“Parece ser hecho indubitable que estando la reina embarazada y creerla muerta, en el momento de abrirla [en cesárea] para sacarle el feto, que resultó sin vida, lanzó un ¡Ay! agudísimo, que manifestaba no haber exhalado todavía en el último aliento, según los médicos creían.” Según las crónicas de la época, fue de esta forma criminal que moría, a los 21 años de edad, la impulsora del Museo del Prado: la reina Isabel de Braganza, a la sazón sobrina carnal de su marido, el rey Fernando VII. A pesar de su inteligencia, sensibilidad e iniciativa fue repudiada por el pueblo por “fea, pobre y portuguesa” e ignorada por su tío, quién tan sólo la quería para que le diera un heredero al trono. El que apenas sea sabido que es a ella a quien debemos la existencia del Prado es tremendamente representativo de cómo la sociedad ha menospreciado a las mujeres y de cómo este museo, en particular, ha contribuido a ocultarlas del relato de la historia del arte.
Esta es la tesis que mantiene el periodista e historiador del arte Peio H. Riaño en su último libro “Las invisibles” editado por Capitán Swing. Según sus propias palabras:
“Un museo es un espejismo y una construcción ilusionista en el que nada es inocente ni existe la casualidad. (…) Es una elaboración cultural que legitima un pensamiento de género (de raza y de clase) y otorga un origen natural a algo que no lo tiene: la dominación de un sexo sobre el otro. (…) Un relato de hombres hecho para hombres en el que ellas no han contado. No cuentan. No han sido olvidadas: las han hecho desaparecer”.
Por supuesto, -y Riaño lo sabe- esto no es algo acotado al mundo de la pintura y la escultura, sino que atraviesa todos los ámbitos de la vida y, por tanto, del arte. En los años 70 Joanna Russ ya teorizó en “Cómo acabar con la escritura de las mujeres” (reeditado recientemente por la Editorial Dos Bigotes/Barrett) que existían diversas estrategias para menospreciar, coartar y limitar nuestra capacidad creadora, que pasaban por la prohibición, la desigualdad de clase, la negación de la autoría o el doble rasero de la crítica. Definitivamente, hemos sido excluidas del canon. De todos los cánones. No es casual que, como denunciaba la filóloga Adriana Barceló, en el artículo “De exilios interiores”, no estudiemos en las escuelas a Teresa de Cartagena y sí a Jorge Manrique, que conozcamos versos de Alberti y apenas sepamos de la existencia de María Teresa León. Que alabemos a Picasso pero desconozcamos la obra de Maruja Mallo. Que durante años un retrato de Felipe IV apareciera atribuido a Antonio Moro siendo de Sofonisba Anguissola.
“Tejemos con voces nuestro horizonte interior, el invisible camino del relato de la memoria, ¿con qué lo hilamos, con telas de araña de mentiras, perezas, cobardías, coartadas? Y entonces, ¿con qué enseñamos, con qué educamos? ¿Qué elegimos decir, aprender, callar, ignorar?” se preguntaba la profesora Barceló.
Sin embargo, como dice Luna Miguel en el “Coloquio de las perras” (editado por Capitán Swing) esa niebla que nos ocultaba “parece estar -poco a poco, poco a poco, poco a poco…- desvaneciéndose.” Pero este cielo despejado no es obra de la casualidad ni del azar, se debe a trabajos como el de Riaño que, a su vez, beben de otros que les precedieron, entre los que se encuentran el de la catedrática de Educación Artística de la Complutense, Marián López Fernández-Cao, impulsora del proyecto “Museos en femenino”, que afirma: “La mujer cuando entra a un museo se encuentra con su ausencia y su prescindibilidad“.
Riaño se centra en el Prado por su importancia simbólica e institucional, porque lo que ahora es un “instrumento legitimador de esta normalidad excluyente” podría transformarse en “un mecanismo fundamental para desnaturalizar la dominación”. Y ese es su objetivo: contribuir a reposicionar el ángulo desde el que se nos invita a mirar cuando nos adentramos en sus muros. Porque su propuesta no es otra que la de ayudarnos a ver lo que ahora está oculto. Y es así como comienza su ensayo, con la confesión de su epifanía: “Un día lo ves. No están. A mí me ocurrió en marzo de 2016…”.
