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“Nos estamos volviendo conscientes del precio de no tener acceso al mundo físico”

Por La Marea  ·  01.04.2020

Yo no quería hacer esta entrevista. Son días extraños, estoy disperso, sin ganas de trabajar. Pierdo el tiempo. Hago lo imprescindible. Se lo había dicho a mis compañeras de La Marea, que no me sentía con ánimo. Pero comencé a leer La ciudad solitaria, de Olivia Laing (Capitán Swing, traducción de Catalina Martínez Muños), al principio con rechazo, luego me empezó a gustar la voz, honesta, que transmite una fragilidad nada melodramática. Y después su mirada sobre los artistas, tan alejada de clichés, tan empática. Olivia Laing es capaz de aproximarse con la misma curiosidad compasiva tanto a Andy Warhol como a Valerie Solanas, la escritora que pegó un tiro al artista. Laing se interesa por diversos artistas que vivieron en los márgenes de la sociedad, solitarios, heridos, enfermos muchos de ellos, y no ve solo el trauma o el desequilibrio, también las violencias, individuales y sociales, que los provocaron. Y de paso la escritora mira sus propias heridas, su propia soledad, e intenta entenderlas.

Termino el libro y tengo la sensación, que no tengo tantas veces, de querer sentarme a conversar con la autora, de buscar la cercanía de esa persona de sensibilidad tan especial. Nos sucede a menudo que al leer un libro que nos conmueve nos gustaría acercarnos a quien lo escribió, quizá porque ha revelado partes de nosotros mismos que nos parecían incomunicables. Aunque luego descubramos que el escritor o la escritora, fuera del libro, tiene las mismas dificultades para expresarse y relacionarse. Me conformo entonces con enviarle unas preguntas, que Olivia Laing me responde apenas dos horas después de recibirlas. Son estas.

En La ciudad solitaria habla de gente que se siente sola en medio de la multitud; ahora las multitudes han desaparecido en casi todo el mundo. ¿Se ha vuelto más visible la soledad en estas circunstancias o está aún más oculta?

Qué pregunta tan interesante. Yo creo que las dos cosas a la vez. Sabemos que la gente está sola en sus casas. Somos conscientes de que está viviendo este encierro global, pero las condiciones en las que lo hace cada persona son diferentes. Para mucha gente el hogar no es un lugar seguro, y el encierro con una pareja violenta sin poder pedir ayuda conlleva una de las soledades más aterradoras y peligrosas. La gente vulnerable es a menudo culturalmente invisible pero ahora además también es físicamente invisible. Aproximarse a la soledad oculta en esta crisis exige mucha imaginación y empatía: pensar en todas esas vidas distintas y lo duras que son algunas ahora mismo.

¿Cómo está viviendo el confinamiento? ¿Y cómo se relaciona la experiencia con las sensaciones de soledad como las que recrea en su libro?

Estoy encerrada con mi marido, así que es muy distinto de la vida que describo en La ciudad solitaria. Nunca estoy completamente sola. Pero tenemos un jardín y eso me ayuda mucho. En la situación actual echo de menos a mis amigos y mi familia, aunque es más aguda la preocupación que la soledad. Pero soy escritora: siempre he pasado la mayoría del tiempo sola y escribiendo, de forma que la textura cotidiana de mi vida no ha cambiado… lo que me convierte en una afortunada si pienso en toda esa gente cuya vida laboral ha sido puesta patas arriba.

La soledad a veces nos atrae porque nos parece ese lugar en el que podemos sentirnos a nosotros mismos de la forma más honesta posible. Ahora las calles están casi vacías. ¿Está yendo a lugares desiertos? ¿Cómo es su relación con las multitudes? ¿Las echa de menos, con la posibilidad que ofrecen de caminar en medio de la gente sin rumbo fijo, sin que nadie se fije en usted?

¡Echo de menos las multitudes! Sí, es exactamente eso. Echo de menos la ciudad. Echo de menos Londres y Nueva York de una manera que es casi física. Echo de menos estar en la calle, rodeada de otros cuerpos, observar a otros seres humanos. Echo de menos a los extraños. Echo de menos el gentío.

En La ciudad solitaria habla de la gente que vive en los márgenes, gente que no encaja en nuestras ciudades gentrificadas, ordenadas, controladas por videocámaras. ¿Dónde están ahora? ¿Queda algún lugar para esa gente des-encajada? 

Siempre hay personas marginadas, pero a medida que nuestras ciudades se vuelven más ricas y gentrificadas esas personas van siendo empujadas cada vez más lejos. En el Reino Unido hay muchos lugares en los que es ilegal vivir en la calle; eso por supuesto no resuelve el problema de los sin techo, solo los vuelve invisibles. Lo que hacemos es poner en cuarentena a las personas indeseadas, ¿no es eso? Estos días pienso con frecuencia en los refugiados en el campamento de Moira, en Grecia, en lo que debe ser el coronavirus en un lugar así. 

