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Peio H. Riaño: «Un museo es un arma política que se hace pasar por apolítica»

Por El cuaderno digital  ·  03.09.2021

No cae simpático Peio H. Riaño (1975) a las autoridades de la más importante institución cultural española: el Museo del Prado. Considerando que no hay institución intocable ni incuestionable y tampoco las culturales, este historiador del arte y periodista, hoy en eldiario.es, antes jefe de cultura de Público, El Confidencial El Español, denuncia con pasión cuanto considera que, en el museo, no está a la altura de los estándares democráticos del siglo XXI. Ha hecho ruido su Las invisibles: ¿por qué el Museo del Prado ignora a las mujeres?un libro sobre cómo, en el Prado, «el relato que se alaba en el siglo XXI es el mismo con el que el siglo XIX contó el mundo y construyó sus intereses»; una «guía contra las ausencias, las vejaciones, los eufemismos, los silencios y tergiversaciones que han hecho desaparecer a la mitad de la población, con una violencia soterrada y a la vista». Es previsible que vaya a hacerlo —ruido— su próximo título: Decapitados: una historia contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasoresRiaño tiene prepara ya dos títulos más: Los ciegos —que será la segunda parte de Las invisibles— y otro trabajo más sobre el cuadro La familia de Juan Carlos I, de Antonio López. Por todas estas temáticas discurre esta entrevista que tiene lugar en un banco corrido muy lejos del paseo del Prado, en lo alto de una aldea de 68 habitantes, con hórreos y montañas verdes a la vista, entre olor a ganadería y ladridos de perros.

Peio, quería comenzar esta conversación por la idea de que el Museo del Prado, cualquier museo, es un canon, pero un canon que, a diferencia de otros, cuestionamos poco. Los museos hacen selecciones de lo que exhiben y lo que no exhiben, de lo que muestran y lo que guardan, mediatizadas por contextos ideológicos, políticos, culturales, etcétera, pero nos parecen más incuestionables que otras instituciones. ¿Por qué crees que pasa esto?

Sí, fíjate que, del 15-M y el movimiento de regeneración general que trajo aparejado, las instituciones culturales se escaparon. Nadie hizo un ejercicio de crítica de las mismas, que se fueron de rositas, sin una sola reflexión sobre el lugar que ocupan en la sociedad.

Se denunciaba a la famosa casta, pero solo a la casta política, quizás a la sindical. No a la casta universitaria, ni a la cultural, ni a la museística, por más que estén atravesadas de los mismos vicios y contradicciones que aquellas otras: elitismo, endogamia, reacción…

Exacto. Estas instituciones son como castillos infranqueables. Los conservadores están en sus despachos y se cierran por dentro; no quieren salir, no quieren escuchar, no quieren discutir. Quieren ejercer su autoridad con todo el autoritarismo que les permite una democracia. Su palabra es ley, va a misa, y lo único que podemos hacer es escucharla y adorarla. De todas formas, eso ha cambiado un poco recientemente, de cinco años a esta parte; se han abierto grietas en esas paredes. El anterior director del Prado, Miguel Zugaza, quiso encontrar una nueva fuente de financiación vía online; decidió que, aunque el museo tuviera tres millones de visitantes al año, no podía quedarse ahí y tenía que generar más demanda, más audiencia, más dinero. E inició una apertura online con la intención de generar un diálogo. Pero era un diálogo sordo, unidireccional.

Un monólogo.

Eso es. Nosotros hablamos y vosotros escucháis. Un diálogo forzado, al que el museo accede a regañadientes debido a la presión de la ciudadanía. Cuando hablamos de ciudadanía no hablamos de una masa cerril, inmadura, iletrada. La ciudadanía la componen también investigadores e investigadoras, por ejemplo; hay una población muy interesada en lo que se conserva, en cómo se custodia, que se entera, que lee y que pide cuentas al museo. También el movimiento feminista, y ahora empezaremos a ver las reclamaciones de la población marginada, porque el Museo del Prado es un museo racista, y eso todavía no lo hemos tocado. Es el siguiente capítulo que tenemos que abrir; un melón que Francia ya está acometiendo en algunos museos, como el Louvre u Orsay, pero en el que España va rezagada. Parece como si no hubiera habido colonias racistas en Sevilla en el siglo XVII; como si eso no fuera con nosotros. Velázquez tenía un esclavo.

Y yo entiendo que se trata simplemente de señalarlo, de contarlo, no de defenestrar a Velázquez.

De un ejercicio de contextualización que, supuestamente, es la tarea principal del historiador del arte, y sin embargo el museo no hace. Se ha caído en un manierismo de limitar su retórica a mis sentimientos. Yo voy allí y el historiador me cuenta lo que tengo que sentir viendo el cuadro. ¿Tú qué sabrás quién soy yo y lo que voy a sentir? Lo que necesito de ti es que me pongas en contexto este cuadro; que me hables de todo lo que hay más allá del cuadro; de todo lo que condiciona la creación de la obra. El artista, el genio artístico, no nace por generación espontánea, pero parece como si naciera por generación espontánea. Seguimos sin explicar dónde nace, cómo nace, qué se yo, Miguel Ángel y cómo eso explica su arte.

O, parafraseando el glorioso título de un famoso ensayo feminista, ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?

