A ver, usted, lector erudito. ¿Conoce el significado de la palabra ‘mezquino’? Aparte de tacaño o innoble, ¿sabía que también equivale a pequeño, diminuto? ¿Y ‘nimio’? ¿Qué significa ‘nimio’? Para sorpresa de quien escribe, nimio es, en sí misma, su propio antónimo: un adjetivo que denota insignificancia, pero también exceso y exageración. ¡Qué cosas, ¿no?! ¿Y ‘borborigmo’? ¿La había escuchado alguna vez? La RAE la define como el “ruido de tripas producido por el movimiento de los gases en la cavidad intestinal”. Definición tras definición, el usuario medio consulta los diccionarios sin detenerse mucho —o nada— a pensar en quién, cómo y por qué determinó la explicación que actuará como faro idiomático de los hablantes de una lengua, y cuál es la combinación de palabras correcta para describir de forma precisa y concisa la acepción —o acepciones— de una palabra.
Como diría el doctor Nick Riviera, el porqué de que digamos inflamable en lugar de flamable, cuáles son los criterios necesarios para que un término aparezca en un diccionario —¿conseguirá la académica Soledad Puértolas que la RAE acepte ‘machirulo’?—, cómo funciona por dentro una editorial de lexicones o cuál es el papel de los lexicógrafos en la salvaguarda de la ‘pureza’ de la lengua son algunas de las cuestiones que aborda, con mucho sentido del humor, ‘Palabra por palabra’ (Capitán Swing, 2018), el ensayo de la lexicógrafa estadounidense Kory Stamper, editora —junto a otros cuarenta— de los diccionarios Merriam-Webster.
Después de dos décadas dedicando ocho horas diarias a “sumergirse en diccionarios”, Stamper revela los intríngulis detrás de la documentación, el registro y la definición de las palabras, desde términos tan simples como ‘mesa’ o ‘pero’ hasta entradas cargadas de connotaciones ideológicas como ‘matrimonio’. “Una de las primeras cosas que todo lexicógrafo debe hacer […] es enfrentar sus propios prejuicios lingüísticos y mostrarse dispuestos a suspenderlos o revisarlos a la luz de las pruebas que lo contradigan”, asegura Stamper en su libro. Se tiene el concepto de que los diccionarios son los “guardianes del idioma”, así que los lexicógrafos se enfrentan a ese difícil equilibrio que solivianta tanto a los usuarios a los que “la inclusión de tal o cual palabra les parece indigna” y aquellos que consideran que los lexicones caminan a rebufo del uso real del lenguaje.
“Una de las primeras cosas que debes hacer al redactar un diccionario es decidir qué palabras merecen una entrada. Ese es un concepto que molesta a mucha gente por motivos muy distintos […]”, acepta resignada. “Hay quienes sienten que ciertas palabras no deberían figurar en el diccionario porque de algún modo ello legitima lo que consideran un uso deficiente en incorrecto del lenguaje. Del lado opuesto están los inclusivistas, que creen que debería incluirse cada palabra jamás utilizada”. “El gran público ha sido educado para creer que los diccionarios son autoridades, de manera que ‘lo que pone el diccionario’ tiene importancia”.
¿Es usted más de ‘mariposeo’ sí o de ‘mariposeo’ no? Que la inclusión de un término nuevo en un diccionario sea motivo de refriegas dialécticas encarnizadas entre usuarios ni es nuevo ni es exclusivo de los valedores del castellano de bien. También ocurre, al menos, con el inglés. “La sangrienta batalla en defensa del inglés y en pro de la ‘buena gramática’ no siempre ha existido”, asevera Stamper. “De hecho, hasta mediados del siglo XV se reflexionaba poquísimo sobre el inglés como lengua de la conversación, la oficialidad y la permanencia. Con anterioridad, la mayoría de documentos oficiales se redactaban en latín (el patrón de oro de los idiomas de registro) o francés [porque resulta que monarcas como Ricardo Corazón de León, que reinó entre 1189 y 1199, era normando y no hablaba ni pizca de inglés y que el primer rey verdaderamente inglés fue Enrique VII y, en realidad, era galés]. El inglés no fue una lengua literaria hasta 1417, cuando Enrique V empezó a utilizarla en su correspondencia de Estado. En pocos años, el inglés se convirtió en la lengua de la burocracia inglesa, reemplazando casi por completo al francés y el latín”.
Ricardo Corazón de León, que reinó entre 1189 y 1199, era normando y no hablaba ni pizca de inglés
Así que hubo que esperar hasta principios del siglo XVII para la aparición del primer lexicón monolingüe de inglés. “Los diccionarios ingleses empezaron a proliferar en Inglaterra a fines del siglo XVI, conforme el poder y la riqueza fueron trasladándose de la aristocracia a la clase mercantil. Cuando Londres se convirtió en un centro mundial del comercio y la exploración, los comerciantes corrientes necesitaron adquirir un nivel de alfabetismo que no habían precisado en siglos anteriores”. Los primeros fueron bilingües (traducciones al latín, francés o italiano), ya que el inglés era un idioma mundial nuevo. Y el primer diccionario monolingüe del inglés fue ‘A Table Alfabeticall…’ de Robert Cawdrey, publicado en 1604″.
