente, condenada a desaparecer por sus defectos intrínsecos a esa improductividad de la que se jacta. Strindberg se complace en confrontar a obreros y parásitos en una sarta de acusaciones de éstos a aquellos que se salda con la irreverencia de quien cree que en la división del trabajo radican gran parte de los males de una sociedad sin la perspectiva del otro, silenciadora de lo que desagrada a los dominadores y que escribe en mandarín para mantener sometido al vulgo, gracias a esa cultura siempre favorecedora.
En su iconoclastia el ilustrado del XIX no se amedranta para atacar un Ibsen consagrado por los defensores de la cuestión femenina, desmontando su “Casa de muñecas” pieza a pieza para proponer una mujer liberada de las ataduras, empezando por la de la ignorancia, ni en afirmar que el patriotismo es “una evolucionada forma de sentimiento de propiedad”. Su lucidez sabe de la falsedad del odio entre los pueblos y que el progreso colectivo no es sólo atribuible a esos eternos Descontentos, en el magistral cuento con toques brechtianos del nocivo reformador social del que extraerán que el vicio es el motor de la somnolencia social. Y desde luego es consciente de “cómo hubiera debido escribir para obtener beneficios”, aunque se enorgullezca de no haber caído en ello y haya perdido con su decisión un Nobel en la vitrina y ganado una ceremonia de antorchas en protesta por manifiesta injusticia.
Alicia González
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