Sí (risas). ¿Quién se encargaba de la familia mientras Gabo escribía Cien años de soledad? ¿Por qué no había mujeres artistas? No hace falta responder a esas preguntas: la respuesta es obvia. La historia del arte apartó a la mujer de la expresión creativa, y eso hay que ponerlo en contexto, me lo tienes que explicar, como me tienes que explicar por qué Pradilla pinta su cuadro de la llamada Juana la Loca a finales del siglo XIX; por qué se centra en una determinada leyenda con tres siglos de retraso; por qué no él, sino toda una oleada académica, se fija en ese episodio de una mujer sometida, de la que nos cuentan que era incapaz de gobernar un país.

Doña Juana la Loca, de Francisco Pradilla (1877)

Mirar detrás del cuadro, como hacen las historiadoras del arte feministas cuando explican, por ejemplo, por qué en los albores del capitalismo hay un brusco y vasto apogeo de cuadros de vírgenes lactantes: se necesitaba que las mujeres, que se habían beneficiado de una cierta emancipación a finales de la Edad Media —Silvia Federici habla sobre ello en Calibán y la bruja—, regresen al hogar y se consagren a parirle mano de obra a las nacientes fábricas. A la vez, aparece el arquetipo de la bruja, que condensaba la condena del aborto (las brujas, viejas estériles, elaboraban pócimas para abortar) o de la mujer viajera (la bruja volando de acá para allá con su escoba).

La historia del arte se ha escudado en la belleza de la política para hacerla sin parecer que la hace. «Nosotros nos dedicamos a la estética». Pero ¿qué es la estética? Todo nace y muere en la política, y la estética también. Sin embargo, desde los mismos inicios de la historia del arte, hay una especie de aislamiento de otras asignaturas, de otros saberes, como la antropología, la sociología o desde luego la política, para no entrar a valorar otras cuestiones que lo expuesto en el cuadro; para no entrar a analizar lo que el cuadro oculta y quedarse en ese ejercicio plástico que nace y muere en la pincelada. Nadie te explica quién es Pradilla, por qué presenta ese cuadro en la Exposición Nacional de ese año, por qué gana, quiénes componían la academia, a quiénes estaban premiando en ese momento, cuál era el papel de la mujer en esas exposiciones nacionales y en los museos… ¡Hay tantas preguntas que están siendo sustraídas al visitante, con una intención tan clara…! No estamos hablando de conspiraciones, sino de lesiones de la ciencia. La historia del arte quiere presentarse como una ciencia; lleva intentando hacerlo toda su vida. Y no lo ha conseguido precisamente porque no ha valorado que no es un saber histórico al margen de la historia; que no puede aislarse de la historia, que es lo que provoca esa visión de que los cuadros nacen solos, sin contexto. De repente aflora el Guernica. ¿Por qué? ¿Porque le dio la gana a este señor? No, oiga, hay un contexto histórico. ¿Y por qué se pinta uno de los cuadros que a mí más me indigna, que es La perla y la ola, de Paul-Jacques-Aimé Baudry: una mujer que se exhibe, que se ofrece, que se entrega sin ningún pero?

Derek Thompson cuenta en Creadores de hits, un libro publicado en España por Capitán Swing, cómo el canon de los grandes impresionistas que hoy nos parece incuestionable (Monet, Degas, Cézanne, Manet, Renoir, Pissarro y Sisley) no se consolidó a partir de criterios de calidad, sino que su origen está en que la primera exposición de arte impresionista de Francia, organizada en 1897 por el mecenas Gustave Caillebotte, incluyera cuadros de esos pintores concretos: aquellos que Caillebotte —pintor impresionista a su vez, y tan meritorio o más que esos otros— había comprado. Es decir, en el capricho o el criterio o el interés o el azar de las adquisiciones de una persona concreta, con buen gusto sin duda, pero no imparcial, ni neutral, ni objetivo.

Es una cosa en la que insisto en el libro: un museo no es algo casual, es una herramienta política. La gran victoria del museo como herramienta política es hacerse pasar por un arma apolítica. Tú entras en un museo y el fascismo, el machismo, la violencia, todo eso queda fuera, en el paseo del Prado. El museo es un remanso de paz. Nos convence de ser una máquina objetiva, aislada de cualquier ideología. Si yo pusiera ahora un tuit en el que dijera algo sobre el posicionamiento ideológico del Museo del Prado, saldría una marabunta de personas a cuestionarme.

En el libro propones modificar los cuadros titulados El rapto de… para reemplazar rapto por violación. Explicas que los títulos de los cuadros se han modificado muchas veces a lo largo de la historia; que muchos de los que conocemos hoy no fueron decididos por el artista, sino asignados mucho más tarde, a veces con criterios ideológicos. Cuando lo comentaste en Twitter, se te echó encima una marea de trolls.

El primero, Pérez-Reverte. Yo creo que este año sí hemos avanzado en el cuestionamiento; sí que se nos ha caído la venda ésa de la inviolabilidad del Prado y del canon patriarcal del Prado. Ahora sabemos que podemos cuestionar y que el Prado puede reaccionar. Recientemente, ha decidido incluir nuevas pintoras y artistas filipinos en su exposición del siglo XIX para rebajar el sexismo y el racismo evidentes y galopantes con los que actúa. Es un paso que no es motu proprio, sino obligado.

La respuesta a una demanda.