Usted se ha sentido a veces harta de ser mujer, más bien, de las consecuencias de ser mujer, porque se sentía más vulnerable, no podía acceder a los mismos espacios de libertad que los hombres, no podía disfrutar los márgenes o perder el control igual que un hombre. ¿Cómo ve la diferencia entre ser una mujer confinada y un hombre confinado?

Creo que esto tiene que ver con la primera pregunta. La ciudad está atravesada por el género y es un espacio mucho menos seguro para las mujeres que para los hombres. Y lo mismo puede decirse del hogar. Muchas mujeres están encerradas con parejas o maridos violentos, eso es lo que más me asusta del encierro.

El confinamiento resulta hoy más fácil que hace unas pocas décadas porque de todas formas vivimos la mitad del tiempo en nuestras pantallas y una parte considerable de nuestra comunicación y nuestras relaciones tienen lugar en la distancia, las realizamos desde casa, quizá sin siquiera salir de la cama. ¿Le parece que es una ventaja o una pérdida? 

Ahora mismo es las dos cosas. Sin Internet, este confinamiento global sería una catástrofe; nos permite conservar muchos aspectos de nuestras vidas. Encuentros, compras, hasta puedes hacer fiestas en línea. Pero al mismo tiempo nos estamos volviendo conscientes del precio de no tener acceso al mundo físico. El placer del tacto, de la cercanía de otra persona. ¡Abrazarla! Ir a tiendas o a parques. Nadar. Comprar un libro en una librería. Hay tantas cosas que Internet no puede sustituir.

Usted sugiere que el miedo al contacto es la auténtica enfermedad de nuestro tiempo y que ese miedo subyace a los cambios en el mundo físico y en el virtual. Una epidemia magnifica esos miedos –y es a la vez una metáfora de ellos–. ¿Cree que la epidemia de coronavirus tendrá consecuencias en la forma en la que vivimos? 

En La ciudad solitaria me preguntaba si la crisis del SIDA de los ochenta contribuyó al gran desplazamiento hacia lo digital porque había tal terror al contacto físico. Pero en el caso actual me pregunto si nuestra expulsión del mundo físico y compartido podría renovar nuestro compromiso con él y hacer que nos demos cuenta de que corremos el riesgo de perderlo. De verdad espero que sea así.

Me pareció muy interesante su idea de que usamos la tecnología como una máscara (como hacía Andy Warhol con su cámara Polaroid y con su grabadora). Yo me he descubierto comunicando y al mismo tiempo mintiendo; mantenía el contacto, pero era falso en cierto sentido: por ejemplo, llamaba a mi madre todos los días para que estuviese tranquila, pero estaba enfermo y no se lo dije. ¿Cómo está usando usted la tecnología estos días? ¿Siente que está de verdad en contacto con los demás?

¡Así que mintió a su madre! Lo entiendo, yo también noto que estoy siendo muy cuidadosa con mi familia. Casi lo siento como un deber hacia los demás no alimentar sus miedos. Me paso todo el tiempo al teléfono, en Messenger, Whatsapp, Instagram, el correo electrónico… y me empieza a sacar de quicio porque no puedo escribir de verdad si estoy chateando todo el rato, pero al mismo tiempo siento la urgencia de comprobar cómo están las personas a las que quiero. Me noto muy cercana a la gente y creo que la razón es que ahora mismo todo el mundo se siente tan vulnerable. Lo que sucede con las máscaras es que a menudo usamos las redes sociales para representar la popularidad o el éxito, pero en la crisis actual me parece que la gente está mostrándose más auténtica y vulnerable, y eso vuelve posible la intimidad. Hay en ese sentido menos soledad que antes.

¿Qué piensa de las aplicaciones que se usan para controlar los movimientos de los ciudadanos y contener así los contagios? 

¡Qué difícil! Estoy muy a favor de la privacidad pero también lo estoy de la responsabilidad social. Como ciudadanos y ciudadanas tenemos ciertas obligaciones y una de ellas es contribuir a la seguridad de los demás en una situación de crisis. De nada sirve defender la privacidad si eso permite que haya gente haciendo daño a las personas más vulnerables. 

Un selfie puede ser una manifestación de soledad: me tomo una foto a mí mismo porque no hay nadie que me la tome; pero al mismo tiempo puedo enviar el selfie –a través de las redes sociales– de forma que otras personas puedan relacionarse con mi imagen. ¿Está tomándose selfies y enviándoselos a amigos para ilustrar su vida de estos días? ¿Y sería tan amable de enviarme uno para acompañar la entrevista? No sé, es que en la situación actual me parece más honesto usar un selfie que una de esas fotografías en las que se posa para usarlas en la promoción de un libro. 

Soy alérgica a los selfies y casi nunca me hago uno, pero hace poco pedí a mi marido que me tomase una foto, que sí, se la voy a dar en estas circunstancias excepcionales. La verdad es que parezco más alegre de lo que me sentía, pero quería compartir esas flores tan bonitas. 

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