No se trata de renunciar. Bien lo sabemos nosotras que un día actuamos desde el anhelo y la omnipotencia, y quisimos ser madres a pesar de todo. Algunas incluso en solitario, otras con el padre ya no ausente, dimisionario. Ser madres a pesar de tener que ir al pediatra por urgencias a las tantas de la noche porque no había más horas; de terminar el artículo gracias a los Teletubbies o Baby Einstein, pura conciliación real; de buscar desesperadamente una cuidadora o au pair en la que pudiéramos confiar, y que garantizara no encontrarnos a nuestra hija pequeña subida en un taburete, asomada a la ventana esperando a su madre…
No quisimos renunciar. Pudimos haberlo hecho si hubiéramos medido en una hoja de Excel el tiempo que pasaríamos fuera de casa, alejadas de los miedos y los cuadernos recién estrenados de nuestros hijos, los mismos que hoy nos lo reprochan como una bruma negra y persistente que nunca se levantará de su memoria.
Empujamos hacia delante, sólo importaba eso, verlos crecer, educarlos con cabeza y tripas. Decirte: un año más sin desgracias, una medalla de baloncesto y un diploma de gimnasia, una mala racha en el cole, pesadillas y pataletas, y tú cogiendo aviones como si salvaras el mundo mientras en verdad te arrancabas un pellejo de alma. Teníamos empleo y sueldo, y si alguna vez lo perdimos, la fe en la meritocracia nos
hizo recomenzar en una nueva casilla.
Hoy, la generación de mujeres entre los veinte y los cuarenta ha quedado atrapada en un relato de precariedad sin descendencia. Algunas no han pasado de cobrar medias jornadas por enteras, prolongando in extremis el estatus de becaria. De nada importan sus laureles académicos; sus codos no han bastado para poder afrontar solas un alquiler, y ven alejarse la palabra independencia , la autonomía necesaria para dejarse invadir por ese rapto irracionalmente bello que es tener un hijo. La periodista Noemí López Trujillo resume el sentimiento en su ensayo El vientre vacío (Capitán Swing), denunciando “la ficción que nos han contado de la clase media y el ascensor social”. El número de nacimientos ha caído en España un 40% en la última década. Y las madres primerizas han retrasado su edad: de media, 34 años.
Hace unos días, un grupo de políticas y profesionales corrió en Madrid con una camiseta que animaba a conciliar trabajo e hijos bajo el lema “Yo no renuncio”. Bien está. Pero la realidad es tozuda. Muchas mujeres fértiles que corren a congelar sus óvulos no pueden decidir entre trabajo o hijos. Carecen de ambos.
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