Claro. Si no hubiera existido esa ciudadanía crítica y consciente de sus reclamaciones y de que puede hacerlas, el Prado habría seguido tan ricamente siendo un museo del siglo XIX gestionado por personas del siglo XX en el siglo XXI. Esto no va a cambiar realmente hasta que no venga una directora o un director nacidos en el siglo XXI, así que échale cuarenta años por lo menos, porque, si llega con cincuenta, tienen que pasar todavía unos cuantos. Hemos conseguido que cambie algo, pero los cambios realmente significativos son los narrativos. El relato que ha construido el museo debe ser dinamitado por completo; el museo debe empezar a incorporar ese relato materialista del que se está escapando, que no quiere atender, pero que no le queda más remedio. Llegará. Los libros de historia del arte también cambiarán; ya lo están haciendo. Me decían el otro día que muchas tesinas o TFG, como se llaman ahora, citan mi libro. Eso quiere decir, al menos, que se está teniendo en cuenta, ya sea para criticarlo, ya para adherirse a él. Tenemos hacia estas nuevas generaciones la responsabilidad de abrirles nuevas formas de mirar. Al final se trata de eso: del poder de la mirada.

La misma cosa puede ser mirada de dos formas muy distintas. Hay un ejemplo muy bueno de esto que conecta con tu próximo libro, que versará sobre la vandalización de estatuas. Después de la guerra de Secesión, se discute en Estados Unidos cómo conmemorar la liberación de los esclavos. Se propone un esclavo rompiendo sus cadenas, pero la opción aprobada finalmente es el presidente Lincoln extendiendo el decreto de emancipación a un negro arrodillado y suplicante. Dos miradas antagónicas del mismo hecho, de la misma celebración. En Madrid se inauguraba recientemente un monumento a los Últimos de Filipinas, diseñado por Augusto Ferrer-Dalmau y Salvador Amaya, que muestra también cómo un mismo hecho puede ser homenajeado de maneras muy diferentes. El monumento no es una representación colectiva de aquellos soldados, humildes aldeanos enviados a morir al otro extremo del mundo, analfabetos en muchos casos, sino una de su superior, el teniente Cerezo, llamándolos a la batalla. Se hace un énfasis muy conservador en la verticalidad, en la jerarquía. Poco después, se inauguraba, también en Madrid, un homenaje a los comuneros consistente… en una representación de la reina Juana. Lo mismo: verticalidad, jerarquía e incluso me parece a mí que una cierta chanza, un cierto recochineo.

No hay nada neutral en esta vida, y mucho menos el arte. El arte está condicionado por el pagador, y ya está. Y si no es un encargo, va a estar condicionado por el mercado. En Lima hay una estatua de Colón en la misma posición, con una pobladora originaria arrodillada ante él y abrazándose a la cruz. Un Colón displicente y paternalista entregando la civilización a la salvaje. En Medellín (Cáceres), Hernán Cortés pisa la cabeza de un poblador de México, aunque el artista diga, para lavarse las manos, que está pisando las ruinas de un ídolo caído. Es una mirada del pasado muy concreta, ésa.

Monumento a Cristóbal Colón en Lima
Monumento a Hernán Cortés en Medellín

Cuando se derriba una estatua como ésta, mucha gente clama que no se puede cambiar la historia. Pero lo que se quiere cambiar no es la historia, sino el relato prevalente de la historia. Qué se cuenta del pasado, cómo se cuenta el pasado, siempre refleja intereses del presente.

En realidad, cuando se derriba una estatua, lo que se intenta no es borrar la historia, sino depurarla. Las estatuas son la herramienta que tiene la propaganda para engañarnos. Todo elemento conmemorativo tiene un pagador y un interés, y ese interés normalmente no coincide con la verdad. Lo que procura el interés es prevalecer sobre el relato histórico verdadero. Las élites controlan la vía pública y deciden cómo se tiene que construir, a quiénes tenemos que adorar. ¿Tú te crees que, si se hubiera hecho una consulta pública en Madrid sobre si se quiere montar un legionario en la plaza de Oriente, eso hubiera salido adelante? Por supuesto que no. ¿Cómo se hace? Llega una comisión, la comisión lee aquello deprisa y corriendo, no se entrega documento al Consejo Cívico Ciudadano sobre este regalo del Museo del Ejército y a correr. Ni siquiera necesita la aprobación del pleno al ser un regalo: basta con la del alcalde.

Otro sonsonete habitual es que no podemos juzgar el pasado con ojos del presente. Tú defiendes que sí podemos.

Creo que estamos completamente legitimados para mirar el pasado con nuestras palabras y nuestros conceptos. Tenemos que explicárnoslo de alguna manera y tenemos que no tergiversar los hechos, pero si ahora tenemos palabras para identificar el mundo que antes no tenían, tendremos que usarlas. Podemos perfectamente hablar de violencia de género en un cuadro de Botticelli en el que un tipo raja la espalda a una señora, le arranca el corazón y se lo da de comer a los perros porque lo ha rechazado.

La historia de Nastaglio degli Onesti, P2839, de Sandro Botticelli (1483)

Por otro lado, en todas esas épocas de las que se nos dice que no comprenderían nuestros horrores y nuestras condenas hubo críticos que se horrorizaron de las cosas que hoy nos horrorizan y condenó las cosas que hoy condenamos, aunque fuera con las palabras del momento. El mejor ejemplo es Bartolomé de las Casas.