Es por ahí, por el principio, por donde comenzamos nuestra conversación con él.
¿Cómo fue el camino que recorriste hasta sentir la necesidad de escribir este libro?
El camino es el que han marcado muchas historiadoras del arte: Nilda Nochlin o Griselda Pollock, Marian López Fernández Cao y un grupo de historiadoras de la Asociación de Mujeres en las Artes Visuales que llevan escribiendo informes sobre la exclusión de la mujer en el mundo del arte y que nunca han sido escuchadas. Gracias a esa llamada de atención yo reaccioné un día ante el cuadro de Doña Juana La Loca de Francisco Pradilla (1877).
La Juana construida por Pradilla bebe de los historiadores de su época y es una mujer destruida. (…) La historiografía alimentó la leyenda y no quiso argumentar que fue una mujer cautiva y víctima de los intereses del Estado.
Empecé a leer, a leer y a seguir leyendo y, poco a poco, empecé a ver todo lo que queda fuera del marco que creo que es lo que más nos debería preocupar a los historiadores del arte. Porque, cada vez, me interesa menos el proceso estético y me interesan más las condiciones sociales, políticas y económicas que determinaron el cuadro e influyeron en la toma de decisiones y en la postura desde la que pinta el artista. Este libro es más bien un ensayo historiográfico-político porque, realmente, lo que pretendo es que el lector se convierta en un visitante politizado. Es decir, que esté bajo aviso, ya que nadie le ha alertado de esta cuestión crucial que es que, cuando entra en el museo del Prado o en cualquier otro, éste es una maquinaria de propaganda en la que confluyen intereses e ideologías. Cuanta más información tenga un ciudadano, más crítico será. Y en estos momentos los museos están faltando y ninguneando a la mujer. Y eso es algo que, como sociedad, ya no estamos dispuestos a consentir. Que una mitad de la población siga siendo excluida del museo cuando han pasado doscientos años desde su creación… Ya es hora de reconsiderar el relato que traslada. Lo que pretende el libro es que se contextualicen las obras, se expliquen: por qué surgen, en qué momento y cómo. Y esto en sala no está contado. Y luego, en el dispositivo web, hay sesgos misóginos perturbadores. Es necesario constituir de oficio una comisión que peine todos esos textos desde una perspectiva de género porque, a poco que uno navegue por la web, va a encontrar que, por ejemplo, a una violación se le va a llamar posesión. Y a mí esto me indigna. No quiero que con mis impuestos se mantenga un museo que me dice que unas mujeres violadas son sorprendidas.
De hecho, en el Museo de Bellas Artes de València, se puede encontrar ese mismo eufemismo en la cartela del cuadro de la Bendición de Jacob, en la que se lee: “jarra decorada con una ninfa dormida sorprendida por un sátiro”. Por cierto, en este museo apenas hay cartelas y sé que para ti son un elemento importante. Explícame el porqué.
Para mí, la cartela es un manifiesto. Es el contacto más directo que existe entre el museo y el visitante. Y en una cartela cabe un mundo. Es un sitio minúsculo pero su capacidad de influencia es muchísima. La mejor cartela de todas, para mí, es la del Cid de Rosa Bonheur en la que se hace hincapié en su importancia como artista, que dice:
“Evoca, además, la libertad, la insumisión y la valentía, valores que la artista expresa en su propia vida y a través de la representación de animales, convertidos en el principal motivo de su obra”.
