¿Qué es lo que realmente me duele, no me deja en paz, me conmociona, me reconcome de la muerte de la escritora peruana Patricia De Souza, además de lo sorpresiva e inoportuna? La habré visto un par de veces en toda mi vida, nos tomamos un solo café; nos escribimos desde el 2011 pero fueron conversaciones breves, escasas, todas relacionadas con nuestra supervivencia como escritoras, confesiones de desencanto y precariedad. Nada literario o digno de una compilación epistolar. Algunos chats más o menos urgentes, otros esquivos, persistencia, excusas, dejarnos en visto, silencios incómodos para luego retomar. Solo la vida, pasando, como a través de un puente. Sí, eso me dijo, le alegraba ese puente entre escritoras.
Una vez le dije que para mí era «un mito literario de los 90’s». Y era verdad. Aún la recuerdo como la única mujer novelista en Perú que aparecía junto a la decena de autores hombres promovidos en esa década en la que yo empezaba a escribir (y a esconder) poemas durante las horas perdidas de la universidad. Para entonces ya me había leído al menos un libro de cada uno de esos tipos que despuntaban pero ninguno de ella. Y así me pasé varios años más antes de leer El último cuerpo de Úrsula. Más tarde solía ubicarla como la única escritora peruana que vivía en París, firmaba artículos y reseñas en Babelia, mientras seguía publicando libros en editoriales importantes y traduciendo a escritores franceses. La consideraba una privilegiada entre muchas que no tenían nada.
Pero poco a poco, sin embargo, su figura fue diluyéndose en los espacios del mainstream precisamente cuando su voz más interpelaba; comenzó a publicar en editoriales pequeñas, ya no solo textos narrativos, también de ensayo y pensamiento, cada vez más incómoda, cada vez más feminista, y a opinar solo en sus redes. Pocas veces vi que reseñaran sus libros. Oí que alguien la llamaba chavista. Me contaron que en una feria literaria nadie le hablaba. Yo no me la encontraba en ninguna. Corría el rumor de que estaba aislada del mundo del libro y que era una figura problemática.
Por esos días me envió su libro en pdf y pensé «ahí está otra vez la madurista». ¿De qué trata? «Sobre mujeres que escriben y están jodidas», me contestó. Lo abrí, era Descolonizar el lenguaje (Los libros de la mujer rota), una selección de sus mejores ensayos críticos en torno a la vida y obra de algunas de las escritoras clave de la literatura universal, las que desobedecieron el mandato para hacer oír sus voces en el coro monocorde de la literatura masculina. Patricia nos acercaba esos lenguajes, esas otras maneras de crear sentido, de experimentar intelectualmente el mundo, escrituras que se distinguían por nombrar las cosas de otra manera, en sus propios términos, por «descolonizarse».
Por aquella época aún no me habían quitado mi sección de entrevistas en un diario peruano, en la que solo entrevistaba mujeres, así que le mandé unas preguntas. Y en esa entrevista me dijo que «había que ocupar el lenguaje y la vida, encarnarla, salir de esa ausencia en la que se puede vivir siendo mujer. Hay una ausencia de sujeto, de subjetividad, en la lengua, al hablar con instrumentos que no nos pertenecen. Lo que ha habido es una imagen de consenso sobre una manera de entender y leer el mundo. Lo que hubo y hay es dominación».
Quizá lo que me reconcome dentro cuando pienso en la muerte de Patricia es no haber hecho lo suficiente; solo sospechar, no saber si estaba triste, si se sentía sola, si le afectaban esas cosas, no preguntarle por qué llevaba días sin decir nada, no haberme enterado antes de que estaba enferma. Supe que había muerto irónicamente el día que tuve en mis manos el libro de Luna Miguel, El coloquio de las perras (Capitan Swing), otro análisis de la misoginia literaria que tuvieron que enfrentar las escritoras en América Latina y España durante el siglo XX, pero sobre todo un homenaje poético y de ternura radical dedicado a autoras que vivieron una soledad no buscada, nada impecable, como Elena Garro, Maria Emilia Cornejo o Marvel Moreno; un libro –en el que no es casual que Luna cite varias veces la obra de Patricia como lectura de referencia– sobre las ninguneadas, olvidadas de los recuentos, las «asesinadas del machismo literario», que eran también obsesión de De Souza.
Quizá las escritoras del siglo XXI cada vez tengan, no solo el talento que siempre han tenido, también más herramientas políticas y redes de apoyo y cuidados para no acabar a la sombra de un marido exitoso, suicidándose, enfermas, pobres, pero dudo mucho de que el sistema no esté buscando todavía nuevas y cada vez más sutiles formas de perpetuarse y acabar con la desobediencia. Por eso me reconforta sentir que Patricia se descolonizó, que se fue dejando para las demás independencia, sentido, un lenguaje propio, y que al descubrirla quizá se descubran a sí mismas.
No estoy segura de si alcanzó a saber en toda su magnitud que otras generaciones de escritoras habían empezado a leerla, que ya muchas, las más jóvenes, sentían que le debían algo, que la respetaban y agradecían haber abierto camino, pero al leer El coloquio de las perras sentí algo parecido a la reparación, al consuelo y la esperanza. Me hizo pensar que estábamos aprendiendo a tratarnos no solo como escritoras, también como compañeras. Y que gracias a ellas, las que vendrían serían mejores que nosotras.
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