Claro, claro. Hay una pelea por la mirada y los conservadores no quieren que digamos estas cosas, entiendo que porque temen que nos apropiemos del pasado que entiendo que entienden que es suyo. Pero no es así. Nosotros no vamos al pasado para quemarlo; no vamos al pasado para romper los cuadros. Yo voy al pasado para entender lo que pasó y lo que no quiero que vuelva a pasar; para extraer alguna lección de todo aquello.

En todo caso, me hago la siguiente reflexión: si no podemos condenar el pasado con nuestros ojos del presente, tampoco podremos celebrarlo con nuestros ojos del presente, ¿no? Si el pasado es un país extranjero, como dice el famoso adagio, lo será para todos: para que nosotros no lo condenemos y para que ellos no lo ensalcen.

Totalmente (risas), muy bien visto. La celebración sí que se permite. Y eso va vinculado a la cultura de la cancelación y otro montón de falsos debates que se han inventado para que no podamos tener unas herramientas de juicio con las que enfrentarnos a los hechos históricos. Al final de todo esto, llegamos a la pelea por la diversidad y la pluralidad, con las que ellos se llevan tan mal. No quieren oír hablar de esto. La trampa de la diversidad. No, hombre, no; no es ninguna trampa.

Volviendo a las estatuas, después de la independencia de Estados Unidos hubo homenajes sobre cómo homenajear a Washington. Había demócratas radicales que afirmaban que había una contradicción en que una democracia homenajeara a un gran hombre; que la democracia era la misma negación de la existencia de grandes hombres. Hubo propuestas como una losa blanca en la que cada cual escribiese lo que quisiese, que defendían que algo así sería el homenaje que Washington hubiera querido. Que el pueblo hablase. La solución final, sin embargo, fue un Washington hiperrealista. En todas las épocas hay debates sobre lo que se hace y lo que no. Y cuando alguien derriba una estatua, se está conectando con la gente que ya la criticaba entonces.

¡Si quienes se inventaron esto fueron los romanos! Crearon una enmienda a las estatuas que se llamaba damnatio memoriae. Ya sabían que el homenaje iba acompañado de destrucción. No es realista aspirar a la inmortalidad, ni siquiera en bronce. Tanto en Las invisibles como en Decapitados, analizo la soberanía de la mirada; la capacidad que tenemos y que no usamos, el derecho, a ejercer nuestra mirada como una libertad de expresión más y cómo, sin embargo, tenemos miedo a hacerlo, ya sea por la autoridad que le otorgamos a un museo, ya por la autoridad que le otorgamos a un símbolo.

Las castas culturales tienen una gran arma a su disposición, que es reaccionar a cualquier crítica con una batería de clamores tipo «atacan a la cultura», «atacan el conocimiento», «atacan el arte»… Presentar al crítico como un bárbaro que viene a arrasar los museos y los templos de la sabiduría.

Como un censor, que es el latiguillo predilecto contra quien cuestione el poder establecido. Pero es que la democracia es eso: conflicto. Si no aceptas el conflicto, no aceptas la democracia.

¿No te parece que el clamor contra la cultura de la cancelación que se escucha en nuestros días esconde la rabia de una serie de señores que durante años fueron monologuistas en una esfera de discusión pública cerrada y jerárquica, controlable fácilmente por un puñado de grandes medios que filtraban la crítica y la contestación, y que ahora se encuentran con las redes sociales, donde cualquiera puede opinar y ponerles frente al espejo de su propia mediocridad? ¿No es lo que llaman cultura de la cancelación, lisa y llanamente, la deliberación democrática?

Es exactamente lo que venimos hablando. En el caso que nos ocupa, por primera vez, los responsables del Museo del Prado con una ciudadanía que les dice lo que no quiere o no soporta que hagan. Tú ahora mismo entras en la web de El Prado y visitas la página de Los raptos de Rubens y te encuentras una entrada en la que se dice que las mujeres que van a ser violadas, o que lo son, no están diciendo que no, que se entregan, que están consintiendo. Oye, Museo del Prado, ¿quién eres tú para pensar eso? ¿En base a qué? ¿Qué es esto de actuar como la Audiencia Provincial de Navarra hace cinco años con el caso de La Manada; el «ambiente de jolgorio» que decía aquel tipejo?

En el libro haces una comparación interesante entre cómo percibimos el genio artístico masculino y el femenino. Vemos el masculino como una especie de floración por generación espontánea, independiente de las circunstancias biográficas y materiales del creador. Sin embargo, interpretamos siempre los cuadros de mujeres con base en esas circunstancias. Por ejemplo, buscamos obsesivamente rastros de la violación que sufrió en las pinturas de Artemisia Gentilleschi. La idea subyacente es que el hombre es un ser racional, mientras que la mujer es uno sensible, movido por sus emociones y sus pasiones.

El trabajo de la historia del arte ha sido demoledor contra la mujer desde su misma invención y sigue utilizando a las mujeres como un elemento decorativo. Si se les da permiso para entrar, es para hablarnos, no de su arte, sino de su vida. De Leonardo conocemos mucha vida, pero no toda. Por ejemplo, no se insiste lo suficiente en que le encantaban las mallas rosas. Iba con calzas rosas: le gustaba y pedía a sus ayudantes que se las compraran. Ese tipo de detalles nimios, cuando se trata de mujeres los sabemos todos. La historia del arte hace salsarroseo con ellas, sensacionalismo, pero con los hombres no.

