ntes de reseñar un libro así, me gustaría explicar cómo lo he leído. Hace unos días, hablando con un profesor de universidad habituado a los ritmos académicos, me reconocía que él, como tantos otros, leía en diagonal. Leer en diagonal (que es muy diferente a revisar la hemeroteca del precursor de El Salto) me parece una de las prácticas más tristes (y a la vez más representativas) de nuestro acelerado día a día. Hay personas, de hecho, a las que la expresión ‘día a día’ les queda ancha. Quizá convendría empezar a usar ‘hora a hora’ o ‘tarea a tarea’.
Y puedo decir, orgulloso y egocéntrico, que no. Que no me he leído No puedo más (Capitán Swing, 2021) en diagonal. Supongo que todavía conservo (o me puedo permitir conservar) esa sana costumbre de saborear, entender, subrayar, recrearme en leer lo que me gusta, me interpela, me conmueve o me deja pensando. El mérito principal, por tanto, se lo otorgo a Anne Helen Petersen (y a la traductora, Lucía Barahona). No obstante, reclamo mi cuota de victoria. No ha sido fácil. Entre el curro, las mil y una distracciones que pueden aparecer y la presión que nos imponen (o nos auto imponemos) aquellos que formamos (o aspiramos a formar) parte del gremio de ‘lo cultural’ es difícil mantener la disciplina ocular, conservar la pasión por la línea horizontal, esperar pacientemente a la palabra siguiente. Uno ya, a estas alturas, viene leído, escuchado y debatido, y, por tanto, ya conoce (incluso por capítulos anteriores) muchas de las ideas, argumentos y preguntas que lanza la escritora. Sucumbir a la diagonalidad (y a los cantos de sirenas de los mencionados estímulos, por no mencionar los susurros de los libros nuevecitos que se amontonan en tu minúscula estantería) es más que sencillo y más que lógico. Yo lo suelo hacer, vaya. No soy ni un héroe, ni un monje ludita con la última profecía ni, tampoco, Luke Skywalker custodiando la eterna sabiduría de los Jedi.
Y si a estas alturas de la reseña solo he hablado de mi proeza no es por mi (evidente y desorbitada) autoestima, sino porque, pienso, puede ser un buen modo de sintetizar los problemas y las soluciones que enuncia Petersen. La periodista norteamericana (nacida en el 1982) se reivindica como ‘milenial’. Y lo hace porque sostiene (y a mi juicio con razones sólidas) que el contexto sociocultural en el que ha crecido esta generación ayuda a explicar por qué leemos en diagonal. Petersen (sin ignorar la clase, el género o la raza) entiende que el clima sociocultural, las normas no escritas que ha interiorizado desde pequeña, han contribuido decisivamente a que la pradera social esté poblada de caballos desbocados que intentar llegar a todo, no lo consiguen y, por eso, se sienten mal y culpables. El título original en inglés (Can’t Even: How Millennials Became The Burnout Generation) expresa esa paradoja: “Ni siquiera puedo…”. Tratamos de abarcar más y más, y llegamos a menos y a menos. Queramos o no, muchos milenials vivimos una vuelta de tuerca un poco absurda del silogismo del ratón y el queso. Lo recuerdo: a más queso, más ratones; a más ratones, más agujeros; por tanto, cuanto más queso… menos queso.
El mérito del ensayo reside en desmontar (con decenas de ejemplos concretos, con un lenguaje aterrizado y sin quitarse de en medio) poco a poco los mantras (algunos silenciosos, otros repetidos como ‘padrenuestros’ diarios) que se supone que nos deben hacer felices. Muy felices. Felices y eufóricos. A saber: que el trabajo nos hará libres (no), que el empleo vocacional realiza (en muchos menos casos de los que creemos), que estar hiper ocupado y nunca aburrido es una bendición (y no una maldición bíblica) o que la hiperconectividad nos ayuda a ser más productivos y a insertarnos en provechosas relaciones virtuales (spoiler: tampoco).
Lo hace, además, conjugando dos preceptos: que la solución debe ser sistémica (y que, por tanto, no bastaría con un hipotético golpe en la mesa, con una revuelta o una huelga generacional) y que eso no excluye, sin embargo, que no podamos hacer nada y que debamos asumir nuestro fatal destino. Usando sus palabras: “No tiene por qué ser así”.
Para predicar con el ejemplo, prefiero no extenderme más y recomendar, encarecidamente, que leáis el libro. No me gustaría que la reseña os quitara las ganas, actuara como un check verde en vuestra lista de tareas invisibles y se entendiera como un sustituto auún más micro y breve de la ya espantosa lectura a la carrera. Quizá sea la empatía o mis ganas de consolarme con el mal de muchos, pero este libro, en lugar de ponerme más furioso, acelerado o triste, me ha reconfortado. La propia autora se reconoce como vulnerable, como una víctima más (pero no pasiva) de toda esa lógica que la agota y la exprime. Su relato es cuasi terapeútico: no estás solo, no lo estás haciendo tan mal, esto qué piensas tú lo rumia mucha más gente de la que piensas según llega a casa y se quita los zapatos.
Petersen señala en las conclusiones finales que, “si tenemos el aguante, la aptitud y los medios para machacarnos trabajando hasta lo indecible, también tenemos la fuerza para pelear”. Y para leer como se debe, añado.
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