Los parásitos tienen mala fama, malísima. Lo comprobó Carl Zimmer (New Haven, 1966) cuando, en la primera cita con una chica, tras contarle que preparaba su libro sobre estas criaturas, su pretendida huyó despavorida. Y sin embargo, son seres de importancia decisiva en el orden que regula la vida.
El término parásito, de etimología griega (para -junto a-, sito -alimento; es decir “junto a la comida”), ha tenido una trayectoria curiosa. En la antigüedad se aplicaba al partícipe de un festín, invitado o gorrón; en el siglo XVII pasa al léxico naturalista para designar a la planta o animal que vive a costa de otros; en el siglo XIX retorna al punto de partida, y hoy banqueros y curas son tachados de parásitos sociales por la izquierda; la derecha le endilga ese sambenito a funcionarios y subvencionados; la ultraderecha, a judíos e inmigrantes; y los populistas, a los políticos.
Ninguno de esos vaivenes semánticos, huelga decir, mejoró la imagen de los animalitos aludidos (recordemos Alien, la espeluznante escenificación de los terrores que nos inspiran). Por eso Parásitos, el comprimido tratado de parasitología firmado por Carl Zimmer, un exitoso divulgador estadounidense, tiene el sentido de una rehabilitación; la de una subdisciplina olvidada de la biología y de la influencia en la biosfera de las estrategias de supervivencia de su objeto de estudio.
El primer paso en esa dirección pasa por cuestionar la idea recibida de que los parásitos constituyen una rama degenerada del árbol de la vida. Ocurre precisamente lo contrario: son la prueba viviente de la infinita capacidad adaptativa que las especies desarrollan para superar las duras exigencias de la selección natural, llegando no solo a ocupar nichos ecológicos muy específicos sino además a funcionar, junto con virus y bacterias, como un minúsculo motor de la evolución. De hecho, y en línea con la hipótesis de la Reina Roja, Zimmer especula que el sexo surge como una defensa frente a los parásitos más eficaz que la reproducción asexuada.
De sus niveles de especialización da un impresionante ejemplo la avispa esmeralda: para anular la voluntad de la cucaracha, clava su aguijón en un punto preciso de su cerebro; luego, tirando de su antena, la guía como a un zombi hasta su nido, a servir de alimento a sus crías. ¿Cuántos millones de generaciones y mutaciones fallidas y exitosas hay tras esa técnica de captura?
Un infinito arsenal de recursos en continua transformación hace de los parásitos enemigos temibles. Por tal razón apenas disponemos de medicamentos definitivos contra ellos. Su retroceso se debe más a medidas preventivas (depuración de aguas, higiene alimenticia, desecación de pantanos, fumigación…) que a terapias curativas. Pese a los avances, aún infectan a una vasta porción de la humanidad: las lombrices intestinales, a 1.000 millones de personas; los tricocéfalos, a 500 millones; el plasmodium causante de la malaria, a 220; la filaria culpable de la elefantiasis, a 120; el esquistosoma, a 200; el tripanosoma cruzi responsable del mal de chagas, a veinte…
Quizás nuestra relación con estas desagradables criaturas sea mucho más extraña de lo imaginado. La desparasitación, sugiere Carl Zimmer, podría ser la responsable “del aumento de desórdenes inmunológicos como las alergias”. Resulta curioso que éstas se hayan disparado en las poblaciones que primero se libraron del flagelo. Tal vez, especula el autor, nuestro sistema inmune, al verse privado de sus viejos enemigos, ha entrado en un estado crónico de sobrerreacción.
Por todo lo expuesto, Zimmer desecha la ilusión de un mundo sin parásitos; más práctico le parece aprender a convivir con ellos y a tenerlos a raya (que la convivencia es posible lo prueba el hecho de que, de los 1.300 millones de portadores de anquilostomas, solo mueren por esa causa 65.000 al año). Y si después de su argumentación, el lector sigue considerando a esos seres una asquerosidad sin paliativos, el autor le invita a preguntarse: ¿no seremos nosotros el pináculo de la jerarquía parasitaria, la especie más ducha en succionar la vitalidad de nuestra anfitriona, la Tierra?
Autor del artículo: Pablo Francescutti
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