Cuando estas instituciones aceptan la crítica feminista, la respuesta es muchas veces, no feminista, sino mujerista: no cambiar nada, no modificar la mirada ni el discurso, sino simplemente introducir un par de incorporaciones femeninas en ese canon que se formó como se formó. En el caso de los museos, quizás abrir una pequeña ala de mujeres creadoras.

La habitación propia mal entendida. Fíjate que El Prado tiene eso, una sala dedicada a la mujer, pero es la Sala de las Musas. Se hizo con la ampliación de Rafael Moneo. El único lugar de El Prado en el que se reconoce a la mujer es una sala dedicada, no a las mujeres artistas, sino a las mujeres musas, como para incidir en que la única capacidad que las mujeres tienen es inspirar al hombre. Un museo cuya idea fue, por cierto, de una mujer: la reina Bárbara de Braganza. Pero no hay una puerta de acceso dedicada a Bárbara de Braganza. Las puertas son Los Jerónimos, Murillo, Velázquez y Goya. Ellos se escudan mucho en las exposiciones: «Oiga, que hemos hecho una exposición de Clara Peeters».

Hablando de reinas, dedicas una parte de Las invisibles a un busto de Isabel II con un velo que le tapa la cara. Comentas algo que a mí me ha molestado siempre: el sambenito, obviamente machista, de la reina ninfómana. Todos los borbones, incluido Juan Carlos I, han sido mujeriegos, han tenido hijos ilegítimos… Pero no es algo que se mencione cuando se hace una semblanza de, por ejemplo, Alfonso XIII: se considera una parte de su vida privada que no influía en su forma de reinar. Cuando se traza la semblanza de Isabel, sin embargo, su promiscuidad sí es realzada como una dimensión crucial del reinado.

Ellas son unas putas, pero ellos no son unos puteros. Fíjate que ese capítulo fue decisivo para cambiar de editorial. Yo se lo presenté a otra que no voy a mencionar antes que a Capitán Swing. El tema les gustó, les pareció bueno, pero, según iban avanzando las correcciones y las lecturas, yo veía que el editor ya no se metía solo con cuestiones ortotipográficas, sino también con el punto de vista. Llegó un momento en que llegamos a esto de las putas y los puteros y lo cuestionó. Cuestionó que eso fuera así y sobre todo cuestionó que pudiéramos contarlo así. Ese día tomé la decisión de cambiar de editorial.

Isabel II, velada, de Camillo Torreggiani (1855)

Tú no conviertes a Isabel II en una heroína de nada, no hay por qué: fue una pésima reina. De lo que se trata es de señalar que, si fue mala reina, no lo fue por eso, ni lo fue más que otros reyes.

Todos los borbones han sido nefastos, pero no les asignan ese sambenito por cumplir lo que no es más que la tradición familiar. La escultura, además, es tremenda: tapar las vergüenzas. No me jodas. Vamos a hacer una de Juan Carlos ahora que se inaugura ARCO, ¿no? Sería cojonudo que una escultora hiciera eso con Juan Carlos. Una sabana para tapar sus vergüenzas. No sé. No ha sido fácil este año y medio, Pablo, la verdad. Ha habido muchas presiones. Por primera vez, mi cuerpo privilegiado y masculino ha sentido algo de lo que puede llegar a sentir una mujer: la violencia, el acoso, el derribo, el menosprecio de tus investigaciones académicas. Este libro son tres años en la biblioteca del Museo del Prado leyendo lo que han leído todos los conservadores, mirándolo desde otro punto de vista, pero no inventándome nada, no sacando nada que no esté en el propio Prado. Sin embargo, han tratado al autor de este libro como una histérica; como una histérica que ha perdido el juicio y que tergiversa los hechos. Incluso alguien ha llegado a decir que el libro tenía poca historia, como si se pudiera medir algo así. En una necesidad de crítica rabiosa y furibunda, que es lo que despierta el discurso político feminista, desde el Prado se llegó a decir que hasta que yo no saliera de la sección de Cultura del medio en el que trabajaba no se iba a poner dinero público. En varias reuniones del museo se dijo eso, y yo lo sé porque me lo han dicho personas que estuvieron en esas reuniones. El director de El Prado ha llegado a amenazarme con llevarme a los tribunales.

¿Por qué?