Yo creo que todo el museo debería estar revisado a partir del criterio de calidad de esa cartela que fue escrita por Carlos García Navarro, el comisario de la exposición “Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)” que espero que pronto podamos visitar. Lo que sucede con las cartelas en el museo, en realidad, es un acto de dejadez democrática. El relato de la historia del arte debe estar regido por los principios de la Constitución Española y el código penal. Si no sabemos definir cuando empieza una violación, debemos ir al código penal para que nos lo aclare. Pero lo que no podemos seguir justificando es esa mirada ingenua que piensa que el museo se ha construido de repente e inocentemente por una cohorte de ángeles que han escrito las cartelas sin intención alguna. Hay una intención a la hora de describir esas escenas en un inventario. Y es fundamental que nos empoderemos como historiadores del siglo XXI y seamos capaces de intervenir en los textos que explican las obras de arte. Yo soy partidario de corregir todos los títulos sin faltar a la verdad. Decir que unas ninfas son violadas por los sátiros no es faltar a la verdad. Porque el debate se plantea en el momento en que, como sociedad, debemos definir cuándo una mujer es violada: ¿en el acto de la penetración o cuando su integridad física empieza a sufrir peligro? Para mí la violación comienza con el rapto. En twitter había un señor que decía que no podemos usar esos términos en un museo porque allí van niños. Pero es que yo creo que, precisamente, porque van niños hay que explicarles que ese acto es intolerable en la sociedad. El museo debería ser una máquina de difusión de ese mensaje porque no está por encima de la sociedad, sino que está a sus pies: es un instrumento más de su formación. Y ahí radica el problema: en que la historia del arte piensa que no está al servicio de la población. Y claro que sí lo está. Esta es la crisis que plantea el libro: que la historia del arte se ha despegado del ciudadano. Evita cualquier responsabilidad. Y yo creo en el compromiso social de todas las ciencias sociales.
En el Museo de Bellas Artes de València no hay expuesto ningún cuadro realizado por una mujer. ¿Es esto normal? ¿Por qué no hubo tantas mujeres que pudieran dedicarse a la pintura: falta de genialidad o de condiciones materiales para dedicarse a ello?
Es que la genialidad es otro privilegio del hombre. La condición del genio es un atributo masculino. Es una construcción patriarcal para conservar el monopolio del canon. Todo lo que no sea un hombre no entra en la categoría de genio porque no íbamos a permitiros salir de casa y que fuerais profesionales del arte. Eso, principalmente, fue lo que apartó a la mujer de la historia del arte.
La idea de la genialidad es una de las nociones más nocivas contra la igualdad: dibuja al artista -hombre- con un don inevitable que consuma sin privilegios. Esa noción de la fuerza sobrenatural del genio se mantiene incólume en museos como el Prado, que actúa como un paraíso moral donde no importa que ellas hayan sido excluidas del falso patrón de la “genialidad”.
Hablemos ahora del protagonista de otro de los capítulos de tu libro: el pintor valenciano del siglo XIX Antonio Fillol. ¿Qué sigue ocurriendo con la obra de Fillol en los museos en los que se encuentra, como el Prado o el Bellas Artes?
Es un artista invisibilizado porque se preocupó por cuestiones políticas y sociales. En su momento se le tachó de inmoral y se le castigó por denunciar la violación de una niña en su obra El sátiro. Los propios académicos decían a Fillol que el arte no estaba para denunciar lo que ocurría en la calle. La academia defendía que no se hablara de lo molesto. Fillol era un pintor que quería intervenir en la sociedad para mejorarla. Pero lo que es más increíble es que no hayamos sido capaces de pedirle perdón y de asumir la importancia que tiene y que debería tener. Es un pintor que hay que rescatar con urgencia porque habla nuestro idioma, el idioma del siglo XXI. Y eso no suele ser habitual. Además ocurre una cosa con la pintura social del XIX, y es que en el franquismo fue barrida del escenario. Sus temas eran las revueltas de trabajadores, la igualdad de la mujer… Cuestiones que Franco no estaba dispuesto a tolerar. Así que todo el arte político del siglo XIX fue enterrado y vetado y, aún hoy, no se ha rescatado. Todavía seguimos ignorándolo. El Prado tiene el gran almacén de pintura político social del XIX y tan sólo exhibe un único cuadro de Sorolla, titulado: “Aún dicen que el pescado es caro”.