Sólo siete años después apareció el ‘Tesoro de la lengua castellana o española’ de Sebastián de Covarrubias, el primer diccionario monolingüe del castellano. El lexicógrafo toledano empezó a escribir el ‘Tesorro…’ en 1605 y, como curiosidad, a partir de la letra C empezó a reducir la extensión de las entradas porque, a sus 66 años, temía morir antes de terminar su trabajo. Hasta más de un siglo después no apareció el primer diccionario de la RAE, publicado en seis volúmenes entre 1726 y 1739 y que hoy se puede consultar en este enlace.
Más de cuatro siglos después de la aparición de los primeros diccionarios, la labor del día a día de la gente como Stamper está mucho más pegada a la actualidad de lo que los prejuicios indican a priori. Por norma, la sociedad tiende a dar más peso a la palabra escrita que a la hablada, aunque el habla es la manera principal en que se transmite el idioma. “Por eso, las palabras y las frases nuevas casi siempre se acuñan y se pronuncian por un tiempo antes de escribirse, y el lexicógrafo no tiene acceso a esa zona de la creación lingüística”, concede Stamper. Pero para acortar la grieta que separa al lenguaje común de los registros, los lexicógrafos pasan gran parte del tiempo leyendo en busca de neologismos y nuevas acepciones; lo mismo vale un libro, un artículo de prensa o una caja de cereales. “Ninguna palabra, por tonta que suene, es poco válida”.
Para que los lexicógrafos den de paso una palabra para figurar en un diccionario general, normalmente ésta debe cumplir tres condiciones: gozar de un uso generalizado en el papel, tener una larga vida útil y que cuente un “uso significativo”, “es decir, que se le adscriba un significado”. Lo que parece una obviedad, en realidad no lo es. “La palabra que todos los lexicógrafos ofrecen a manera de ejemplo es ‘anticonstitucionalísimamente’ [que en español no aparece en el diccionario de la RAE]”, aunque también podrían utilizar ‘supercalifragilísticoespialidoso’, por poner una que todo el mundo conoce pero que carece de sentido.
El siguiente obstáculo, una vez que la palabra cumple los criterios, es determinar su naturaleza. ¿Qué es ‘padre’? ¿Un sustantivo? ¿Seguro? ¿La misma palabra cumple la misma función en “mi padre es guapo” que en “un lío padre”? Dilucidar un asunto tan aparentemente trivial como éste resulta no ser tan fácil y las respuestas son producto de horas y horas de análisis sintácticos y discusiones entre colegas. “Las palabras son tercas que te cagas”, reconoce Stamper al recordar alguna de sus ‘bestias negras’.
Y por último, una vez superado este escollo, aparece la dificultad de capturar un significado en una definición. Aunque la mayor parte de los usuarios de los diccionarios ni se habrá percatado, “los sustantivos deben definirse con sustantivos, los verbos con verbos, los adjetivos con adjetivos y los adverbios de manera vagamente adverbial”, y “si se incluye una oración a manera de ejemplo, la oración debe asignar a la palabra la misma categoría gramatical que se le ha dado en la definición”.
Con el desarrollo de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación, los lexicógrafos de los diccionarios también se enfrentan a una mayor interacción con los usuarios, lo que conlleva debates estimulantes, o eso se supone, pero también campañas de protesta. “En 2003 en la undécima edición del Collegiate Dictionary añadió al término ‘matrimonio’ la acepción de “estar unido a una persona del mismo sexo en una relación análoga a la del matrimonio tradicional”. Esa decisión provocó que a la editorial le llovieran un sinfín de quejas en las que les echaban en cara que la adición de la nueva acepción demostraba que en Merriam-Webster no estaban “de acuerdo con lo que era la institución del matrimonio: permanente y entre un hombre y una mujer” y les acusaron de parcialidad y doblegarse ante “la agenda gay”, de “ceder a las presiones de de ser políticamente correctos en vez de ser simplemente correctos”.
En el diccionario de la RAE se la cogen todavía con más papel de fumar, que dicen.
‘matrimonio’
Del lat. matrimonium.
1. m. Unión de hombre y mujer, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses.
2. m. En determinadas legislaciones, unión de dos personas del mismo sexo, concertada mediante ciertos ritos o formalidades legales, para establecer y mantener una comunidad de vida e intereses.
La lexicógrafa defiende la inclusión de estas nuevas acepciones porque no se puede considerar la evolución de una palabra “sin tener en cuenta la evolución de la cosa misma”. Y es que, como ella misma dice, el idioma, por suerte o por desgracia, siempre va a la zaga de la vida.