Porque yo digo que el Museo del Prado es cómplice de la cultura de la violación en tanto no reconoce las violaciones, porque no quiere mentarlas, porque las oculta. Este señor contestó a la pregunta de una señora de Abc —que por supuesto no me citaba, ni citaba el libro, pero quedaba claro a quién se refería— que no me llevó a los tribunales porque él cree en la libertad de expresión. Yo como amenaza le pondría un ocho. No puede haber una frase más autodestructiva. «Como creo en la democracia, no voy a dar un golpe de Estado». Todo esto ha tenido graves repercusiones laborales en mi vida, y no ha sido plato de buen gusto encontrarme todos los días a cientos de personas acosándome, insultándome, degradándome. Hoy mismo he abierto el ordenador y me he topado a dos tipos acusándome de boicotear y torpedear el Prado. Todos sabemos cómo se origina el discurso de odio y cuáles son los asuntos que provocan el odio en ese diálogo social. Uno de ellos es desde luego el feminismo. Es inmediato. Y la gente de la cultura no está libre del discurso bárbaro. Yo he descubierto este año a muchos historiadores del arte descubiertos como acosadores. Como linchadores, como odiadores a los que la cultura les ha pasado por encima. A lo mejor es que la cultura no nos hace mejores. A mí, desde luego, este libro me ha mejorado. Como persona, como machista y como ciudadano del siglo XXI. Pero esta gente ha llevado muy mal que sea una investigación muy rigurosa escrita por un periodista. La conciliación de la divulgación con la academia ya suscita mucho resquemor, mucha sospecha, pero si, además, el trasfondo es tocar la institución cultural más importante de este país, y hacerlo en nombre de la justicia social y la igualdad de derechos… No negaré que no era consciente de todo ello.

¿Del impacto que iba a generar tu libro?

Sí. No era consciente de la violencia con la que me iba a topar. He llegado a perder un trabajo. Miedo, miedo, no he pasado, porque sigo siendo un hombre y tengo mis privilegios, pero toda la lluvia de críticas ha llegado en el confinamiento. Bueno, críticas no: lluvia de insultos y de acoso. Te puedes imaginar los episodios de ansiedad que he tenido encerrado en mi casa. Si estuviéramos en una situación normal, dos mil personas insultando a tus hijos, a tu madre y a tu persona no te harían gracia pero lo llevarías de otra manera, pero el encierro… La oleada primera fue la de los bárbaros de la ultraderecha. Luego vino la oleada de los historiadores conservadores. Y muy al final, y muy educadamente, la de las feministas que me acusaban de ocupar un lugar que no era el mío.

Te iba a preguntar por eso; por si has recibido críticas por escribir un libro feminista siendo un hombre.

Alguna he recibido, aunque, de toda la controversia que pueda crear este tema, creo que la más justificada de todas es ésa. No que yo ocupe un lugar, porque este libro no viene a llenar ningún vacío: para empezar, hay un amplio abanico de estudios sobre feminismo y museos, aunque a mí en la Complutense nadie me recomendó leer a Linda Nochlin o a Griselda Pollock. Conocer a esas autoras ha sido un proceso emancipatorio posterior, ciudadano, de replantearte como historiador del arte formado en un sistema de educación pública todo esto que se te ha ofrecido. Yo veo esta cuestión desde un posicionamiento político. No estoy robándole o no he querido robarle nada a nadie: he querido reconocer a todas las mujeres anteriores a mí y a las que estaban siendo ninguneadas por el museo; sumarme a su lucha. El problema de ser un historiador del arte en este país es que, en la Universidad, pocos docentes te explican las cosas desde un punto de vista de género. Para mí era muy importante reconstruir todo lo que había aprendido: tirarlo abajo y volverlo a levantar.

¿Has recibido elogios del movimiento o feminista, o la nota ha sido más bien ese decirte que te metías donde no te llamaban, respetuosamente o no?

No, la verdad es que siempre han sido muy respetuosas. Quizás alguna persona se ha puesto un poco más agresiva, pero también es verdad que el contexto no facilita el diálogo. Estas cuestiones, en Twitter, como bien sabes y como bien sufres, son imposibles de dirimir de forma amigable. Yo me quedo con la satisfacción de lo que veía tanto en personas mayores como pequeñas y en los hijos e hijas de mis amigas y amigos cuando les enseñaba el Museo del Prado; con el reconocimiento de la posibilidad de otra mirada. Que te diga: «No había visto nunca esto desde este punto de vista», y crean en ese punto de vista. Eso es lo que me ha emocionado y ha sido la gran mayoría, no sé si de pareceres sobre el libro, porque realmente la cantidad de miles de personas que se han ofrecido a lesionarme es muy alta, pero si no valoro eso, y no lo hago, lo mayoritario es eso. Si te soy sincero, tampoco he leído una mala crítica; un argumento en contra de algo concreto del libro. Estoy esperándola. El otro día recibí una reflexión de una profesora de historia del arte de la Universidad de Valencia sobre el libro, y joder, era muy buena. Un análisis del libro, de la importancia del libro y de la de transmitir estas reflexiones. AL final, me ponía un pero: me decía que pecaba de sensacionalismo en algunas partes. Volvemos a esta dualidad del periodista historiador del arte. Claro que en el ejercicio arriesgado de comparar el pasado con el presente puedes pasar por sensacionalista, pero yo creo que no he hecho sensacionalismo; que lo único que he hecho ha sido acercar aquellos casos y que la historia del arte no nos resulte tan ajena. Sí: he comparado, por ejemplo, La hitoria de Nastagio degli Onesti de Botticelli con el relato de las niñas de Alcàsser, ¡pero porque la maquinaria era la misma! Botticelli utiliza una obra de arte para decirte lo que no puedes hacer como una mujer; en 1993 se utilizan unos medios de comunicación para decirte lo que no puedes hacer como mujer y en los dos casos es lo mismo: disfrutar de tu libertad. Yo entiendo que esa comparación a la academia le pueda chirriar, pero no he escrito un libro para la academia, ni un libro academicista. Quería que este libro fuera divulgativo; que fuera leído como un asunto personal de la persona que lee, que no de la que escribe. También quería ajustar cuentas con mi formación. Son casi siete mil ejemplares vendidos: lo ha leído mucha gente, y se ha recomendado. Eso es lo único que me importa. Yo no quiero ser un conservador de El Prado y que mi palabra sea ley: quiero abrir un debate y creo que se ha abierto. Lo que no sé es hasta dónde vamos a prolongarlo. El peligro es que todo se normalice, que todo vuelva a la calma.

