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‘No son monstruos’, por Edurne Portela

Por La Verdad  ·  13.02.2022

Hace unos días pude disfrutar de un paseo por
las calles de Toledo y
visitar las sinagogas de
Santa María la Blanca
y del Tránsito. Siempre que paseo
por una judería o visito o uno de
sus templos sagrados me invade
una especie de tristeza, de melancolía. En la sinagoga de Santa María la Blanca hay un pequeño museo que narra brevemente la historia de los judíos de Toledo y de
la península ibérica y, como no puede ser de otra manera, es la historia de la persecución y la desposesión, del señalamiento y de la acumulación de un odio milenario que
se nutre de violencias cotidianas
y que estalla en grandes masacres
y expulsiones. Visito esos enclaves
en los que busco algún rastro de
su cultura extraordinaria, de la inteligencia de sus sabios, paseo por
las calles que algún día acogieron
el bullicio de sus vidas. Me detengo y pienso por qué hablo de ellos
como si fueran otros cuando, en
realidad, son parte de mi historia,
de nuestra historia. Aunque tampoco me extraña: que las sinagogas sigan teniendo una nomenclatura católica es una mínima parte
de la herencia de violencia antisemita que hemos normalizado.
Por desgracia, el antisemitismo
no es cosa del pasado y, como bien
sabemos, España no tiene la exclusiva del intento de exterminar
a los judíos. Auschwitz nos mostró de la forma más cruda y brutal el paroxismo del odio antisemita. Y a pesar de ser conscientes
de la dimensión de aquel horror y
después de décadas de una inmensa producción historiográfica y
cultural que lo muestra, el antisemitismo, con todos sus antiguos
tópicos y su incitación a la deshumanización y la violencia, sigue
vigente. Así lo demuestra Talia Lavin –joven autora judía estadounidense– en un libro titulado ‘La
cultura del odio: Un periplo por la
‘dark’ web de la supremacía blanca’, recientemente publicado por Capitán Swing.
Lavin centra su investigación en el antisemitismo de los grupos supremacistas
en EE UU, pero en este mundo global lo
que se mueve en la ‘dark’ web –es decir,
en grupos de internet encriptados, de acceso restringido a sus miembros– no se
circunscribe a las fronteras nacionales,
sino que viaja fácilmente por el orbe. El
relato de las diferentes formas de odio contra los judíos –y otros grupos que para los
supremacistas son infrahumanos, como
mujeres, personas LGTBIQ+ y/o racializadas– es espeluznante y, me temo, tiene su
propia versión española. Acuérdense de
esa joven con camisa azul y saludo fascista cuyo discurso antijudío se hizo viral y
al que se le dio eco en una entrevista televisiva. Pues ese discurso, basado en los estereotipos y odios más antiguos y aberrantes cuyo origen se encuentra en nuestra
propia historia, está a la orden del día en
los grupos que ha investigado Talia Lavin.
Para llevar a cabo su investigación Lavin se aprovechó de la misma herramienta que tienen los integrantes de esos colectivos para propagar su odio: el anonimato y la creación de perfiles falsos. Lavin creó decenas de
ellos, desde Ashlynn,
una joven cazadora rubia en busca de pareja
en una web de citas solo
para «blancos», a una
‘Reina Aria’ en una célula de propaganda terrorista neonazi, a un joven ‘incel’ llamado
Tommy O’Hara (‘incel’, del inglés ‘involuntary celibate’ o ‘célibe involuntario’, sinónimo de misógino militante, en su mayoría hombres blancos que muestran una
inquietante mezcla de odio racial y misoginia). Durante su investigación de estos
grupos y muchos otros –se unió a más de
noventa grupos ultraderechistas en el canal de comunicación Telegram– Lavin se
enfrentó con un odio profundo y radical
que, en ocasiones, iba dirigido directamente contra ella.
Así, cuenta la autora
que mientras parapetada tras un perfil falso
leía los mensajes en un
chat, dio con «una discusión donde se debatía si yo era demasiado
fea como para que me
violaran» y uno de los
usuarios respondió «sí,
la violaría con mi escopeta de dos cañones». ¿Qué llevaba a esos hombres a una
violencia tan brutal? El mundo en el que
se sumerge Lavin para encontrar respuesta es realmente aterrador, no solo
porque transcribe los discursos
y describe las fantasías violentas
de miles y miles de usuarios, sino
porque en muchas ocasiones esas
palabras que flotan en el mundo
digital se convierten en violencia
física que acaba con la vida de
personas.
«A diario, durante casi un año,
me infiltré en chats, en webs, en
foros donde se compartían fotos
de linchamientos como si fueran
divertidos memes. Allí se usaban
lemas como ‘MATAR JUDÍOS’ y los
asesinos eran tildados de ‘santos’». Esos santos asesinos son
para el supremacismo blanco salvadores de una raza que, según
sus ideas delirantes, está amenazada por un complot internacional encabezado por los judíos cuyos cómplices son el multiculturalismo, el feminismo y el socialismo: viejas conspiraciones con
algunos ingredientes nuevos. Nos
podríamos reír de esas teorías
conspirativas, como nos reíamos
de Donald Trump o de otros líderes circenses de la ultraderecha,
si el odio que propagan no estuviera calando tan hondo en algunas comunidades.
Ese odio no se queda en las
pantallas. Como señala la autora, la incitación a la violencia es
real y su apología del genocidio
(pasado y futuro) es clara. Lavin
no oculta cómo le afectó esta investigación y la escritura del libro: «Algo se me rompió por dentro». Tal vez porque una de las
lecciones que aprendió la autora es que estas personas no son
monstruos, sino muy humanos:
«El odio que promulgan y la violencia que ansían desatar no son
sino la consecuencia de docenas
o cientos de pequeñas elecciones
humanas». Estas personas se relacionan, tienen trabajos y buenos sueldos, van a la universidad
y viajan por el mundo. Lavin
transcribe una conversación que
tuvo como Ashlynn con un pretendiente en la web de citas para blancos. Como parte del intercambio amoroso, el pretendiente incluye su deseo de
acabar con todos los judíos de Europa del
Este que sobrevivieron al Holocausto. Declaración romántica y muerte genocida
en cuatro renglones. Es imposible pasar
por alto su humanidad pero, como señala Lavin, eso no le absuelve, «si acaso,
convierte sus decisiones en algo aún más
aborrecible».
Es difícil aborrecer y no odiar. Es difícil
no ensuciarse de ira y rencor leyendo este
libro. La autora reconoce que ha sentido
«una rabia sin fin» durante el proceso de
investigación y de escritura, que ha pasado por una depresión profunda como resultado de exponerse a tanta violencia. A
pesar de todo, ha conseguido publicar este
ensayo sobrecogedor que nos revela un
entramado de odio mucho más tangible y
cercano de lo que nos gustaría admitir.

EDURNE PORTELA

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