“La bestia humana” es una gran pancarta que rompe con el silencio que alimenta un sistema que protege más el tabú que a las mujeres prostituidas. El cuadro asusta a las instituciones de por vida, que han decidido desde entonces ocultar la valía de un genio precoz con tal de no exponer la corrupción moral de los privilegiados. Entró en el Museo del Prado hace un siglo y no ha salido de los almacenes.
Con El sátiro en el Bellas Artes pasa lo mismo. En este caso se pone como excusa para no exponerlo permanentemente que se encuentra en pésimo estado de conservación. Y es verdad. Estuvo décadas enrollado en casa de Fillol por las críticas que recibió pero yo defiendo que se puede mostrar un cuadro desecho porque su destrucción también nos interpela. Nos cuenta la historia de la invisibilidad a la que se le ha sometido porque muestra una rueda de reconocimiento por la violación de una niña. Las obras de arte no tienen que ser inmaculadas: el tiempo y el menosprecio forman también parte de la obra.
Hablando con la periodista y activista feminista Ana Bernal de su libro “No manipuléis el feminismo” comentamos el alto precio que una profesional ha de pagar cuando se especializa en perspectiva de género. ¿Cuál está siendo tu experiencia?
No está siendo fácil. Yo no esperaba tanta violencia. Porque soy hombre y no estoy acostumbrado a tanta violencia. Soy un privilegiado, la violencia la ejercemos nosotros. Estoy sufriendo la avalancha de agresiones. Y, por otro lado, sé que si fuera mujer sería mucho peor. Los menosprecios serían muchísimo más terribles. A mí las hordas ultraderechistas lo máximo que han llegado a decir es que no me lavo el pelo pero si hubiera sido una mujer habría sido tremendo. Primero me ha atacado la oleada ultraderechista que niega el derecho de la mujer y luego ha venido la oleada de los “historiadoros” que son de esa escuela que no quiere verse derbordada por las pretensiones políticas de la actualidad que es, precisamente, lo que propone este libro. Mi libro es rigurosamente académico en el método y rigurosamente antiacadémico en el relato. No quiero dirigirme a los académicos sino a mis vecinas. Porque gracias a sus impuestos he podido estudiar y esta es mi forma de devolverles lo que me han dado.
¿Por dónde pasa la solución a esta profunda ausencia de la mujer? ¿Tan sólo concierne a los museos de arte o es algo transversal al mundo de la museografía?
Yo creo que nosotros y nosotras hemos decidido que ya no queremos ser una sociedad machista y una institución publica tiene que ser un reflejo de la sociedad. El museo no puede estar al margen de nuestras necesidades. Nosotros como dueños de nuestro relato y de nuestro patrimonio exigimos que esté a la altura. En la concreción hablamos, por ejemplo, de la eliminación de eufemismos que tratan de ocultar violaciones, eliminación de la exclusión de la mujer con relatos y narraciones. Hay que hablar de por qué la mujer no está en el museo. Se tiene que contar porque llegas allí y no está la mujer pero nadie te explica su ausencia. En la narración del museo se tiene que decir que como somos un sistema patriarcal hemos estado reprimiendo a la mujer toda la vida y en todos los ámbitos; y, por tanto, también hemos construido los museos de espaldas a ella porque esto era un coto de cipotes. Como dice Carlos García en la futura exposición del Prado: eran unas “invitadas”. El museo se debe constituir a partir de la mujer, de su invisibilidad. Eso se ejecuta reconociendo que durante dos siglos ha sido expulsada del museo y, a partir de ahí, se estructuran los debates y las propuestas. La propuesta del libro es que se construya una nueva narración para un nuevo siglo. Ya se está haciendo en los museos de arte contemporáneo. En ellos ya no se ve la historia del arte a partir de la evolución cronológica que imponía la visión decimonónica del museo. No tenemos por qué seguir contando todo esto a partir de fechas. Hay que construir una nueva manera de contar.
Este es un libro que está hecho para crear un cisma. Para estimular el debate. A qué estamos esperando…
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