¿Qué tendría que hacer El Prado a tu juicio? ¿Cuál sería la reacción ideal del museo a estas críticas?

La reacción ideal sería que hiciera ciencia. Yo lo que echo en falta en El Prado es la ciencia.

¿Es una cuestión de cambiar cartelas, de relegar unos cuadros y sacar otros del depósito…?

No, no, yo creo que todos los cuadros que están expuestos están bien expuestos. Por supuesto, tienen que salir muchos ejercicios políticos y sociales que se hicieron en el siglo XIX y que se han ignorado deliberadamente. No es normal que Antonio Fillol no esté en las salas del Museo del Prado; que El sátiro no sea una obra fija en el Museo del Prado me parece un escándalo. Afortunadamente, ahora se expone en Valencia, y así ya la podemos ver. O La bestia humana, un cuadrazo que ha salido por fin hace muy poco. Pero sale única y exclusivamente por la fuerza de la sociedad.

La bestia humana, de Antonio Fillol (1897)
El sátiro, de Antonio Fillol (1906): un abuelo acompaña a su nieta a identificar al hombre que la ha violado

Los cuadros de Pedro Sáenz, esas pinturas espantosas, pedofílicas, de niñas desnudas de las que también hablas en el libro, ¿están expuestos?

¡Están en Capitanía General en Sevilla! El Prado, cuando los ha traído a Invitadas, no los ha devuelto y los militares se han cabreado, porque querían ese cuadro de esa niña desnuda ofreciéndose. Es espeluznante. Ese cuadro estaba en la sala que recibía al jefe mayor del Ejército de Tierra. ¿Estamos locos?

Hay cuadros más discutibles, pero ese es execrable desde el primer vistazo y desde cualquier punto de vista. Y quizá si hubiera sido pintado con esa intención concreta, la de incomodar al espectador, tendría algún pase, pero todo indica que Sáenz era efectivamente un pedófilo y pintaba esos cuadros para procurarse y procurar placer.

Exacto. Es demencial. Si acudes a las entrevistas que hacía este señor, pierdes toda duda al respecto. No, yo no creo que sobre ningún cuadro de los que hay, ni siquiera de los más detestables, como pueda ser La perla y la ola de Baudry. Tienen que estar, pero tienen que estar bien explicados. La perla y la ola es muy importante para hacer entender la machirulada del siglo XIX, el movimiento contrafeminista que estaba sucediendo y su concepción de la mujer como un recipiente sexual.

Inocencia, de Pedro Sáenz Sáenz (1899)

¿Y cómo puede explicar eso El Prado?

En una cartela no cabe todo, pero cabe lo importante. La cuestión es: ¿qué es lo importante? ¿Lo importante de Guido Reni es que era un clasicista boloñés? A mí me cuesta ubicar el clasicismo boloñés en la historia del arte. Tengo que dedicarle un par de segundos. ¿Cómo ve el clasicismo boloñés alguien que no está iniciado en la historia del arte? Si tú a alguien le dices clasicismo boloñés, no sabe si lo estás insultando o si te estás refiriendo a que, como barroco, Reni era mucho más templado que Caravaggio. ¿Por qué no vamos a poder decidir que lo importante de Guido Reni es que era un misógino empedernido y reconocido, por qué no va a caber eso en una cartela? A mí no me parece ninguna locura introducir esos detalles.

La ideología del autor. Ni siquiera su vida: su ideología, porque el sexismo es una ideología. Un cuadro machista no es un cuadro menos ideológico que La libertad guiando al pueblo o El cuarto estado.

Claro. Si Guido Reni sabe dibujar magníficamente la figura del hombre, pero no sabe dibujar la de la mujer, habrá que explicarle al visitante por qué. Habrá que contarle que rechazaba la presencia de mujeres en su taller; que la única mujer que podía entrar era su madre; que era un coleccionista de primera de tratados de brujería… Hay muchas cosas que explicar para entender una obra de arte, no solamente el recorrido plástico.

Todo este conjunto de críticas, ¿sólo las merece El Prado? ¿No el Reina Sofía o el Thyssen?

A ver, el Reina Sofía es un aparato machista con todavía más peligro, porque su director se presenta como abanderado feminista, pero losd atos del dinero que invierte en comprar obras de mujeres y las exposiciones que dedica a las mujeres están ahí. A lo mejor ha rectificado un poco desde hace un año y medio, pero su mandato ha estado absolutamente patriarcalizado. Y ese museo ya no tiene la excusa de que no hay artistas mujeres. En la pintura antigua había pocas; en el arte contemporáneo, no. Fíjate: El Prado, en los últimos diez años, ha invertido sesenta mil euros en compra de arte de mujeres. En el mismo tiempo, más de veinte millones en compra de hombres. Se escudan en la calidad. La calidad es la excusa perfecta del machismo para excluir a las mujeres del canon. Pero ¿qué es la calidad? ¿Quién determina que una cosa sea mejor que la otra? También se justifican en que no sale obra de mujeres al mercado. Es mentira. Está constantemente apareciendo obra de maestras antiguas, pero no la compran. Prefieren un Federico Madrazo de los que ya tienen dos mil, pero quieren otro más.

Antes un dibujo de Madrazo en una servilleta que la obra maestra de una mujer.

Es así, de verdad que es así. No es una intuición: está en los presupuestos; en las cuentas de gastos e ingresos del museo.

¿Hay pocas mujeres en los puestos directivos de los museos, o hay bastantes, pero su mirada también es machista?

En El Prado nunca ha habido una directora. Eso es un dato.

La compra de cuadros, ¿la decide el director?

Es un consenso entre el director y los conservadores, que en El Prado, con la marcha de Leticia Ruiz Fernández, son hombres en su mayoría. En la cúpula de la dirección solo hay una mujer, que es la directora gerente. Pero tampoco ha habido presidentes del Real Patronato, que es el organismo que fiscaliza la dirección de El Prado. El techo de cristal es muy evidente, y aunque haya alguna mujer que pretenda romperlo, la inercia del relato machista es muy fuerte. La estructura simbólica, en ese sentido, funciona a la perfección, y si te sales de ella para proponer otra, arriesgas tu salario. ¿Quién va a querer hacer eso? Va a haber una segunda parte de mi libro, que se va a titular Los ciegos. Todavía está muy verde, porque antes de ese libro tiene que aparecer Decapitados y otro más: un estudio político del retrato de La familia de Juan Carlos I de Antonio López.

La familia de Juan Carlos I, de Antonio López (2014)

¿Puedes adelantar algo?

Pues, básicamente, volvemos a hablar de la mirada. De lo que vemos y lo que no vemos. Me interesa mucho de ese cuadro que nace con el propósito de convertirse en un símbolo del reinado y lo que ocurre es que el reinado termina condicionando el símbolo en el momento de su construcción.

López empieza a pintarlo en el momento de máxima popularidad de la Casa Real, principios de los noventa, y lo termina en el de su popularidad mínima, cuando los miembros de esa familia ya ni siquiera se llevaban bien entre ellos.

En el medio está Botswana. Y hay testigos que confirman que Antonio ha movido a Felipe VI hasta en cuatro ocasiones: más cerca de Juan Carlos, más lejos, a un lado… Al final, termina colocando un mundo de aire entre Felipe y su familia. Lo más increíble es que es el cuadro que te recibe cuando vas a Palacio Real, o sea, la representación de la Monarquía en estos momentos es un cuadro que homenajea a un fugado; a un padre del que su hijo no quiere saber nada para mantener a flote la herencia que hay recibido.

Supongo que para Felipe es complicado: tienes que repudiar a tu padre en algún grado, para que no te manche su impopularidad, pero no puedes repudiarlo completamente, porque al fin y al cabo eres rey porque él lo fue y la Monarquía es continuidad y estabilidad, no ruptura.

Felipe no se atreve a quitar el cuadro de ahí, porque el golpe simbólico sería durísimo. Lo que ocurre también es que este rey es muy cobarde con los símbolos. Creo que no ha existido un Borbón así. Los borbones son una máquina simbólica. Desde que llegan a España, promueven cuadros que los representen de todas las maneras. Pero este señor no tiene un cuadro y ya llevamos siete años de reinado.

El cuadro de López es hiperrealista, y existe la idea pedestre de que el hiperrealismo no tiene mensaje; de que es una foto convertida en cuadro. Cuántas lecturas y subtextos puede haber, sin embargo, en un cuadro hiperrealista es otra pedagogía necesaria. Y más en un momento en que parece asistirse a un regreso del realismo. La última orden que dio Trump fue montar un Jardín de los Héroes con una serie de estatuas de la que subrayó que tenían que ser realistas; que nada de cosas raras como el memorial de los veteranos de Vietnam de Maya Lin.

Con López hay otra cosa curiosa. ¿Por qué acuden a un señor que en su vida ha dibujado la figura humana? Al principio de los tiempos, cuando estudiaba en Madrid, hasta el año cincuenta y ocho más o menos, él incluye la figura humana en sus obras, pero dentro de un contexto casi fantasmagórico u onírico: son figuras que no están bien trabajadas, que no persiguen ser reales. Fantasmas. A partir de entonces, él rompe con la figura humana y se centra en el paisaje y la arquitectura. En el paisaje vacío. ¿Por qué encargan a un tipo que no tiene ni idea que les haga un cuadro que, además, va a tener que pintar a partir de fotografías? Esto es la muerte de la pintura y del pintor. Ese cuadro no tiene vida. Acuden a él porque es un pintor realista al que todo el mundo adora y como para seguir de subidón. Y saben que va a pintar a la realeza de manera real. De hecho, él ha contado alguna vez que cuando preguntó a Juan Carlos cómo quería que les pintase, Juan Carlos, con su campechanía, le dijo: «Como una familia real». Él pinta una familia real y es lo que quiere la máquina propagandística de Patrimonio Nacional: que la gente siga viendo a esa familia, no como reyes, sino como unos más de su familia. El hiperrealismo es eso: no la pompa, no la gloria, sino un señor de traje con sus hijos y la mujer a la que engaña. Es un ejercicio más de blanqueo.

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